Lope de Vega

La posada del mal hospedaje

 

Johann Heinrich Füssli, llamado Fusseli: El sueño del pintor (dibujo preparatorio)

 


 

Cuando la fresca aurora, como Júpiter en lluvia de oro, transformada en aljófar, enrique­cía el regazo de la tierra, salió el peregrino Pánfilo de Zaragoza, y por no usadas sendas, de monte en monte, de pastor en pastor, procuraba cuanto podía desviarse del real camino, temiendo siempre que los hermanos de Godofre y Flérida, con toda diligencia, le buscarían; determinóse, al fin de algunas leguas, ir una noche a poblado, fatigado de la aspereza de los montes y la rusticidad del sustento, y entrando en una villa —término de los dos reinos— pidió posada, mas como en ninguna se la diesen, respecto de verle ya tan maltratado, los pies corrien­do sangre, quemado el rostro y los cabellos revueltos, procuró el hospital, último albergue de la miseria. Abierto le halló Pánfilo a aquella hora, pero sin luz alguna, y preguntando la causa, le dije­ron que por el escándalo que se había oído muchas noches, y después que en él había muerto un extranjero, no se habitaba ni vivía, pero que entrase dentro, que en una capilla de él vivía un ­hombre de santa vida y conversación que sufría por Dios aquellas molestias, y él le informa­ría y daría donde sin peligro durmiese. Pánfilo entró dentro, tentando por el oscuro portal con un ­cayado que en vez de su bordón traía. Vio lejos una pequeña luz y, enderezando a ella, llamó a aquel hombre.

—¿Qué me quieres —respondió a voces—, maligno espíritu?

—No soy quien ­piensas —respondió Pánfilo—; abre, amigo, que soy un peregrino que busco posada para esta noche.

Abrió la puerta entonces, y vio Pánfilo un hombre de mediana estatura y edad, los cabellos largos y la barba crecida y enhebrada; le cubría una ropa de sayal hasta los pies; la capilla era pequeña; el retablo, devoto, y en la peana de él dormía aquel hombre; tenía por cabecera una piedra, su báculo por compañía y una calavera por espejo, que ninguno muestra mejor los defectos de nuestra vida.

—¿Cómo has osado entrar —le dijo—, peregrino? ¿No te ha dicho ninguno el mal hospedaje de esta casa?

—Sí me han dicho —respondió Pánfilo—, pero he pasado ya tantos trabajos, desdichas, prisiones y malos acogimientos, que ninguno será nuevo para mi ánimo.

Encendió entonces una vela el huésped, en la lámpara que delante de la Imagen ardía, y, sin preguntarle quién era, le dijo:

—Sígueme.

Fue Pánfilo tras el hombre, y pasando un jardín tan intrincado que más parecía bosque, entre unos cipreses le mostró un cuarto de casa, y abriendo el cerrojo de un aposento grande, le dijo:

—Entra, pues eres mozo y enseñado a trabajos, haz la señal de la Cruz y duerme sin reparar en nada.

