José María Morales Reyes

El Apagao

 

Anónimo: Caricatura

 


Para Ángel G. Quirce


 

1

Sacó de la nevera la olla de arroz cocinada por la asistenta tres días antes con los escasos avíos encontrados sobre la encimera: un culillo de aceite, una pizca de sal, un tomate pocho y dos dientes de ajos con hijuelos. Colmó un tazón, lo colocó sobre la mesa de la cocina y degustó sentado en una silla una cucharada de engrudo apelmazado a la hora del almuerzo: esa mujer andaba a la gresca con los fogones; ni siquiera se las ingeniaba para sisarle una rama de yerbabuena a la maceta de la vecina, como si la planta tuviese las hojas contadas.
 
Esa zángana malgastaba las cuatro horas que iba a la semana, aunque las cobrara; se podía ahorrar los cuartos con ella; despedirla y buscarse una mujer que fregotease a conciencia y no tirase los productos de limpieza por el desagüe, que se remangase y supiese trabajar; que arreglase las habitaciones, tendiese la colada, lavase las cortinas y planchase la ropa; remendase las sábanas y zurciese los calcetines; encerase los muebles, abrillantase los azulejos y dejase los suelos como espejos.
 
Hacía calor a mediodía; abrió la puerta del lavadero y dio paso a una corriente de aire; redujo gastos, abonado a la miseria; acabó con el giro de las aspas del ventilador, pues la consola del aparato de aire acondicionado llevaba tiempo reducida a un motivo decorativo de dudoso gusto; detestaba engordar el recibo de la luz y rascarse el bolsillo después; le resultaba más barato andar en calzoncillos y quitarse a soplidos las gotas de sudor de la punta de la nariz. Cogió un vaso y lo llenó de agua fresca.

La gente renegaba del verano, cuando los termómetros coqueteaban con los cuarenta grados; el personal enseguida se echaba a temblar, aunque no hiciese frío; sólo había que escuchar a los pintores que restregaban las brochas en la fachada del bloque: se quejaban del sol que les daba de plano en los lomos, como si eso fuese noticia en agosto o no hubiesen tenido un respiro al pintar la parte trasera a la sombra.
 
Varado en la soledad de su casa, se asomó a una ventana y echó una mirada mortecina a la calle; miró a la gente con la apatía acostumbrada. Tres niñatos capturaban pokemons por la acera con sus teléfonos móviles; una mujer de veintitantos años con el coño lleno de pelos y dos tíos como trinquetes con los huevos negros; genuinos prototipos de la plaga de moda; gentuza mimada por la sociedad del bienestar que perseguía monigotes con el ahínco desplegado por la policía con los criminales, que cruzaba al paso calles y carreteras a la caza de muñecos, que se colaba en túneles y provocaba accidentes, que metía las narices a su antojo en lugares secretos como si fuesen espías con carta blanca.
 
Esos cretinos merecían un escarmiento. Regresó a la cocina y llenó un cubo de agua en el fregadero, lo llevó a rastras por el pasillo y se agazapó tras la ventana; apuntó con ojo clínico y volcó el recipiente; empapó a los vainas que hacían el ganso junto al portal. Se metió dentro y soltó una carcajada; dio unos vítores con sordina y se asomó luego al son del barullo formado; se hizo el nuevo con pinta de caricato; pagado con su gracia, le miró las tetas a la chavala con la camiseta mojada y celebró la agudeza de su ingenio: había tenido una ocurrencia de esas que alegran la vista y te iluminan la cara.

Al parecer, no había tomado nota del tropiezo sufrido poco antes por su costumbre de rayar con el manojo de llaves las carrocerías de los coches aparcados en doble fila en los bajos de su bloque; había más autos que aparcamientos, pero esa evidencia le importaba un comino; esa práctica lo sacaba de quicio y lo incitaba a poner orden en el caos; por eso se ensañó con un todoterreno recién estrenado y grabó en la pintura metalizada un muestrario de arañazos.

Fue en ese momento cuando su fortuna se volvió esquiva: el panadero, en su reparto diario, lo sorprendió con las manos en la masa; él agachó entonces su cabeza de avestruz y rehuyó la mirada de aquel fisgón cargado de hogazas; retiró la talega del pomo de su piso y dejó de comprarle el pan al entrometido; se señaló aún más de lo que estaba, como si el otro no le hubiese tomado la matrícula.
 
El hombre fue discreto, a pesar de perder un cliente; desconocía al propietario del coche y mantuvo la boca cerrada; evitó hurgar en la herida: el vehículo debía pertenecer a un conocido de un vecino a quien, desde luego, le había salido cara la visita. Ese golpe de suerte lo salvó de la quema y reforzó su papel de salvador de la comunidad y adalid de la justicia callejera.

Aparte de esa nimiedad, tenía otras cuentas pendientes; ronchas como puños en el debe de su contabilidad existencial; unas veces conseguía justificar sus fechorías y otras no lograba cuadrar el balance. Su vida regalada le ajustaba ahora las cuentas: rascarse la barriga le había resultado caro. Sus desmanes habían comenzado pronto: por ser el primogénito, y llevarles unos años de ventaja a sus hermanos, el tragón metía la cuchara en el plato de los chicos y los dejaba a media ración.

Trincón desde la cuna, se crecía ante los débiles; abusaba de ellos y llegaba a ser despiadado cuando la ocasión la pintaban calva; la pintan calva porque no se puede agarrar por los pelos, se reía; era un cordero con pelaje de lobo que salía trasquilado en cuanto alguien con redaños le enseñaba los dientes: enseguida daba un paso atrás si le tosían cerca; jamás le plantó cara siquiera a un mosquito: para entablar semejante combate existían los repelentes.

Sus intenciones quedaron claras en cuanto murió su padre a una edad temprana; por aquel entonces, él ya era un tío de pelo en pecho que hacía unos años había terminado sus estudios; aún no le había dado un palo al agua, pero hizo valer su edad: cogió el timón de la economía hogareña, conchabó a su madre y se apoderó del negocio familiar.

Hacía acto de presencia en la oficina cada mañana, aunque sus empleados se preguntaran a qué diablos dedicaba las horas muertas tras su mesa de despacho; suponían que hacía la fotosíntesis con la puerta cerrada pues, para la empresa, tenía la misma utilidad que un tiesto de geranios; ellos pensaban que espantaba el tedio haciendo solitarios en el ordenador, pero él no cejaba en su empeño de darle vueltas a su caletre malsano: les había puesto la proa a sus hermanos y elaboraba planes destinados a dejarlos arriados; quería para sí el pastel entero y a todos abandonó, uno a uno a la deriva, sin echar la vista atrás.

El negocio llevaba tiempo abierto, estaba bien establecido, y marchaba –como quien dice– solo: la sapiencia y el buen hacer de los currantes lo mantenían a flote; ellos laboraban para conservar sus puestos de trabajo y él se embolsaba los dineros; en su caso, el ojo del amo nunca engordó al caballo; su falta de vista y su desidia apadrinaron su ruina al cabo de los años; desperdició el patrimonio familiar sentado en un sillón y, llegado el turno de los malos sueños, sus manos se acostumbraron a la calderilla y su vida a la escasez.

Si hubiese despilfarrado los caudales en los casinos, sabría al menos dónde había echado los billetes; pero no, no había cultivado grandes vicios que le sirviesen de excusa o viniesen a ofrecer una explicación del lamentable desaguisado; ni había depositado los posibles en las ranuras de las putas ni se los había metido por la nariz, enganchado a la cocaína; ni había bebido hasta salir en ambulancia de un bar ni le había dado alguna que otra vuelta al mundo a ritmo de chachachá; no tenía una maldita explicación a mano que justificase su ruina: había sido un babieca y los caudales se habían escurrido por los agujeros de los serones que llevaba a la grupa.

Sus años de viudo daban poco juego; sus dos hijas eran unas pencas de su misma vara y se le habían subido a las barbas; le devolvían con intereses la educación recibida. Las semillas sembradas ofrecían sus frutos espinosos y sólo aparecían para pedirle que les sacara a pasear a los perros o fuese a recoger a los nietos a la puerta del colegio.

