Javier Vela

Cuando el monarca espera

 

Lilla Bodor: Mujer pequeña en habitación grande

 


[Fragmento]




									El mundo está vacío como tu risa
											Edith Södergran
											

El poeta escribe entre líneas.

Ve cómo las palabras ruedan por la espiral del pensamiento hasta desvanecerse en su
descrédito.
Mudas, como una lengua nunca hablada, las deja naufragar.

Hay gestas que recuerda con la certeza de lo que nunca ha ocurrido. 

Así, llorando, un niño no nacido.
La risa de una anciana que se dispone para entrar en la muerte.

Arde en la sombra enferma de una higuera o es aleación de tierra, de tiempo vertical.
Su soledad refracta vecindades y sus ruegos apenas si se oyen más allá de la página.

Aúlla tarde, el poeta, cuando la policía ya se ha ido a dormir.
Su cuerpo flota en el río en cuyo fondo fermenta la eternidad.

En según qué países, baja con la marea y los tobillos graciosamente atados.
La rebelión encarna de un modo extraño en su cuerpo, al que ya nada turba. 
Suyo es el primer paso hacia el futuro.

De boca en boca esparce su escritura para que las corrientes se la lleven. 
Porque su voz es solo una instantánea, una invención de aire; y su palabra, la metáfora 
de un silencio prohibido.

Sueña a menudo con visiones desquebrajadas, y emborrona con gesto apresurado un 
trozo de papel.

Sin embargo, no está seguro de existir todo el tiempo. 
¿Quién puede al cabo reconocer su presencia en la secuencia mecánica de sus pasos?

A veces, lo arruina el decreto de una fatalidad, coda del canto apátrida.

Permanece de incógnito hasta que sus palabras, uniéndose por medio de sordas 
afinidades, anticipan la forma precaria de una frase.
Ahí, en ese instante de indefensión y torpeza, nace el poeta acaso.
Ahí se desencadena la sucesión de sus metamorfosis.

Un haz de líneas perdidas, un punto accidental lo delatan.
Su rostro cambia de pronto al revelarse por vez primera en público: inaugura otra 
máscara.
Camina a ciegas entre sus palabras.
Se opone en vano al descarrilamiento de sonidos e imágenes que percuten su mente sin 
que nadie lo auxilie.
Fingiéndose vencido, se desnuda y permite que sus pies acaricien la hierba dulce del 
sueño donde principio y fin vuelven a unirse.

Último pájaro que precede a la noche —el que no deja rastro—, solo la nieve sucia del 
recuerdo le protege del frío.
Aparta las cortinas en que se oculta el hijo que no tuvo y se dice a sí mismo: Todo está 
ahí, esperándonos.

¿Qué resquebrajaduras se dilatan al fondo de su ser?
Cierra sus ojos sobre ficciones y huidas.
Contra su pecho aprieta como una fruta madura el vaso de la mentira.

Se querella en las fiestas, baila bajo el rumor de los abismos.
Se queda mucho rato esperando el relámpago que haya de liberarle, sin que nada 
suceda.

¿Cuándo comenzó todo?, se pregunta.

Nació en la época de los grandes auspicios.
Llovía mucho y su cuerpo vacilaba entre angustias en el letargo y en la violencia de los 
caminos.
La mujer que en su vientre reprodujo la concatenación de las esferas zanjó el orden del 
mundo.
Algo tembló en el aire, y en el relato de su alumbramiento ella arraigó en el mito.

Sonoro exilio, el suyo. Llegó nacido con una antorcha en las manos.
El flujo de sus venas se le transparentaba a la luz de las llamas.
Hubo entonces un grito y luego un ciclo de paz, un período de instintos germinales y de 
sordas caricias, pero la estela desarreglada del llanto siguió vibrando en el tiempo.

Ahora, sus ojos ruedan ciegamente en la noche. 
Palpan sus manos las calcinaciones de lo que nunca fue.
Oye incansablemente, no muy lejos, un desmoronamiento en las murallas desde las que 
descienden los vapores del sueño.

A tientas sigue el trazo de la flama que antojadizamente se desdobla nimbando el 
candelabro.
Sombras entrelazadas que supuran arabescos de ámbar.

Ve sus proyectos evanescerse en el aire como teatros bruscamente abatidos.
Seca sin ímpetu el trasudor de sus manos que modelan ausencias y susurran la música 
ignorada mientras afilan la superficie de un leño.

Pero sus palmas serenamente se abren a la plazuela de la inexistencia, de lo que está sin 
nombre —forma de un cuerpo en fuga—, momentos antes de la ruptura anunciada y el 
regreso ficticio a lo real, a la frontera de lo esencial con lo efímero.

Ráfagas sucesivas de esplendor y miseria le sacuden. Su risa es una selva.

Arrellanado en la experiencia interior, alcanza a veces el umbral de las lágrimas.
Por todas partes surgen en él oquedades, proliferan cansancios.
El eje negro del vértigo sostiene su equilibrio.

Alguien (ni mucho menos un hermano) lo persigue y lo encuentra desandando sus 
pasos, ganando las orillas del origen sin cesar elidido, las arenas de un tiempo que se 
extiende entre el mar y la muerte.

Alguien restaña en vano las esquirlas de un sol pulverizado,
pero a la irrealidad de su pasado sigue la irrealidad de su presente, coral y hueso, astilla, 
¿no lo veis?

Con la primera arcilla fue creado y, ahora, mirad sus huellas, fósiles del futuro, donde 
un cactus sin vida se abre a los sortilegios de la sed.

Fruta sin nombre que no lograse encarnar.

Para pulsar la urgencia de la sangre que bulle y se atiranta, y que atraviesa 
eléctricamente su cuerpo de pies a cabeza, 
hunde en el paladar de los enfermos la aguja que más duele hasta oír su resuello en la 
fricción del silencio contra el silencio.

Antes de huir, quizá funde un camino.

Noche estéril del alma cuya luz no le alcanza, luna de los noctámbulos discretamente 
huidos, no le convoques más. 

Muy lejos quedan las raíces del cielo,
la noche parturienta que le expulsó hace décadas y en cuya amnesia sigue vagando sin 
tregua, hasta el agotamiento recorriendo los bares —noche disuelta en vino— como un 
ciego abandonado a las puertas de la ciudad.

Él es la estaca donde la culpa se enrosca interminablemente, enmarañado de polvo 
negro y sudor.

Como un ave enjaulada, crea un sueño a su medida.
Caen como gotas secas sus vergüenzas (en su mirada se columpia un extraño). 
La celda de sus huesos no se abrirá ya más.

Sus labios se entreabren a la cadencia de las calles y de los ríos.
Le impacientan los cláxones y, en cambio, no es raro oírle cantar...

 

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