Pánfilo tomó la luz y, afirmándola sobre un poyo que la sala tenía, se despidió del hombre y cerró la puerta. En la sala había una cama bastan­te para descansar quien en tantas noches la había tenido en el suelo. Desnudóse, y vistiendo una de dos camisas que Flérida le había dado, partiéndose, se acostó en ella. Apenas había revuelto en su fantasía la confusión de historias que en la quietud del cuerpo repite el alma, cuando la imagen de la muerte que llaman sueño ocupó sus sentidos con la fuerza que suele tener sobre cansados caminantes. La parte que desampara el sol cuando se va a los indios estaba en profundo silencio, cuan­do al ruido de algunos caballos despertó Pánfilo; parecióle que caminaba —cosa que a los que caminan siempre sucede—, que la cama se mueve como la nave, o anda como el caballo que traía; pero acordándose que estaba en aquel hospital, y advertido del escándalo, por cuya causa era inhabitable, abrió los ojos, y vio que como si entraran a jugar cañas, de dos en dos entraban a caballo algunos hombres, algunos de los cuales, encendiendo unas ventosas de vidrio, que traían en las manos, en la vela que habían dejado, las iban tirando al techo del aposento, donde se clavaban, y quedaban ardiendo por largo espacio, quedando el suelo pegado a las tablas, y la boca ver­tiendo llamas sobre la cama y lugar donde había puesto los vestidos. Se cubrió el animoso mancebo lo mejor que pudo, y dejando un pequeño resquicio a los ojos para que le avisasen si le convenía guardarse del comenzado incendio, vio en un instante las llamas muertas, y que en una mesa, que a la esquina de la sala estaba, se comenzaba un juego de Primera entre cua­tro; pasaban, descartábanse, y metían dineros, como si realmente pasara de veras, y habién­dose enojado los jugadores, se trabó una cuestión en el aposento, con tantos golpes de espadas y broqueles, que el mísero Pánfilo comenzó a llamar a la Virgen de Guadalupe, que sólo le fal­taba de visitar en España, aunque era el reino de Toledo; porque las cosas que están muy cerca, pensando verse cada día, suelen dejar de verse muchas veces. Pero cesando el golpear de las espadas, y todo el ruido por media hora, quedó de un sudor ardiente bañado el cuerpo en agua, y estando —a su parecer— satisfecho, que ya no volverían, sintió que asiendo los dos extremos de la colcha y sábanas, se las iban quitando poco a poco. Aquí fue notable su temor, pareciéndole que ya se le atrevían a la persona, pues le quitaban la defensa, y estando de esta suerte, vio entrar con una hacha un hombre, detrás del cual venían dos, el uno con una bacía grande de metal, y el otro afilando un cuchillo; se le erizaron los cabellos en esta sazón, de tal suerte que le pareció que de cada uno de por sí le iban tirando. Quiso hablar y no pudo; pero cuando a él se acercaron, el que traía la hacha la mató de un soplo, y pensando que enton­ces le degollarían, y que aquella bacía era para coger su sangre, fue a detener con las manos el cuchillo, adonde le pareció que le había visto, y sintió que se las tragaron a un mismo tiempo. Dio un grito Pánfilo; y en este instante se volvió a encender el hacha, y vio que dos grandes perros se las tenían asidas. «Jesús», dijo turbado, a cuya voz se metieron debajo de la cama, y vuelta a matar la luz, sintió que le ponían la ropa como primero, y que, alzándole de la cabeza, le acomodaban de mejores almohadas, y le igualaban, con grande aseo, curiosidad y regalo, la sábana y colcha. Así le dejaron estar un rato, en el cual comenzó a rezar algunos versos de David, de que se acordaba —si entonces se podía acordar de sí mismo— y recobrando aliento, con alguna con­fianza de que, habiéndole compuesto la cama, le dejarían en ella, vio que los que debajo de ella se habían entrado, le iban levantando por las espaldas, con su persona encima, hasta llegar al techo, donde, como si temiese la caída, sintió que de las mismas tablas le asía una mano del brazo, y cayendo la cama al suelo, con espantoso golpe, quedó colgado en el aire, de aquella mano, y que alrededor de la sala se habían abierto cantidad de ventanas, desde donde le miraban muchos hombres y mujeres con notable risa, y con algunos instrumentos le tiraban agua. Se ardió la cama en este punto, y así la llama de ella le enjugaba, aunque con mayor miedo que al agua había tenido. Cesó la luz de aquel fuego, y tirándole de las piernas, también le pareció que le faltaban, y que había quedado el cuerpo tronco, y sin ellas. Fuese a este tiempo alargando aquel brazo, que le tenía asido, hasta la cama, donde otra vez de nuevo le acostaron y regala­ron como primero. Descansaron estas vanas ilusiones cerca de una hora, después de la cual, sintió que le asían las pobres alforjuelas en que traía algunas prendas y papeles de Nise, y las joyas de Flérida, y que se las llevaban arrastrando por la sala.