Por éstas y otras cosas, los vecinos del barrio comenzaron a llamarle el Apagao, a cuenta de la sangre espesa que gastaba; a esas alturas, su carácter anodino había perdido el tenue resplandor de antaño y ahora andaba a oscuras; su silueta se confundía con su sombra, mientras arrastraba los pies por los pasillos y maldecía el trago de ser un jubilado con la pensión embargada, un fulano corriente como el agua del grifo.



2

La brisa pasó de largo, oculta en la noche; el aire quedó quieto; la calima abrasó la madrugada; el sofoco ocupó la habitación y lo despertó empapado en sudor; se quitó con las manos unas gotas del pecho y las dejó caer sobre la sábana; esa pérdida de líquido se podía consentir; se eliminaban toxinas y se perdía grasa; dio media vuelta y dejó la mirada fija en la ventana; con aquella calma chicha, la misma utilidad tenía abierta que cerrada; soltó un suspiro, cerró los ojos y se estiró en la cama.

Cercano el amanecer, se levantó abrumado. Buscó a tientas las zapatillas con los pies y bostezó a placer; apreciaba mucho las cosas de la vida que salían gratis; o eso pensaba él, aunque hubiese conocido los números rojos por su costumbre de tumbarse sin descanso a la bartola. Encendió una luz y enfiló el pasillo. Las últimas cucarachas se retiraban a sus aposentos en los bajos del fregadero: habían cogido confianza y andaban con soltura por la solería; pregonaban su estatus de residentes; no estaban de paso: habían anidado en un lugar apropiado para criar a la prole. Con las legañas puestas, quedó pensativo; una albina corría rezagada; quizás había llegado el momento de gastarse unos euros y comprar un insecticida.
 
Esos insectos repelentes, antiguos como ellos solos, habían sobrevivido a las glaciaciones y sabían adaptarse a las condiciones más extremas; sin embargo, esta vez habían cometido el error de creerse con derecho a ocupar su casa: ni él les había abierto la puerta ni la asistenta limpiaba los suelos para que las pendejas no se manchasen las patas.

Observó sus andanzas en actitud cuasi científica y comprobó que entraban y salían por un agujero junto al desagüe del fregadero. Al tanto de sus correrías, ideó una artimaña basada en un supuesto personal: si él, al volver una esquina, se diese de cara con una escabechina, con un montón de muertos a navajazos en la acera, volvería sobre sus pasos enseguida; y si fuese por un paisaje desolado y desértico y comenzase a ver calaveras y huesos tostados al sol, daría media vuelta de inmediato. Aplicó el razonamiento a las invasoras rojizas y creyó dar con la clave para zafarse de ellas: debía espachurrar unas cuantas y colocarlas patas arriba delante del hueco de salida; meterles el miedo en el cuerpo con la presencia de congéneres machacados de manera violenta; así se irían espantadas por donde habían venido y regresarían a la casa de la vecina, esa quisquillosa que no le quitaba ojo a la maceta de yerbabuena.

Remangado, se metió en faena; cogió la escoba y comenzó a perseguir a las condenadas; a todas pensaba darles matarile, aunque le faltasen reflejos para enfrentarse a su pasmosa viveza; las malditas tenían patas de sobra para impulsar su cuerpo diminuto y dejaban en ridículo la lentitud de sus piernas; se escurrían por cualquier resquicio; se escondían bajo los muebles; lo obligaban a doblar el espinazo y poner la cara en el suelo para ver dónde se habían metido; y la verdad, él no estaba ya para esos trotes: odiaba a las voladoras, que lo toreaban con sus quiebros cuando aterrizaban en las baldosas.

Aceptó de malas ganas los achaques de la edad y echó mano de la paciencia: decidió cazarlas al rececho; montó guardia en la cocina con la escoba presta y esperó en silencio; dejó pasar el tiempo en la penumbra, a la escasa luz del pasillo, sin moverse apenas, hasta que sorprendió a una despistada de paseo por medio de la estancia; dio entonces un brinco y le hizo pagar su descaro; la golpeó con saña hasta que estiró todas sus patas; satisfecho con su táctica, colocó a su primera víctima junto al desagüe. Poco después encontró un filón en las camadas de crías, tan fáciles de liquidar; a todas cuantas vio puso en su sitio: las incautas salían incluso de día, sin saber dónde estaban y con quién se la jugaban.
 
Aquellas insolentes jamás se convertirían en un azote; para eso estaba él, acompañado de su ingenio; para crear un macabro cementerio de insectos antediluvianos. Acudió por una vez a la constancia, estrenó su tesón; dio un paso tras otro en pos de la completa erradicación de las extrañas y pudo comprobar al fin que su determinación lograba los resultados apetecidos: el optimismo se le subió a la cabeza cuando las interfectas dejaron de utilizar el agujero de entrada a su hogar. La treta había causado impacto y ahora rehusaban salir por donde solían. El éxito del invento lo llevó al éxtasis, pero pasado un tiempo, no muy largo, la situación volvió a ser la misma de antes: las condenadas, una vez repuestas, volvieron a las andadas.

El misterio incentivó su cara de asombro: nunca pensó que el efecto de su remedio fuese tan efímero; de un día para otro, las espabiladas abandonaron sus temores y volvieron a pasearse por la encimera; allí había gato encerrado; o cucarachas sueltas; se acercó al fregadero, se agachó para analizar en profundidad el caso y quedó estupefacto: no quedaba rastro de las ejecutadas; sus cuerpos habían desaparecido, como si las puñeteras contasen con servicios funerarios.

Al día siguiente, salió de casa temprano; los miércoles se daba un paseo con la cabeza gacha, mientras la asistenta hacía sus faenas; detestaba molestar, andar por medio cuando los demás trabajaban; había cultivado ese arte toda su vida y no veía motivo para abandonarlo. Poco antes de salir, arrancó una hoja a una agenda vieja y escribió en el papel amarillento una nota escueta destinada a la mujer. A VER SI HACES ALGO CON LAS CUCARACHAS, la conminó; pero ella, mujer de pocos sesos, no supo leer entre líneas y contestó en el mismo papel ¿QUIERE USTED QUE SE LAS COCINE? Sopesó de regreso la respuesta y llegó a la conclusión acostumbrada: pagarle cada semana venía a ser sinónimo de tirar el dinero.

Cuando ella se fue con viento fresco, volvió al tajo picado por la curiosidad; había escuchado que los científicos estudiaban el movimiento de las extremidades de esas insolentes para diseñar artilugios en los vehículos espaciales; había oído muchas cosas, pero el sinsentido de aquellas desapariciones superaba sus expectativas; o esos bichos eran capaces de moverse una vez muertos o alguien los quitaba de en medio; y ese alguien no era él, el único ser vivo de la casa; como hombre de estudios, se vio sorprendido por el enigma; intrigado, decidió reiniciar el proceso y averiguar las claves del hecho. Mataría a otra, la colocaría en el sitio adecuado y se sentaría a esperar el desenlace.

Acabó de mala manera con una que arrastraba una pata; situó a la difunta junto al desagüe, se sentó en una silla y se dispuso a aliviar la espera con la lectura del diario deportivo afanado en el bar de la esquina; a eso le llamaba él sacarle partido a un café con leche; de vez en cuando, dejaba el periódico a un lado, se agachaba, y echaba un vistazo en una postura un tanto incómoda a la que buscó enseguida solución: descolgó un mueblecito del cuarto de baño, con un espejo en medio, y lo colocó de manera adecuada en el suelo de la cocina para no perder detalle.

Y fue el espejo quien le devolvió la imagen de una nutrida hilera de hormigas; en un visto y no visto, las obreras transportaron a cachitos a la difunta sin dejar rastro; sorprendido por su eficacia, comprendió que sus carreras con la escoba en ristre sólo habían servido para llenarles a esas aprovechadas la despensa de cara al invierno. El mundo de los insectos empezaba a exasperarlo: unos le daban asco y otros ponían la mesa a costa de sus esfuerzos.

Enojado, retomó la nota y redactó debajo de lo ya escrito QUIERO QUE LAS MATES; una orden para que la asistenta la leyese la semana siguiente. Ella leyó el mensaje y contestó con letra de parvulario ¿LAS MATO Y LUEGO SE LAS GUISO?



