Sara Mesa

Cabezas y limones

 

Juan Gris: El fumador

 


CABEZAS Y LIMONES


“Is all that we see or seem but a dream within a dream?”
(¿Todo lo que vemos o parecemos no es más que un sueño dentro de un sueño?)


Edgar Allan Poe,
en su poema A Dream Within a Dream (Un sueño dentro de un sueño).


Voy a visitar a mis padres. Hace mucho que no los veo, tanto que no recordaba que su casa es tan hermosa. Emplazada en una calle estrecha, empedrada, como de una judería, ocupa un edificio enorme, con grandes ventanales. Estoy muy sorprendida: realmente no parece la casa de mis padres. El corredor que la cruza de punta a punta está atiborrado de mesitas y bibelots; los contemplo fascinada, como si estuviese en un museo. Mi madre me saluda distraída y me conduce hasta una puerta de cristales tintados que da paso a un extraordinario jardín. Me pide que le coja unos limones del álamo, lo cual no me extraña en absoluto: hay, en efecto, unos limones espléndidos que cuelgan de sus ramas, aunque están demasiado altos para alcanzarlos. Me agarro de una rama con el insensato propósito de doblar el árbol hacia mí y hacerme con alguno; el álamo se rompe limpiamente por la mitad, como si fuese de papel: un álamo de tramoya, de chichinabo. Mi madre, curiosamente, no se enfada. Prevalece el buen humor en la casa. Bajo un emparrado, mi padre lee el periódico comiendo uvas. Me guiña un ojo, me sonríe.

La puerta principal se ha quedado abierta y ahora veo entrar a un vagabundo, o a alguien que lo parece: un tipo muy delgado, muy moreno, ataviado con mantas y abalorios y, sobre su cabeza, la cabeza de otro hombre cortada. Me asusto y grito.

Mi madre me regaña:

—No te pongas así. Es amigo nuestro.

Y es cierto. El hombre llega hasta el emparrado y habla con mi padre. Me siento avergonzada —¿quizá tuve un impulso racista?—, pero por otro lado pienso: lleva la cabeza cortada de un hombre, eso no puede ser normal. Mi madre me hace un gesto de lejos y yo acudo a su lado.

—Ha venido con sus tres hijos para que le firmes un libro a cada uno. Te están esperando.

En el umbral de entrada, hay tres muchachos muy juntos, expectantes y tímidos. A diferencia de su padre, van vestidos al modo occidental, con camisetas y vaqueros. Los tres tienen el mismo libro entre sus manos: Contra el viento, la novela con la que Ángeles Caso ganó el Premio Planeta. Les explico que no se lo puedo firmar, que lo habitual es que uno firme solamente los libros que ha escrito, pero ellos se echan a llorar desconsolados. Mi madre me da un codazo, mosqueada. ¿Qué más te da?, me dice. No te hagas la estrecha, a mí sí que me lo firmaste, añade, y de una estantería saca el mismo libro en el que hay, en efecto, una dedicatoria escrita con mi puño y letra que yo no recordaba en absoluto. Bueno, pienso, si hay que hacerlo se hace… Firmo ceremoniosamente, imitando el estilo ingenioso de las dedicatorias de Gonzalo Suárez: En Estocolmo, la Venecia del Norte, en 1823… Al fin y al cabo, me digo, todo es una ficción y si he admitido que de los álamos brotan limones y que un hombre puede llevar sobre su cabeza la cabeza de otro hombre, qué problema puede haber con una dedicatoria espuria.

El amigo de mi padre ya está de vuelta al lado de sus hijos. Los cuatro me sonríen ceremoniosamente, se inclinan hacia mí agradecidos. Entonces, la cabeza cortada rueda y cae hasta mis pies. Doy un salto atrás, más asqueada que aterrorizada, repitiéndome interiormente la misma cantinela: todo es ficción, todo es ficción.



CARNE DE CERDO


El Mal está enfermo, ingresado en el hospital. Yo soy una enfermera infiltrada, con orden de matarlo. Para convencerme a mí misma de la necesidad de mi misión pienso que es una mala bestia que hay que quitarse de encima como sea. Matarlo es una cuestión humanitaria, pero debe hacerse en secreto. Lo tenemos todo bien organizado. Papá es quien ha conseguido el uniforme que ahora llevo, blanco impoluto, comodísimo. También ha sobornado a buena parte del personal para que, llegado el momento, hagan la vista gorda. Yo misma me sorprendo de la capacidad de persuasión de Papá, de su poder. Tampoco yo cuestiono que sea a mí a quien toque la parte más fea del asunto. Los demás me dan palmaditas, me animan, me felicitan. Casi consiguen que me sienta afortunada.

Sin embargo, a la hora de entrar en la habitación del Mal, todos me abandonan. Cruzo la puerta preocupada, sola ante el peligro. Estamos los dos cara a cara: el Mal y yo, y un ventanal enorme por el que puede verse el cielo ceniciento, casi amarillo, y la ciudad envuelta en brumas. En su cama quirúrgica, medio incorporado, el Mal reposa escuchando música con unos auriculares —puedo oír el sonido amortiguado de una percusión, y una voz lejanísima, claramente femenina—. Con los ojos cerrados, parece adormecido. Yo me acerco despacio, le quito los auriculares. Él abre los ojos y me mira con serenidad, sin asomo de sorpresa. Pienso: ahora o nunca. He aprendido un truco para matar rápido. Sólo hay que introducir los dedos en la boca y apretar en un punto determinado del paladar: no desvelaré cuál. Pero él se me resiste. Con su boca abierta y mi mano presionando dentro, continúa mirándome con fijeza. De su ojo izquierdo brota un halo de luz, una especie de rayo láser que me ciega. Aparto la cabeza para que no me dañe y sigo presionando. Creo que me desmayo.

No me doy cuenta del momento exacto en que lo mato, pero debe de haber sucedido porque, en la siguiente escena, cuando por fin recobro la conciencia, se lo están comiendo. No puedo ver el cuerpo porque lo han troceado y guisado convenientemente. La carne está rebozada y todos afirman, entre murmullos, que es muy buena. Papá, que está supervisando el banquete, me ordena que me una a ellos. Sólo hay que pensar que es carne de animal, nos dice, de pollo o de cerdo, por ejemplo; basta con no recordar cuál es su origen. Insiste tanto en ello que el efecto es justo el contrario: impide que nos olvidemos. Pero seguimos comiendo a buen ritmo. Si no descubren el cuerpo, habrá menos posibilidades de que nos suceda algo. Todos sabemos que el Mal también tiene sus vengadores.

En un aparte, Papá me pregunta si deseo conservar el uniforme de recuerdo. ¿El uniforme?, pregunto estupefacta. Sí, el uniforme de enfermera. En la tela han quedado las marcas de unas quemaduras, probablemente ocasionadas por el láser que arrojaba el Maligno, testimonio de una heroicidad que algún día será histórica, sentencia él. Yo las observo con aprensión, me maravillo de que esa tela en apariencia normal haya sido capaz de proteger mi piel. Luego pienso que hay lesiones que dan la cara más tarde, a veces incluso años después de haberse producido. Todos nos sentimos muy orgullosos de ti, dice Papá estrechándome contra sí. Pero yo sólo tengo ganas de llorar.


 

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