Rafael Suárez Plácido

El descubrimiento del Bósforo

 

Pilar Cabrera: Descanso multicolor

 



Aklan


				para shamra, uno de sus nombres


Hay una isla,
-lejos,
más allá de donde suenan
los cuernos de Avalon-,
donde nos reunimos
para danzar
los que sabemos de Aklan.

Y así pasamos
las noches y los días,
sin notar del paso del tiempo
más que las distintas formas
que va tomando la luna.


Noche cerrada En la noche cerrada ella, con pelo negro y recién limpio, oliendo como una mujer que conocí de niño, se dispone a cruzar el estrecho sendero que limitan aquellas caracolas encendidas. Conoce bien el juego. Se mueve con soltura entre las mesas y sillas sonriendo. Me acerco a ella y le digo: Qué bien hueles. Acabo de ducharme, me responde. Quedan restos de aceite dejando huir su aroma a tierra y fuego. También algún enigma que parece condenado a quedarse sin respuesta.
El rojo y el verde y el negro Ella está sentada en el sofá rojo. La cabeza de lado sobre la manta verde que tanto le gustaba. Yo alargando la espera y empeñado en negar lo que ya es cierto, entré en su habitación para pedirle el libro que ayer leímos juntos y escapar. Pero estoy a su lado y le acaricio el cuello, víctima de una contradicción que no sé si quiero resolver ni cuánto va a costarnos. Me pregunta: Dime cuándo has sido feliz. Le respondo que ahora. Y cuándo más infeliz. También ahora. Se aparta el pelo negro de la cara -entonces lo tenía algo más largo- y me dice: Pensaba que venías a salvarme.
El descubrimiento del Bósforo Aquella noche están juntos por vez primera, juntos, libres y solos. Se miran a los ojos. No sonríen. Sus ojos son espejos en la noche que reflejan el mundo. Él explora su cuerpo, que nunca va a dejar de sorprenderle. Imagina otros nombres. Debajo de su cuello encuentra el Bósforo. Descubre nuevos sitios. Lo mismo que antes hizo con el mundo.
À bout de soufflé Yo también nací en los Campos Elíseos, en París, en 1969. Y las primeras palabras que escuché fueron: "New York, Herald Tribune". Jean Seberg con esos pantalones tan negros y demasiado ajustados, vendiendo el Herald Tribune en las calles de aquel otro París en blanco y negro. La recuerdo contando el final de Las palmeras salvajes, aquella historia en la que una mujer luchaba para cambiar su destino y para ser más libre, y cómo se le fue torciendo todo; o cuando decidió delatar a un cansado Belmondo que ya no escapó más. Secuencias de Al final de la escapada, esa historia que vimos con subtítulos en un antiguo cine de verano que ya tampoco existe, como nosotros tampoco existíamos entonces.
El ritual de la mentira No entiendo cómo puede haber quien piense que este sea el mejor de los mundos posibles, o que aquí somos todos iguales, libres y felices. Si todo esto es mentira.
El placer de engañar Recuerdo que leía historias de otros que buscaban mejorar una vida ni fácil ni brillante, algo gris quizás. Descubrí el placer de engañar para que me quisieran. Sería escritor.
Nunca te hablé de Mónica Nunca te hablé de Mónica. Es asturiana. Nos conocimos tomando una cerveza en Jovellanos. Vino desde Gijón a quedarse unos días. Recuerdo que era abril y le gustó el sur. Crecían lilas junto a mi ventana. Me contaba que cómo se veía la luna desde casa nunca la había visto. Si acaso algunos años antes, cuando aún era niña, en los atardeceres más oscuros de la cuenca minera. Vino desde Gijón pero sentía tanto miedo las noches de tormenta que aprendió a no dormir sin escuchar de cerca mis latidos. Yo le contaba historias que iba improvisando y ella me miraba como una niña que temiera perderse algo importante. A veces le caían lágrimas. Para que no las viera me abrazaba aun más fuerte. A veces se dormía y al día siguiente me preguntaba el final de la historia. Yo le mentía. Le decía que el final de la historia nunca iba a llegar, aunque todos sabemos que el universo tiende a expandirse. Pero nunca he sentido el sonido de mi respiración o mis latidos como en aquellos años. Recuerdo que fue entonces cuando aprendí a amarte aunque sólo te conocía de vista. Dime, ¿es de verdad o estoy soñando? Siempre había buscado su cuerpo en mujeres que nunca me ofrecieron su forma de mirar tan inquietante, en mujeres que no temían las noches de tormenta. A veces ella me engañaba y me decía que oía truenos. Yo sabía que no era cierto, pero le dejaba hacer y le contaba historias de otras chicas que también aprendieron a mentir para que la quisieran. Supe también que hubo hombres que se apartaron de ella cuando sintieron que nunca iban a ser capaces de entenderla. Y es que eso, que a otros produce tanto miedo, para mí, en cambio, lo es todo. Tal vez sea que necesito sentir que pueden sorprenderme. Siempre estuvo a mi lado hasta que lo llenaste tú con tu mirada. Ahora sólo escucho tus latidos, y tu respiración en casa o en cualquier otro sitio es la respuesta a todas mis preguntas. Ahora soy yo quien teme las solitarias noches de tormenta. (Poemas del libro El descubrimiento del Bósforo, Huelva, 2008)
Escuchando las campanas de año nuevo en Kyoto A veces ella grita, porque le gusta poner la música muy alta, tan alta que, si no gritase, no podría escuchar lo que me dice. Un día nos llamaron la atención los vecinos. Japón es un país ruidoso que también ofrece momentos de paz. Creedme. Yo he vivido algunos. Paseo junto al lago. Sonido de unos ojos que me abrazan. O el año pasado, cuando la conocí, escuchando campanas de año nuevo en un templo de Kyoto. No sabía que llorar fuera tan fácil. Lágrimas de hielo abandonan sus ojos esta noche. Ella iba con un grupo de amigos. Le debió parecer que Ana y yo no hacíamos una buena pareja. Creo que tenía razón porque ahora soy feliz pero antes no lo era, o no lo era tanto. Se nos acercó. A Ana le resultó una chica divertida, muy guapa y divertida. Desde su mesa parecía que aquel monje hacía sonar las campanas sólo para nosotros. Me dijo que se llamaba Ori. Me gusta cómo cierra los ojos, y levanta la cabeza y aspira hondo. Siempre escuchando música y haciendo fotos. Yo también he vuelto a escribir. Soy feliz, pero nunca lo fui tanto como escuchando las campanas de año nuevo aquella noche en Kyoto.
Bolas de arroz Hacía unas horas que había muerto. Allí mismo se lo comunicaron. Agachó la cabeza aunque era algo que ya se imaginaba. Tras un momento de silencio, que ella supo llevar con dignidad, le preguntaron: ¿Cuál ha sido el momento de su vida? ¿Qué momento desea que perdure toda la eternidad? Hubo un corte en la cinta. Pasaron unos segundos. Ori me acarició la mano con las yemas de algunos de sus dedos. Un leve escalofrío. Volvió la imagen. Aquella señora hablaba de un terremoto. Tenía sólo nueve años y vivía cerca de Tokio. Su madre y otras madres con sus hijos, a los que nunca había visto ni nunca más vería, se encaminaron hacia un bosque. Casi una hora caminando Cuando llegaron, los niños se pusieron a jugar con cuerdas y bambúes. Estaban muy cansados. Al anochecer comieron bolas de arroz hervido y durmieron al raso. Ese fue el momento que quería evocar siempre. Nadie preguntó más. (Poemas inéditos)


 

Cabecera

Portada

Índice