3

El viernes siguiente recibió en el móvil un mensaje de la asistenta: había encontrado una casa muy buena donde le pagaban muy bien cinco días a la semana; la mala pécora se despedía en plena faena, espantada por unos simples insectos; esa pueblerina tiquismiquis acostumbraba a dejar los trabajos a medias: nunca fue capaz de tender la última lavadora; mustio, chascó la lengua, chabacana a la vejez; la mandó al carajo con todos sus muertos; a ella y a todos sus temores; se encogió de hombros y la llamó tía guarra camino de la sala; la maldijo, aunque su espantada le permitiese enfilar el futuro con un gasto menos.

Se tiró un cuesco y siguió adelante con su vida maltrecha; cambió de planes: compraría un espray en la droguería y contaría con un aliado químico mucho más fiable. Cruzó la calle y pidió un bote; se quejó del precio y aludió a la carestía de la vida, sacó el monedero y dejó caer en el mostrador el importe exacto; consideró el pago como un mal necesario y regresó a casa; abrió la puerta y se dirigió al hueco del desagüe; le quitó el tapón al insecticida, apuntó al agujero y lo roció a placer; quitó el dedo del pulsador y quedó a la espera.

Enseguida comenzaron a salir en tropel cucas medio asfixiadas con andares torpes y convulsos en una huida desesperada. Se situó frente a la salida y les cortó el paso; las remató una a una sin la menor compasión; las persiguió con tanto empeño y las roció de tal manera que la atmósfera se volvió irrespirable: le picaban la garganta y los ojos cuando dio por concluida la refriega. Cerró la puerta de la cocina y se fue a la ventana de la sala para distraerse un rato y observar si pasaba alguien por la acera o había un coche mal aparcado.

Asomado paladeó su gesta, se acercó un momento a la felicidad; sin duda había hecho un buen trabajo; algo infrecuente en su vida; ese dinero había estado bien empleado: aquel descalabro frenaría la invasión y traería un poco de paz a su hogar; había dejado el suelo alfombrado de cuerpos inertes; les había servido un manjar a las hormigas, quienes ahora se debían ganar el jornal y dejar limpias las losetas; evitarle el suplicio de sacar la escoba y el recogedor; podía estar seguro, esas minúsculas descuartizadoras cumplirían con su misión con más seriedad que la asistenta.

Una hora después, se anudó un pañuelo tras la nuca y entró en la cocina con la cara tapada; las víctimas de la contienda habían dicho ya sus últimas palabras; se frotó las manos y abrió la puerta del fregadero para airear el campo de batalla; sin embargo, las obreras habían renunciado esta vez a realizar su trabajo y habían dejado a las muertas donde estaban; no las habían acarreado a la despensa de la comunidad a la hora de la abundancia; un fenómeno curioso que le llamó la atención; primero pensó que las pillas eran muy listas y despreciaban los alimentos contaminados; pero después se decantó por otra posibilidad: los productos químicos, como bien se sabe, aniquilan a voleo; quizás las emanaciones insanas habían hecho pagar a justas por pecadoras, sin fijarse en ninguna de las dos.

Contento con el resultado, se tumbó en la cama y celebró su éxito con unos cuantos ronquidos. Su aprecio por la vagancia lo dejaba sin palabras; así había pasado la vida y así la seguiría pasando si la crisis y las pocas ganas de trabajar de sus operarios no le hubiesen fastidiado la entrada en la tercera edad; no obstante, aquella victoria bien merecía recordar épocas pasadas y abrazar de nuevo sus costumbres holgazanas con el mayor deleite.

Ciertos rumores le amargaron el regreso a su bienestar: la asistenta le había largado unos cuantos chismes a una amiga que iba y venía con ella en el autobús del pueblo; otra que se ganaba la vida fregando escaleras en la capital. La tía guarra la puso al corriente de sus penas y prendió la llama del cotorreo; le contó historietas que la socia se encargó de airear mientras limpiaba portales en la vecindad.

—Es un roñoso: no suelta un euro para la compra. Dice que le gusta ir al mercado, pero la verdad es que no me manda porque cree que me voy a quedar con la vuelta; irá a pasearse, porque casi nunca compra nada; el miserable me deja unas verdurillas, unos puñados de arroz o unas lentejas viudas, y después quiere comer a la carta. Cierra tanto el puño que se le clavan las uñas en la palma.

—¡Qué cara más dura! No querrá que te lleves los avíos de tu casa… Mándalo a un restaurante.

—Lo mandaré a una taberna. ¿No te he dicho que es un rácano?... Quiere que fregotee el piso entero con un chorreón de lejía, que limpie los cristales con un cubo de agua, el vaho del aliento y unos periódicos viejos.

—¿No ves tú? Con mi señora, eso no pasa; con ella no me falta de nada: tengo de todo para limpiar.

—No compares: tu señora tiene clase y ese mangurrino es un viejo baboso; y un guarro; me deja las bolsas de basura amontonadas y el fregadero lleno de platos con la comida reseca. Es un puerco: como no le da con la escobilla, el váter está para verlo; o mejor dicho, para no mirarlo; y qué me dices de los palominos de los calzoncillos que no se cambia nunca: quiere que los saque medio nuevos de la lavadora y no me deja una gota de detergente; el pobre tambor da vueltas a solas con el agua.

—Madre mía, ¡qué mala suerte has tenido con ese turulato!

— Por esas cosas todavía puede una pasar, pero eso de guisar cucarachas…

—¡Ese tío está mochales! Deberíamos avisar a Sanidad.

—Imagina que se colara una rata por mano del diablo y me pidiese que la matara, la despellejara y se la guisara. Lo iba a hacer su madre.

—¡Ay, qué asco!

—Te lo digo; ése, con tal de no gastarse un euro en la plaza, es capaz de freír moscas y rebozar pescado con los caliches de la pared.

—Hija, no será para tanto…

—¿Qué no? Las sábanas y las toallas tienen más agujeros que tela y las mantas tienen tantos inviernos encima que ya saben el camino de la cama y salen solas del armario cuando llega el cambio de temporada: han soportado tantos lavados que ya no recuerdan su color.

—Yo creía que tenía una empresa.

—Eso es, la tenía; pero ya no la tiene. Ahora no tiene dónde rascar: ve cinco céntimos y los mete debajo de una loseta. El tonto se pone a ahorrar cuando no le queda un euro.

—Pues dile que me enseñe el truco, a mí me encantaría aprender a guardar los billetes que no tengo. Me iba a hacer rica en un rato.

—A ti te hará gracia ese desgraciado; pero mi marido le quería partir la crisma por obligarme a despellejar ratas.

—Si todavía no has despellejado ninguna…

—Todo llega, y él no iba a esperar sentado; no veas el trabajo que me ha costado pararle los pies; si le da un bofetón a ese tontaina, nos arruinamos con los gastos del hospital; nos pediría un dineral; conoce a muy buenos abogados de sus tiempos de negociante y nos sacaría los higadillos; tendríamos que empeñar la casa, los muebles, las gallinas, el cerdo y todo lo demás; y él seguiría ganándose la vida como siempre, tumbado en el sofá de su casa.

—Que le den morcillas: tú ya lo has perdido de vista y las dos lo vamos a celebrar con unas cervezas fresquitas en cuanto lleguemos al pueblo.

—Bueno, nos las tomaremos; pero a ese fantasma no le des morcillas, que se las come.

Esos infundios lo asaltaron a la entrada de la noche en un bar cutre que servía por las mañanas menús baratos a los currantes que faenaban en el barrio; por las tardes, el dueño se conformaba con atender a las partidas de dominó de los jubilados y a los cuatro tiesos que se dejaban caer por el local. El resto del personal pasaba de largo: despachaban bacaladillas por pijotas, potón por pulpo, y olía a aceite rancio en la puerta del negocio; sin embargo esos detalles no parecían afectarle de últimas al Apagao, una vez desechadas sus costumbres sibaritas de antaño: servían hasta el borde los platos de cuchareo y eran generosos con los segundos; incluían en el servicio cerveza o vino, pan y postre; un condumio más casero que el de su propia casa; los días que en su casa había algo, aparte de unas latas.

