Manuel Sánchez Chamorro

¡Huy, perdón!

 

Ellis Scott: Stuart Semple

 


¡Huy, perdón!
[Relato televisivo]

(de El libro vampiro y otras monstruosidades, de próxima aparición)


    
—Era una buena chica, Frank, una chica competente, preparada, y ya con algunos años de experiencia en una televisión local del Medio Oeste. No la contraté porque sí, por su cara bonita. Aunque también tenía una cara bonita, claro, era perfecta para el medio plano.

—Y su voz también era buena.

—Claro, perfecta, tenía una dicción cristalina, un tono de voz ni demasiado dulce ni demasiado áspero, ni demasiado agudo ni demasiado grave. Una voz muy femenina, Frank, en el mejor sentido de la palabra. Se compenetraba perfectamente con los textos, con el teleprompter, y rara vez se equivocaba. Tenía…

—Y no era nerviosa.

—¿Nerviosa? No, no era nerviosa en modo alguno. Pero compréndeme, tampoco se trataba de una estatua de hielo. Era simpática, amable. Tenía quizá un poco de inseguridad oculta, bien oculta, tal vez algún complejo de inferioridad, seguro que por su origen rural, del Medio Oeste, pero poco más. Cuando hacía su trabajo frente a las cámaras, su manera de hablar era cálida, como a mí me gusta. Pausada y nítida. Bien modulada. Sabía darle su ritmo a cada noticia.

—¿Cuándo te diste cuenta de que algo iba mal?

—En realidad, no me di cuenta, porque en realidad nada iba mal. En un principio. Un poco después, sí. He repasado las cintas, y fue el catorce de diciembre del noventa y nueve. Entonces fue cuando lo dijo por primera vez, creo. Quizá su cuerpo también se alteró un poco, no sé. Un ligero temblor tal vez, una mínima contracción de los músculos, de la respiración, del pecho. Ella daba Las noticias de las ocho con toda normalidad, y en el teleprompter había algo, poca cosa, una noticia de esas de interés humano que tanto gustan a la audiencia cuando se acerca la Navidad, el rescate de un perro de las aguas del río, por parte del abnegado cuerpo de bomberos. Algo así. Entonces fue cuando lo dijo, cuando yo lo escuché por primera vez: “¡Huy, perdón!”.

—Sólo eso: “¡Huy, perdón!”.

—Bueno, como te digo tenía que dar la noticia del perro rescatado, pero ella habló de otra cosa, de otra cosa que no aparecía en el teleprompter. Dijo algo así como: “A las tres y media de la pasada madrugada ha aparecido muerto en una calle del Bronx el conocido escritor…”, y luego se paró en seco. Fue entonces cuando se alteró un poco. Sonrió forzadamente ante las cámaras, elevó la mirada de sus limpios ojos azules y entonces lo dijo: “¡Huy, perdón!”. Y empezó a hablar de lo del maldito perro salvado felizmente de las aguas del Hudson. Sólo pasó eso. Unos pocos segundos. Tal vez un desliz, un pequeño despiste.

—Si, un despiste sin importancia.

—Sí. Pero da la casualidad de que tres días después, en un callejón infecto del Bronx, hacia las tres o las cuatro de la madrugada, se encuentra el cadáver de Mike Zimbalist cosido a puñaladas. Un turbio asunto de drogas, dijo la policía, que ya lo tenía más que fichado, a pesar de todos sus éxitos literarios.

—¿No ataste cabos entonces?

—Cómo iba a atar cabos. Ya sabes lo que es la televisión, el tiempo pasa demasiado deprisa, las noticias se van sucediendo sin descanso, no tenemos ni un minuto de pausa, de tranquilidad, de reflexión. Ya lo sabes tú bien. Y además, aquello fue una cosa sin importancia. Sin la más mínima importancia.

—¿Cuándo fue la segunda vez?

—Quizá un par de meses después, también en Las noticias de las ocho. Yo no estaba presente. Después me dijeron que todo marchaba bien hasta que comenzó a hablar de otra cosa que no estaba en el teleprompter. El accidente, en el metro. Creo que dijo exactamente: “Las autoridades han contabilizado un total de cuatro muertos en el accidente del metro de la Línea Uno ocurrido ayer tarde…”, con su misma voz de siempre, cálida y modulada. Profesional, eso es, absolutamente profesional. Y ahí se paró. Y después, otra vez: “¡Huy, perdón!” y la limpia mirada, un poco penosa, desconcertada, de sus ojos azules. Pero inmediatamente siguió con la noticia del teleprompter, un tostón sobre las actividades sociales del Comité para la Igualdad del Distrito Nueve.

—Y el accidente del metro se produjo.

—Ya lo sabes, Frank. Tres días más tarde. Cuatro muertos.

—Otra casualidad, ¿no?

—Déjate de monsergas, por favor. Es lo único que me faltaba.

—Y después, otra vez.