¿Quién creerá lo que digo? Se levantó Pánfilo animoso a cobrarlas, y el valor que no tuvo para defender su persona, le sobró para resistirlas. Salieron del aposento al huerto, y como los siguiese, vio que por entre aquellos cipreses llega­ban a una noria, adonde las echaron, y ellos tras ellas. No quiso Pánfilo pasar adelante, mas volviendo con valeroso esfuerzo por donde el ermitaño le había guiado, llamó a su apo­sento, abrióle el hombre, y viendo su color y desnudez le dijo:

—Mala noche te habrán dado los huéspedes.

—Tan mala —dijo Pánfilo— que no he dormido, y les dejo mi pobre hábito por paga de la posada.

Albergóle entonces en la suya aquel hombre, lo mejor que pudo, y refi­riéndole sucesos de otros, esperaron la mañana.

Muchos que ignoran la calidad de los espíritus, su naturaleza y condiciones, tendrán esta historia mía por fábula, y así es bien que adviertan, que hay algunos de quien se entiende que cayeron del ínfimo coro de los ángeles, los cuales, fuera de la pena esencial, que es la eterna privación de la vista de la Divina Esencia, llamada de los teólogos la pena del daño, la cual pade­cerán eternamente, respecto de su menos grave pecado, padecen pocas penas; y éstos son de tal naturaleza, que pueden dañar y ofender poco, pero sólo toman placer en hacer algunos estré­pitos y rumores de noche, burlas, juegos, y otras cosas semejantes, los cuales son oídos y vis­tos de por algunos, como se sabe de muchos lugares y casas, las cuales son turbadas de tales escán­dalos, hechos de los demonios echando piedras, o molestando los hombres con golpes, encen­diendo fuego o haciendo otras operaciones delusorias. Estas cosas hacen éstos muchas veces; porque no pueden ofender a los hombres de otra manera que con estos efectos ridículos e inútiles, constreñidos y ligados del infinito poder de Dios. Éstos se llaman en la lengua ita­liana, foletos, y en la española, trasgos, de cuyos rumores, fuegos y burlas, cuenta Guillermo Totanni, en su libro De Bello Daemonum, algunos ejemplos, llamándoles espíritus de la menos noble jerarquía. Casiano escribe de aquellos que habitan en la Noruega —a quien el vulgo llama paganos—, que ocupando los caminos, juegan y burlan los que pasan por ellos, de día y de noche. Miguel Psello pone seis géneros de éstos: ígneos, aéreos, terrestres, acuátiles, subterráneos y lucífugos. En él se pueden ver sus propiedades.

Jerónimo Menchi cuenta de un espíritu, que agradado de un mancebo, le servía y solicitaba en varias formas, y hurtando dineros, le pagaba algunas cosas que le agradaban; y sin éste, pone otro muchos, sus daños, sus burlas, sus amo­res, sus vanas ilusiones y sus remedios.

La luz del día, amable e ilustre obra del Hacedor del cielo, y única guía de los mortales, dio aviso a Pánfilo de que ya podía estar seguro de las malditas infestaciones de aquel espíritu, y despertando al hombre, se levantaron entrambos y juntos se fueron por la huerta al aposento donde había dormido, y entrando en él, a ver el estrago de la pasada noche, hallaron la cama y las demás cosas del aposento sin lesión alguna, y la ropa de Pánfilo en el mismo lugar donde la había puesto; se vistió y, corrido de que aquel hombre le tuviese por fabuloso y hombre de poco ánimo, le pidió licencia para irse, desde cuyos brazos tomó el camino a Guadalupe, sin osar volver la cabeza a aquella villa, donde prometió no volver en su vida, por ningún aconte­cimiento, fuera de estar en ella su amada Nise.


 

Cabecera

Portada

Índice