Solía acomodarse en un rincón a leer la prensa deportiva; no había dado una carrera en su vida, pero le gustaba mucho observar los derroches físicos de los demás; apartado, miraba a los parroquianos; gente humilde a quien echaba la misma cuenta que prestó en su día a sus antiguos empleados; por su gusto, los miraría por encima del hombro, si tuviese el valor de hacerlo y no juzgase más seguro contener sus gestos en terreno ajeno.

Pidió una cerveza y un chorizo al infierno; le prendió fuego al alcohol y empezó a darle vueltas a la chacina; tenía hambre, ganas de comer, cuando escuchó los primeros comentarios; los jugadores de dominó parecían distraídos y los compañeros no se enfadaban cuando al otro le ahorcaban el seis doble; sin duda tenían ganas de guasa cuando se referían a los guisos de cucarachas y los condimentos que debían echarse en la olla, donde no podía faltar una hoja de laurel.

Lo señalaban con la mirada, se daban codazos y se reían por lo bajini; no se partían de risa porque el dueño del garito no se lo permitía: el hombre defendía a su clientela, fuera quien fuera; por eso se le arrimó e hizo un aparte con él.

—Lo que pasa es que la mujer que iba a su casa se ha ido de la húmeda y se ha pasado tres pueblos, el suyo y dos más.

—¿Qué ha dicho esa bruja?

—Que la casa estaba llena de cucarachas y que usted quería que se las guisara.

—¿Quién se puede creer semejante majadería?

—Pues cualquiera que se lo proponga. ¿No se creen lo que largan los políticos? Hay gente para todo. También dice que la iba a obligar a despellejar ratas como si fuesen conejos.

—Esa mujer no tiene dos dedos de frente: el coco que tiene no se sabe de qué árbol cayó. Yo sería incapaz de darle un bocado a un saltamontes, pero los mejicanos se los comen fritos; los venden en cartuchos, como aquí las castañas asadas; los mejicanos se los comen, pero yo no como saltamontes ni cucarachas… Y los niños de la selva amazónica cazan tarántulas y luego las asan, les queman los pelos y se dan un banquete; pero yo tampoco como arañas; ni arañas ni perros, como los chinos.

—Pues dice cada cosa…

— Que diga lo que quiera, yo sólo le comenté que había visto una cucaracha en la cocina y que la matara si ella volvía a verla. ¿Para qué coño la querría yo viva? ¿Y cuándo le he dicho yo que la echara muerta a la olla? ¿Tú has visto que yo pida aquí cosas raras?

—Hombre, esas cosas aquí no se despachan…
 
El Apagao se llevó las manos a la cabeza y proclamó su inocencia en petit comité: nadie en su sano juicio podría pensar que fuesen ciertas esas barbaridades; él era una persona normal y comía como todo el mundo; chorizo al infierno, por ejemplo; o calamares a la riojana o cola de toro, aunque fuese de canguro; la cocinera bien sabía lo que comía la mitad de las veces; lo único que había hecho él, con respecto a las cucarachas, era llamar a una empresa especializada en desinsectación para que acabase de manera radical con ellas.



4

Los problemas llegaron de la mano. El vecindario clamaba por los metódicos ataques cometidos contra los vehículos; se pedían explicaciones en los corrillos y se buscaban culpables; en los portales se escuchaban voces y en las caras se veía enfado; tanta actividad no venía a cuento; quien fuera, parecía llevar comisión de un taller de chapa y pintura.

El panadero ató cabos y arrimó unos troncos a la candela encendida por la asistenta; abandonó su silencio cómplice, apartó sus dudas iniciales, y confesó la escena presenciada; relató el suceso y descubrió el misterio; lo acusó a pecho descubierto y aseguró que eran ciertas sus palabras: lo había pillado in fraganti una mañana de reparto.

Aquella confesión alborotó el patio, removió los cimientos del bloque. Los vecinos se preguntaban cómo un empresario modelo —hasta hacía bien poco— había perdido la chaveta de esa manera; con la crisis, los negocios caían como chinches; y con el tejemaneje de los mangantes del gobierno, más; muchos habían pegado el cerrojazo y miraban estrellas al relente pero —aun amargados— conservaban la compostura y no hacían el gamberro: se limitaban a pasar el mal trago lo mejor posible.

—¿Queréis decir que se ha vuelto mochales por vestir ahora ropa de mercadillo?

—Eso salta a la vista, tiene pinta de pobretón.

—A la cara se le ha ido el color.

—Y mira al suelo como si algún día fuese a encontrar su fortuna tirada en la acera.

—Parece un espectro.

—Anda, mira la otra, ¿por qué te crees que le llaman el Apagao?

—Un momento, señores, todavía no se puede asegurar que haya sido él; hay que buscar pruebas; vigilarlo por turnos y pillarlo en el acto; grabarlo en plena acción con un móvil o una cámara. Cogerlo por el pescuezo y exigirle pagar los daños.

—¿Y cómo va a pagar si no tiene un euro?

—Quién sabe cuánto parné habrá quitado de en medio: yo me conformaría con la mitad de algunas ruinas.

—Ese pánfilo no se ha quedado con nada, ¿no ves lo roñoso que está?

—Siempre ha sido tacaño; pero antes, con dinero fresco en la cartera, lo disimulaba mejor.

Pegado a la ventana, escuchó los murmullos del portal: palabras gruesas subían etéreas y se iban volando por el aire; soñaban los afectados si pensaban que sus sospechas harían un alto en sus orejas: ya había oído bastante para saber que no deseaba escuchar más; se rio para sus adentros y se fue a la cocina en busca de un vaso de vino peleón y un trozo de queso; sobre la tabla, apartó el moho que envolvía la cuña y cortó una loncha muy fina; apreciaba mucho su elaboración artesanal y no quería que se le acabase aquel tesoro gastronómico; quizás por ese motivo, llevaba demasiado tiempo guardado en la nevera.

Los vecinos habían hablado —muy a la ligera— de indemnizaciones; claro que había rescatado restos del naufragio, pero ese poco o mucho que le quedaba lo mantenía a recaudo: le gustaba saber que ese dinero estaba ahí por si un acaso. No era el sino de su vida quedarse sin nada. Estaba acostumbrado a guardar las formas y presentar la otra cara, a salirse con la suya disfrazado de santo varón, a escurrir bultos y esquivar acusaciones con el desdén propio de las personas con caché económico. No pensaba transigir con ninguna exigencia: se pusiera como se pusiera, quien se quisiera poner, el enredo no tenía más recorrido que la verborrea de un repartidor enfrentada a la palabra de un propietario que llevaba viviendo en el lugar tanto tiempo como el que más; de los coches, sólo podía decir que se compraban nuevos y se vendían viejos, que se mandaban a la chatarra cuando no servían para otra cosa.

Ranciaba en las contestaciones que regalaría a quien osara aludirlo, cuando la vecina de la yerbabuena se asomó por la ventana del fregadero y le expuso sus quejas: su marido había dejado de pintar el suyo, cansado de hacerlo todos los meses.

—Demasiados gastos fijos tenemos ya.

—¿Quién me ha señalado?

—Uno que te vio todo con sus propios ojos.

—Hombre, pues claro, no va a usar los de otro; aunque sí podía dejar quieta la lengua. Hay otras maneras de distraerse… ¿Quién dices que es el lince?

—Uno que sabes muy bien: tú también lo viste a él.

—No me digas…

—Sí, él vio que tú lo viste.

—Espero que no use gafas...

—¿Y eso qué tiene que ver? Yo las uso y veo muy bien.

—Pues nada, qué quieres que te diga, recomiéndame a tu oculista.

—¿Y por qué entonces le has dejado de comprar el pan?

—¿Al panadero?

—Sí, al panadero.

—Pues por qué va a ser, porque ya no trae auténtico pan de pueblo. Han debido cambiar la masa y no lo cuecen como antes. El precio lo mantienen, pero la calidad ha bajado mucho. Esos catetos se han paseado tanto por la ciudad que han aprendido a trajinar lo suyo. Ahora nos quieren tomar el pelo.