—No. Otra vez no. Otras veces. A la chica ya se le veía algo apurada. La gente habla. En el mundillo de la televisión hay rumores y chismorreos, como en todas partes. Todo el personal comenzó a estar nervioso y expectante cuando llegaba la hora de Las noticias de las ocho. También, claro está, recibimos algunas llamadas, algunas cartas. La gente está en todo, Frank, no se le escapa una. “Señor Donovan, lo de esa chica locutora suya es fantástico, verdaderamente maravilloso: da las noticias antes de que se produzcan. Tendrían que nominarla para el premio Pulitzer.”, nos escribió un telespectador cachondo y sin duda demasiado perspicaz. Que lo parta un rayo.

—¿No pensaste en relevarla, en encomendarle otros trabajos?

—¿Por qué? La audiencia de Las noticias de las ocho estaba subiendo como la espuma, y tú sabes, Frank, que en mi negocio un aumento progresivo de audiencia es una bendición del cielo. Es algo sagrado, es intocable.

—¿Cómo se comportaba la chica?

—Bueno, a lo mejor ni siquiera sospechó nada en concreto. Quiero decir que los compañeros del estudio no se atrevían a decirle nada, tal vez para no humillarla, o tal vez por alguna clase de respeto supersticioso. Bueno, ella quizá notaría cierta expectación, cierta tensión en el ambiente, sobre todo cuando le tocaba hablar y hacer su trabajo ante las cámaras. Creo que algunos empezaron también a evitarla, a eludir en lo posible su presencia y su trato. Pero nada más.

—Cuéntame lo del ocho de septiembre. Otra vez. Desahógate, Henry.

—¡Frank, estoy seguro de que lo hizo! No son figuraciones mías, y hay grabaciones que lo prueban. Para entonces, cuando la chica aparecía en Las noticias de las ocho, todo el mundo en el estudio estaba pendiente de lo que hacía, de lo que decía, de sus palabras. Del “¡Huy, perdón!”, naturalmente. Era lógico. También las cartas y llamadas telefónicas seguían llegando. Antes de aquella fecha ocurrió lo de las inundaciones en Florida, y lo del estudiante chalado en el campus de aquella maldita universidad de Texas. Y también… Todo eso lo dijo, con sus dulces palabras tan nítidas, tan profesionales. Claro, que inmediatamente después siempre tenía la buena educación y la amabilidad de disculparse. Ya sabes: el conocido “¡Huy, perdón!”.

—Cuéntame lo del ocho de septiembre, Henry.

—Ya, por eso estoy aquí. Aquello fue demasiado. Fue de verdad la gota que colmó el vaso. Eran las ocho y veinticinco en punto, y la chica sólo tenía que hablar sobre deportes. Nada más. Nada más que sobre deportes. Los malditos resultados de los partidos de basket de la jornada, solamente eso, o poco más. A los ocho y veinticinco. Exactamente. Pero no dijo nada de basket.

—¿Qué fue lo que dijo?

—Verás, comenzó el programa con toda normalidad, pero en aquel instante hubo un pequeño silencio, una especie de duda. Uno de esos momentos muertos, incontrolados, que tanto odiamos y tememos en la televisión, porque pueden dar al traste con todo. La gente que estaba a mi alrededor, contemplándola, comenzó a ponerse nerviosa, pero aquello duró tan sólo un par de segundos. Y entonces la chica habló: “Esta mañana, hacia las ocho cuarenta y cinco, han sido atacadas las torres gemelas del World Trade Center…” Y después, el consabido “¡Huy, perdón!”, y los resultados de baloncesto. Eso ocurrió. Hay cintas, Frank, grabaciones.

—…Y tres días después…

—Y cuatro días después, yo la eché de patitas a la calle. Fue la última vez que la vi, en mi despacho, en medio de todo el follón, de toda esta condenada catástrofe. Busqué un hueco y hablé con ella. Tenía que irse. Estaba despedida.

—¿Cómo reaccionó?

—Se encontraba frente a mí, de pie, junto a mi mesa del despacho. Todavía recuerdo su carita inocente de chica buena, de chica de campo del Medio Oeste. Al principio, después de que le comunicara el despido inmediato, inició quizá unas torpes palabras de protesta, pidiendo o exigiendo algún motivo, alguna explicación. Pero después se quedó callada, mirándome directamente a los ojos. Algo vi en sus bonitos ojos azules, Frank, algo habitó en ellos durante un instante, una cosa innombrable, maligna. Y después reaccionó, sonrió levemente y dijo: “¡Huy, perdón!”, y se marchó por donde había venido. Ni siquiera dio el portazo colérico que se suele dar en estos casos. Poco después comencé a sentir el dolor en el pecho, el escalofrío.

—Por eso estás aquí.

—Por eso estoy aquí, Frank. El dolor en el pecho, el escalofrío. Todavía los siento. Y van a más. Y ya han pasado dos días desde que despedí a la chica. Recuerda que, a los tres días…

—Eso no tiene nada que ver, Henry. No seas supersticioso, estamos ya en el siglo veintiuno.

—El dolor en el pecho. El escalofrío.

—Relájate, Henry. Ahora lo veremos. El estrés, todo lo que ha pasado en estos últimos días… Seguro que no es nada grave. Ni mucho menos.


 

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