—¿Dices entonces que es mentira?

—Eso es tan evidente que ni lo digo. Ni quito ni pongo palabra, las banalidades las escucho como al agua de la lluvia; para oír majaderías, prefiero mirar esa maceta tan frondosa de yerbabuena que tienes ahí. ¿Le echas mucha agua?

—Le echo la que me da la gana; como te vea arrancarle una hoja, te enteras.

—Las hojas las cogía la tipa esa para cocer arroz. Yo le reñía siempre, pero ella no me hacía caso; por eso, entre otras cosas, la despedí la semana pasada. No era de fiar: la mandaba al mercado con un billete y me traía tres papas y una lechuga.

—¿Acusas de ladrona a esa buena mujer?

—Yo no acuso a nadie, pero me preocupo del dinero que no me sobra.

—Bueno, a todo el mundo se le acaban alguna vez las alegrías. Ya estoy cansada de hablar contigo. Ten cuidado con mi marido, si te lo encuentras en el ascensor.

La vecina zanjó el diálogo, le dio la espalda de regreso a sus quehaceres, y él aprovechó la coyuntura para echarle un vistazo lascivo a su culo respingón; le arrancó luego una rama a la maceta y entró en su cocina oliendo la yerbabuena. Su marido siempre había sido un bocazas: nunca se atrevería a pegarle a un viejo en el pasillo. Cortó otra loncha de queso y continuó con su tentempié; en verdad estaba bueno, así tenía el precio que tenía. Ya podían cantar a coro la traviata los vecinos, de peores atolladeros había salido: estos incidentes de poca monta irían en letra chica en el tomo de sus jugarretas.

Le costaría poco trabajo enfriar las calenturas mentales de la asistenta: sus dislates no se podían mantener en pie. No se veían ratas en el bloque y, si no las había, no se podían echar a la olla. No estaban en la China de Mao, donde intentaron acabar con una plaga poniéndole precio a la cabeza de los roedores; en un principio, los hijos de la revolución cultural mataban las alimañas, les cortaban las colas, las ataban en un ramillete, y pasaban a cobrar; pero luego decidieron criarlas y hacer negocio con el edicto. Quién sabe si luego cocinaban las ratas de campo, tan limpias ellas.

Esas salidas de tono reforzarían su postura, le allanarían el camino para vestir con ropajes falsos los dichos del panadero; un vidente de la harina incapaz de admitir la pérdida de un cliente; por su parte, dejaría las palabras en mano de las opiniones y se echaría a dormir: odiaba que lo rondasen las odiosas preocupaciones.



5

Mandó a los fantasmones del barrio a coger níscalos; deliraban esas moscas cojoneras —de miradas indiscretas y preguntas impertinentes— si pretendían amansar sus oídos con sus chácharas; sus conclusiones destilaban envidia: siempre les dio dentera su holgado pasar y ahora pretendían tomarse la revancha de sus perpetuos esfuerzos por llegar a finales de mes: se podían comer las uñas con su propio pan, si acaso tenían alguno congelado. Los bollos estarían duros como piedras después de tantos años.

Otro tema merecía su atención; el simple paso de los días le había traído la vejez; los achaques se habían presentado donde no se les había llamado y debía pechar con ellos a la fuerza; no le podía largar el muerto a otro, como había hecho con las penosas obligaciones del trabajo; debía padecer sus propias goteras y esa novedad le alteró el pulso: odiaba salir a la palestra, aunque fuese en su beneficio; se sentía más cómodo sentado en su atalaya a la espera de acontecimientos.

La tercera edad prometía pocas cosas; sólo le daba su palabra de llevarlo de la mano pasito a paso camino de la tumba, de acompañarlo hasta el último tranco; no debía preocuparse; sería paciente y aguardaría cogida de su brazo cuanto él quisiera. Se nota que no estás trabajado, creyó que le decía en un susurro; otros vejetes descompuestos, ajados por los excesos, se marchan a la carrera y me duran poco; yo siempre les advierto lo mismo a esos golfos: no me hago cargo de los estragos causados en la infancia, la juventud o la madurez: no acepto quejas caducadas.

La angustia lo zahería ante la perspectiva de quedarse a solas, arruinado y en boca de todos; sin crédito alguno; un panorama que le helaba la sangre, aunque le importasen una higa las pegas tardías de la senectud a la que aspiraba: siempre habría alguien dispuesto a limpiarle el trasero, si se cagaba encima; y ya irían a buscarlo las almas caritativas, si perdía la cabeza y se ponía a llamar a su madre sonámbulo por las calles; consideraba vano luchar contra lo inevitable, la relajación de los esfínteres o las pérdidas de consciencia; ya se las podía apañar el personal sanitario con sus rémoras, pues él, llegado el momento, necesitaría guardar sus escasas fuerzas para disfrutar de los momentos de relax que aún le tuviese guardado el destino.

La vida le había regalado su tiempo al nacer, como a todo el mundo; pero él no había valorado el presente; su curiosidad apenas dio juego para abrir el paquete y echar un tímido vistazo dentro; pero claro, entonces era un bebé; un mamón, lo mismo que fue siempre; no comprendió que los años también pasan cuando uno se detiene, que las horas son iguales para unas cosas y otras, que los años se van sin dejar más rastro que unos almanaques viejos de propaganda. Miraba atrás y veía un triste páramo lleno de matojos, una foto fija donde no ocurría casi nada. Del vaso de la existencia apenas había bebido un culillo que le sabía a poco.

Estaba cansado; no había previsto la vejez, como tantas otras cosas: al final, jamás se había podido fumar un cigarro a gusto; de niño le regañaban sus padres, de mayor lo mandaba su mujer a la terraza a echar humo, y a los setenta los doctores le habían salido al paso con sus diagnósticos; parecía un cuento sin fin, como el de la buena pipa. Echaba de menos andar a sus anchas; hacer lo que le diese la gana, siempre y cuanto la iniciativa no supusiese esfuerzo alguno.

El tiempo se le había escapado y carecía de energías para ir a buscarlo; tarde comenzó a llamarse tonto por desperdiciar una vida servida en bandeja, pero lo hecho tenía mal remedio: si poco puso antes de su parte, menos pensaba poner ahora que no estaba para muchos batiboleos. Le pesaba su vida vacía pero le faltaban arrestos para llenarla; era triste pero, a la fecha, no tenía un maldito cuento chino que contarle a los nietos; le faltaba imaginación para llevarse a la boca una mala historieta que los distrajera; tan sólo podía relatarles las veces que había cambiado de postura en el sofá o las vueltas que había dado en la cama.

Esa falta de talante comenzaba a roerle las entrañas, lo metía de lleno en una película protagonizada por el desconsuelo; una pesadilla donde tenía un papel primordial su ruina; las cosas llegan, incluso las que se piensan que no van a llegar. El dinero llama al dinero, pero el suyo se había quedado sin habla; nadie quería hacer tratos con un inútil con cuatro perras escondidas, que se había dejado caer por la pendiente; los negocios estaban por los suelos y no era cuestión de ponerse a acarrear a un papanatas que nunca había ganado un euro por sus propios medios.

Antes su éxito económico lo mantenía en su burbuja de cristal, la misma que había reventado y saltado por los aires y lo había dejado indefenso sin su protección. Entonces lo vestían sus caudales, pero la quiebra lo había dejado desnudo; y él prefería el dinero a la salud; pues los médicos podían atender a sus padecimientos de poca monta, pero ningún economista se daría trazas para arreglar el desaguisado que le había llevado a perder una herencia robada.

Había construido su vida sobre las espaldas de su familia y sus empleados y se las había compuesto para mantener la suya libre de cargas. El nacimiento es una lotería y él encontró la tómbola abierta al abrir los ojos; ejerció de primogénito y acaparó las papeletas; impidió que los otros participasen en la rifa; desde un primer momento se convirtió en el ojito derecho de su progenitora que, una vez viuda, semejó ser tuerta con el resto de la prole.

Ya podían protestar cuanto quisieran sus hermanos por quedarse sin blanca; las madres son innegociables; él se limitó a buscarles los puntos débiles, a prepararles celadas, a ponerlos en evidencia, a quitárselos de encima; luego les echó tierra en lo alto y los cubrió de oprobio; los difamó y los dejó sin palabras; levantó polvaredas para difuminar los hechos y, cuando el aire despejó el paisaje, se proclamó el hombre cuerdo de la familia; el único que se preocupaba por sacar adelante a la pobre viuda.

Hasta la debacle, supo guardar las marrullerías en el subconsciente bajo siete llaves; su vida anodina le bastaba; la comodidad era su credo y a ella le rezaba con el alma encendida; devoto de los pequeños placeres domésticos, de la comida y el sueño, consiguió capear el temporal hasta la noche que, bien entrada la madrugada, empezó a dar grandes voces por los pasillos oscuros.



6

Las puertas cerradas de las habitaciones vacías le hirieron el ánimo en la tarde calmada; cabizbajo, abrió los cuartos de sus hijas en busca de algún recuerdo. Las dos se largaron a probar fortuna con sus novios, cuando la ruina se ensañó con él; cogieron los bártulos y le advirtieron a la asistenta que no entrase a fisgonear; desde entonces, sólo aparecían de higos a brevas para recoger prendas olvidadas. Los relojes dejaron de marcar las horas entre aquellas paredes y sus cosas quedaron tal cual; las bragas tiradas, las revistas por los suelos, las camas deshechas, los cajones abiertos, las ropas asomadas, las compresas resecas bajo las camas. Entre su partida y el presente mediaba una pátina —cada día más gruesa— de polvo.

La casa se le había quedado grande; aquel espacio desangelado tenía pinta de mausoleo, de lugar siniestro donde malvivía acompañado por las jodidas cucarachas que lo habían metido en el lío. Bien se podían mudar a la casa de la vecina y subírseles por las piernas; o irse en procesión al pueblo de la cateta de las ollas que le había robado la calma; él jamás le dijo qué debía echarle a los guisos: le dejaba los avíos en la encimera y listo; ella ya sabía qué debía hacer; y él nunca, que recordara, le había dejado una pelirroja muerta patas arriba encima de la tabla; de eso estaba seguro y lo podía decir bien alto y claro.

Fue aquella tarde cuando creyó escuchar a la tercera edad decirle que le esperaría cuanto hiciese falta; ánimo, hombre, le dijo poco después al oído; esto no es nada, lo peor viene después; pero no te preocupes que yo estaré aquí contigo; ya verás lo bien que pasas el trance.

Comenzó por oír su voz y terminó por ponerle cara; se la imaginó a su medida y se puso con ella de charla. Era una mujer interesante que había visto muchas cosas y sabía tratar con dios y el diablo, una buena samaritana que había prometido acompañarlo hasta el otro barrio —dentro de muchos años— y dejarlo en la puerta de la entrada.

—¿Has acompañado a muchos?

—No sabría decirte a cuántos: todo el mundo llega a viejo, si no se muere antes. Algunos acortan el camino y se van solos, se despiden jóvenes y no me da tiempo a conocerlos.

—¿Y es grande la puerta?

—No verás otra mayor. ¿No ves que entra mucha gente?

—¿Y tú los acompañas a todos?

—No, ¡qué va! Somos unas cuantas, aunque parecemos la misma. Yo no podría hacerlo sola... ¿Tú sabes cuánta gente se muere de viejo en el mundo?

—Pues no.

—Ni lo quieras saber: es imposible dominar tantos idiomas y dialectos para entenderse con ellos. Algunos tienen modales y se portan bien, pero otros dan mucha lata. Se ve cada cosa… Pero contigo he tenido suerte: estás más o menos sano y me puedes durar una buena temporada; así descanso un poco que, a veces, se mueren uno detrás de otro y no paro; no te acabas de acostumbrar a los hábitos de uno y ya te tienes que amoldar a los de otro; fíjate qué trajín; en esas rachas no gano para coronas de flores, porque yo me tomo mi labor muy en serio y acompaño a mis difuntos hasta el cementerio... Contigo las cosas van a ir muy bien. Estoy muy contenta con el cambio: no veas al prenda que he soltado en una residencia miserable. ¡Qué tío más desagradable! Seguro que tú no podrías ser tan esaborío por mucho que lo intentaras… Por eso te digo que tenemos que ser varias; comprenderás que, si yo te acompaño a ti, otra tiene que atender a otro. Todo el mundo tiene derecho.

No esperaba una acompañante tan franca, con un palique tan fresco, pero cubrió el tema con una capa de indolencia: su escote le interesaba más que sus dichos; sus tetas rellenas de silicona tenían un aspecto juvenil, recién salidas de un quirófano. La señora se cuidaba y mantenía el tipo: labios abonados al botox, cintura esculpida por liposucción, piernas limpias de varices. Azuzado por su dilatada abstinencia carnal, se removió en el sillón: entre ella y él mediaba un abismo; ella tan bien arreglada y él con su ropilla vieja; ella perfumada y él a la espera de una buena ducha.

—Mucha gente no nos ve hasta que nos tiene delante. Y claro, pasa lo que pasa: la realidad atropella a los incautos, sobre todo si van despistados. Hay quien se cree un chaval dos días antes de jubilarse y luego se hace un gurruño cuando lo mandan para casa; le dan la boleta y no sabe qué hacer. ¡Qué manera más insulsa de perder la vida! Pero tú no te preocupes: tú no has sido un panolis de esos; has sido más listo y no has dado golpe. Ya te lo dije antes: se ve que no estás trabajado.

Dejó de atender a su habla pausada. Su boca sensual lo llamaba, después de tantos años sin catar las comisuras de unos labios; caía la noche y le interesaba saber cuán íntima podía llegar a ser la compañía ofrecida; le preguntó si en la oscuridad se podían meter en la cama. Le ofreció un vaso de agua y reconoció uno de sus puntos flacos: cuando sentía un deseo, no se podía contener; debía colmarlo enseguida, aplicar a rajatabla el aquí te pillo aquí te mato: sus caprichos actuaban como resortes, imposibles de contener.

—¡Uy, qué dices! Yo no me puedo enamorar: menuda colección de maridos difuntos tendría entonces... Bastante triste me quedo con algunos cuando se van. Entiéndeme, bastante tiene una con enterrar a un acompañado, para asistir también al funeral de un amor. ¿Te imaginas pasar por ese trago una y otra vez? Te puedo asegurar que no tengo vocación de viuda perpetua... ¿A cuántos hombres tendría que llorar?

Contrariado por la respuesta, se colocó bien las gafas y le echó un vistazo concluyente a la señora: su peinado descocado incluía una fina veta azul sobre la oreja y otra ocre —más ancha— sobre la nuca; las cejas postizas y los párpados abonados al rímel; un anillo diminuto en la nariz y un pirsin en la lengua; una tía moderna para ser una pureta; una hembra para darse un revolcón. Intentó pegarle un capotazo a su negativa y le hizo notar que, si ella aspiraba a ser una buena acompañante y pretendía mostrarle el camino de una vejez apetecible, debía ocuparse de sus necesidades atrasadas.

—No, que luego empiezan las peleas: tuve una vez un rifirrafe con un acompañado y fue espantoso: no se quería morir para que no me fuese con otro; decía que nos matáramos a la vez, para irnos juntos a vagar por la eternidad. ¡Cuántos berrinches cogió ese hombre, y cuántos disgustos me dio! Así que te lo digo en serio; una vez y no más; que de eso hace mucho tiempo, tanto que era nueva en el oficio y no sabía bien lo que hacía.
 
Su paciencia embrionaria rechazó la evasiva: a su edad todavía no había conseguido domeñar sus caprichos de niño chico; para esas cosas, aún se comía los mocos: se levantó con los brazos en jarras y dijo en tono abrupto: yo quiero follar. La tercera edad se encogió de hombros, abrió los brazos y le contestó: pues muy bien, vete a una casa de putas. De eso nada: quiero follar aquí y ahora. Pues muy bien; si tiene que ser aquí, llama a una fulana por teléfono. Te digo que aquí y ahora. Pues claro que sí: ahora mismo puedes llamarla, así te dará tiempo a ducharte mientras viene.

La disputa prendió su mecha con las chispas de las posturas enfrentadas; cogió cuerpo y se tornó agria; llenó la estancia de aspavientos. El aspirante a semental perdió la noción de sí mismo y cayó en las redes de una pataleta; se despachó a gusto contra aquella furcia que lo mandaba de putas; alzó la voz hasta llegar al do de pecho; inundó la casa de palabrotas desquiciadas; pasó a las manos y la cogió del pelo; la llevó a rastras hasta la puerta de salida. Vete a tu casa, tía guarra, la conminó a gritos mientras llamaba al ascensor. Piérdete por el camino, calientapollas, añadió cuando la metió dentro de la cabina. Dio media vuelta y entró en su casa; le dedicó un corte de mangas en el vestíbulo y pegó el portazo más violento que se recordaba en la historia del bloque.


7

—Delira ese viejo verde, si cree que vamos a consentir trifulcas con fulanas en el silencio de la noche. El desgraciado despertó a mi niño.

—Y al mío también, pobre criatura.

—El tío loco le pegó unas cuantas patadas a la puerta del ascensor y la dejó abollada.

—Pues que la arregle: estoy hasta el moño de pagar imprevistos.

—Os lo digo de verdad: la próxima vez que monte una escandalera, llamo a la policía.

Las protestas bajaban por el patinillo y se cruzaban con el vocerío que subía por la escalera; se exigían daños y perjuicios, se amenazaba con presentarle una demanda en el juzgado; se apostaba por cogerlo del cuello; aunque él bien sabía que al final no harían ni unas cosas ni otras: había suspendido sus actuaciones en el aparcamiento y los turnos de guardias caerían en el anonimato cuando el sopor hiciese mella en las aburridas vigilias; se despedirían entre bostezos y se irían a sus casas a ver la televisión; se dormirían en el sofá y aplacarían con sus ronquidos los malos vientos.

Se rascó la cabeza y cerró la ventana, le quitó decibelios a la verborrea; él acostumbraba a beber de la fuente de los equívocos y estaba inmunizado contra sus aguas; era un experto en correr cortinas y esconder el polvo bajo las alfombras; aunque debía reconocer que antes le sacaba más partido a sus habilidades disfrazado de señor empresario, pues muchas veces el dinero y las apariencias dan la razón sin aparente motivo; eso era cierto, pero qué caramba, él, por mucho que hubiese bajado unos peldaños en la escala social, seguía manteniendo intacto su derecho a echar a una pesada de su casa. Ya se podían vestir los vecinos de lagarteranas, si eso les apetecía: erraban el tiro cuando confundían a la tercera edad con una furcia; pues les podía asegurar que la tal fulana era una estrecha con atuendo moderno, como había comprobado en sus propias carnes.

A pesar de sus recursos, comenzaba a sentirse atrapado en aquella jaula de grillos; temía que una comisión de exaltados llamase a su puerta; esos calzonazos hablaban tanto como sus mujeres y pretendían ejercitar sus músculos con un pobre viejo; ya podían ir los cobardes a un gimnasio a ponerse cachas, que él no pensaba responder a las bravatas.

Su apreciada flema daba las boqueadas cuando su hija lo llamó por teléfono: había recargado el saldo del móvil y le pedía con voz melosa el favor de sacarle a pasear el perro antes de mediodía. Una petición llovida del cielo que le quitó el mal sabor de boca y le ofreció una excusa para iniciar una prudente retirada estratégica: necesitaba salir del ambiente enfurecido del bloque y airearse un rato.

El encargo le iluminó la mañana. Sus retoñas se habían amoldado a las circunstancias y ya no se dedicaban a pegarle sablazos en exclusiva; a pedirle ayuda para pagar el alquiler o la luz, la peluquería y la manicura, los caprichos, los arreglos de los coches, los viajes con los novios a las playas. Ahora se conformaban con poca cosa, aunque el terrier en cuestión tuviese muy mal genio y estuviese peor educado; el puñetero sacaba los colmillos por placer, ajeno al tamaño de los contrincantes: atacaba con la misma saña a un chiguagua que a un mastín.

Se alisó el pelo con las manos y se vistió de limpio con una camisa que mostraba un solo lamparón; fue a la cocina en busca del desayuno; abrió la nevera y echó una ojeada; hacía unos días que no visitaba el mercado y sólo le quedaba medio vaso de leche y un poco de fruta casi podrida; repasó la oferta del frigorífico y eligió un plátano esmirriado que cualquier chimpancé le hubiese tirado a la cara; lo peló con gesto estoico y se lo tragó con los ojos cerrados. Las circunstancias deben tomarse tal y como vienen, cuando no hay otras. Dentro de un rato estaría en el barrio de su hija y vería los sucesos desde otro prisma.

Necesitaba un plan de fuga; la distancia entre las dos casas equivalía a un paseo, pero desechó salir a pie: temía que aquella tropa lenguaraz le cortarse el paso en el portal, lo rodease en la acera y lo atosigase con falsas acusaciones; tampoco le pareció oportuno montarse en el coche y agitar el coctel del descontento con las manos en el volante; hizo un mohín y descartó la posibilidad de esperar en la parada la llegada del autobús urbano, ese medio de transporte proletario.

Por fortuna, era temprano y tenía tiempo para alumbrar una idea que lo sacase del atolladero; él sólo discurría por necesidad, pero siempre se le ocurría algo para salir del aprieto; era cuestión de sentarse a esperar y confiar con fe ciega en sus facultades mentales; se puso cómodo y, al filo de las once, gritó eureka en el sofá; rescataría una bicicleta de carreras que tenía guardada en el trastero; le pasaría un trapo para quitarle el polvo y la dejaría nueva; se vestiría de ciclista, se pondría los culotes, se adornaría con el casco, las gafas de sol y las zapatillas, y saldría por el portal con la bicicleta en alto a modo de escudo. Atareados como estaban, no se fijarían en el ciclista que saldría por la puerta delante de sus narices.

Al fin la iba a utilizar por segunda vez al cabo de los treinta años; la había comprado por trajinar a un empresario que patrocinaba un equipo ciclista aficionado y que de vez en cuando se daba una vuelta con los corredores por la carretera; por meter al negociante en el ajo, fue a la tienda, compró la más cara y se proveyó de los mejores complementos; salió de ruta hecho un pincel, pero la trabajera de impulsar los pedales lo invitó a hacer un alto en la primera venta, donde esperó el regreso del pelotón en compañía de un excelente plato de chacina.

Desde entonces descansaba arrumbada en el trastero y ya era hora que le prestase un nuevo servicio; esta vez esperaba salir más satisfecho con su aportación, pues aquel paladín de los pedales se la dio con queso; con queso y con jamón; con picos y platos de gambas; eso fue así, pero los malos recuerdos afectan a la salud y uno no debe darles más vueltas de las necesarias a los contratiempos; esta vez el plan funcionaría sin mediar el concurso de aquel metepatas traicionero.

Esperó que amainasen los comentarios y, cuando se vieron reducidos a voces sueltas, se echó la bicicleta al hombro y bajó en el ascensor. Dos vecinas parloteaban de espaldas en el portal cuando les pidió permiso para pasar; ellas se agacharon para apartar las bolsas de la compra, distraídas con su monserga, y él salió a la calle con la prestancia de un deportista de élite, mientras las malas lenguas le lanzaban improperios como salivazos.

—Te lo juro, la próxima escandalera será la última. Mi marido no piensa aguantarle una más.

—Pues el mío le quiere partir la boca.

—¡Uy, qué disparate! Os va a cobrar la dentadura postiza a precio de oro.

—¿Y qué hacemos entonces?

—Pues qué quieres que te diga, no nos va a quedar otra que llamar a los loqueros.
 



8

A nadie le gusta leer el capítulo de imprevistos. El trastero se llovía en los inviernos y –cerrado como una nuez— el moho de las paredes lo había convertido en un cuartucho. Los enseres se amontonaban humedecidos, aptos para el camión de la basura. La bicicleta, que esperaba encontrar reluciente al cabo de tres décadas, parecía recién salida de un mercadillo de saldo: el óxido se había cebado con el cuadro, el manillar, los piñones y los pedales; miró el trapo que llevaba en las manos y lo arrojó decepcionado: necesitaba papel de lija, aunque nunca hubiese rascado nada hasta la fecha; aparte de ese detalle, la maldita cadena requería cuidados intensivos y él no estaba dispuesto a mancharse las manos de grasa.

Como siempre, se apañó con el resultado de su indolencia: había perdido tantas cosas en el camino que unos cacharros arrumbados no hacían bulto. Se echó la bici al hombro y bajó en el ascensor, esquivó la cháchara de las guardianas con su atuendo deportivo y salió a la calle con una sonrisa en la cara; se encaramó al sillín y comenzó a darle a los pedales; su plan rodaba y hubiese seguido rodando si los piñones no hubiesen saltado antes de llegar a la esquina.

Se bajó de la burra y le dio unas patadas impotentes; le partió unos radios y la abandonó junto a un árbol: no había venido a este mundo para empujar trastos inútiles por la calle; echó a andar ligero de equipaje, como aconsejaba el poeta; pegó un resoplido y se encaró con los curiosos que se preguntaban qué coño hacía un viejo, con pinta de chaveta, vestido de ciclista con una bicicleta carcomida.

Comenzó a caminar con aquellos botines –a medida de los rastrales— que tanto le dificultaban los pasos; el maillot juvenil le cortaba la respiración; le dio una patada a una piedra y siguió adelante. Su hija lo esperaba nerviosa en la puerta de la calle con el perro atado a una cadena; lo vio llegar acalorado, le echó una mirada plagada de reproches y le largó al terrier.

—Desde luego, papá, no se puede fiar una de ti: me dices que vas a llegar a la hora y apareces cuando te da la gana… ¿De qué vienes vestido?

—De ciclista, ¿no lo ves? Me ha dicho el médico que necesito hacer deporte.

—¿Con esa ropa tan estrecha?

—Me puse una vez este maillot cuando era joven. No sabes el trabajo que me ha costado enfundármelo. Menos mal que el pie no me ha crecido como la barriga: jamás me hubiese podido poner los botines.

—¿Y dónde está la bicicleta?

—Ésa es otra historia.

—Pues me la cuentas otro día, que hoy es tarde... Déjame cincuenta euros para echarle gasolina al coche.

—¿Cincuenta euros?, ¿vas de viaje?

—Voy al trabajo; un poco tarde, por cierto.

—Confórmate con diez: como vengo vestido de esta guisa, apenas traigo dinero.

—¡Cada día estás más roñoso!

—¡Qué culpa tengo yo de mi ruina! ¡La crisis no respeta a nadie!

—Está bien, trae; y ten cuidado con Pepe, no se lo vayan a llevar los laceros como la otra vez.

A solas con Pepe, le echó un vistazo. Aquel sicópata canino necesitaba un baño: los chinchorros anidaban en sus orejas y la mugre le cubría el lomo, le enmarañaba el pelo, le daba trazas de vagabundo. Se notaba falto de cuidados, que comía pienso cuando se acordaban de llenarle el plato; quizás por eso no le hacía caso a nadie y desenvainaba sus colmillos con frecuencia; venía a pasarle como a él: comía fuera más que en casa; entretenía el estómago con las sobras del mercado. ¿Tú tampoco sabes freírte un huevo?, le preguntó.

Le quitó el collar, con el ánimo de eludir responsabilidades y el propósito de soltarlo para que se fuese a cagar lejos de su vista; no les había quitado la mierda a sus hijas y no le iba a recoger ahora los mojones al perro. Pepe sacó los dientes en cuanto se vio libre y enfocó con ojos vidriosos a un dálmata que acompañaba a su dueño a la hora del aperitivo en el bar de enfrente; gruñó y cruzó furioso la calle; él intentó detenerlo con un torpe ademán y dio un traspiés; las costuras del maillot saltaron por detrás y quedó plantado en la acera con la espalda y el culo al aire.

Pepe se tiró al cuello del dálmata sorprendido; lo revoleó, volcó mesas, derramó cervezas y vinos; empapó a la clientela antes de fijarse en un gran danés que paseaba en compañía de un humano; su instinto suicida proclamó sus ganas de guerra; saltó la baranda del negocio y se enfrentó al grandullón a cara de perro; se metió bajo sus patas y le agarró un bocado en los huevos; zamarreó sus atributos cuanto quiso y se revolvió contra el dueño que pretendía espantarlo a patadas; atrapó el tobillo entre sus mandíbulas y lo dejó cojo por una temporada.

El Apagao volvió la cabeza y miró a otro lado: llamarlo a voces Pepe equivalía a que muchos josés volviesen la cabeza y el aludido no hiciese caso. Tenía cuestiones más importantes que resolver; por ejemplo, ir al chino de la esquina, agenciarse una toalla para taparse el trasero, y largarse a la otra punta del barrio, a una taberna donde no entraba casi nadie, para tomarse una tapa y leer la prensa deportiva.

Al llegar su hija, no supo darle noticias del perro: lo había soltado en el parque cercano, para que corriese un poco, y se había ido tras una perra en celo.

—¿Otra vez me vas a contar el mismo cuento, papá?

—La gente debía dejar a las perras en casa, cuando están en ese estado. Tú te recogías muy pronto, cuando eras adolescente.

—¿Qué quieres decir, papá?

—Sólo digo que se debe tener más cuidado.

—Si tú lo tuvieses, sabrías dónde está Pepe.

—Ya te lo he dicho, está ocupado.

Pepe apareció medio muerto tres días después, herido por doquier: se podían rastrear las huellas de los colmillos en su cuerpo. Llegó solo, como juntas llegaron después las demandas: se sirvió una bandeja de chuletas en un almacén de carne y se ensañó con el dependiente que lo persiguió con el palo de una fregona; se despachó un pollo entero en el mercado y rondó con éxito el puesto de la casquería; asustó por igual a niños y mayores; tiró a un viejo en una contienda perruna y lo mandó al hospital; sembró el pánico en los bares y atacó a las mascotas que esperaban a sus dueños en las puertas de las tiendas; soltó su rabia, mordió a destajo, y no dejó un perro sano en los contornos.

Su hija le aseguró que jamás volvería a pedirle ningún favor: seguiría el ejemplo de su hermana, que no había vuelto a llamarlo desde que perdió al niño en el tobogán del parque infantil por tercera vez.



9

Ese crío insolente exigía tener la última palabra; era un pelma redomado; un coñazo, por muy nieto suyo que fuese; bien haría su hija en sembrar el respeto a los mayores en su mollera antojadiza; decirle que hiciese caso al abuelo y no le hiciera correr detrás de él; avisarle que estaba mayor, que prefería andar con reposo a ir al trote; enseñarle cuatro cosas y prestarle más atención, aunque él –en su momento— no se hubiese ocupado mucho de ella.

El niño pedía chucherías a granel y se ponía a patalear si no se las compraba; cogía un berrinche y se tiraba el suelo; se levantaba de un salto y se iba corriendo; se alejaba y lo dejaba arriado junto al puesto. Unas veces regresaba con los mocos colgando y otras lo recogía una vecina por la calle y lo llevaba a su casa, le daba de merendar y le ponía una película de dibujos animados. Avisaba a la madre y le hacía saber dónde estaba.

En esos casos, su hija perdía los papeles y le montaba una pajarraca telefónica; se desgañitaba, mientras soltaba reprimendas al tuntún, como si el capricho de alzar la voz fuese a concederle la razón; él se limitaba entonces a esquivar su arrebato: tachaba de superflua su actitud, sabiendo —como sabía— que su niño estaba a salvo con su amiga.

Tantas golosinas dañaban los dientes, al precio que estaban; ese pillo las quería por sacos y él no estaba dispuesto a cargarlos; así que podía ahorrarse la madre el enfado; ese mequetrefe campaba a sus anchas, pero no habría necesidad alguna de llamar a la policía para que fuese a buscarlo; él estaba dispuesto a esperarlo cuanto hiciese falta, sentado en la confitería cercana al quiosco, tomando café y leyendo la prensa.

Sus dos herederas eran harina del mismo costal; ya podía la otra llevar al siquiatra canino a ese cruce de chucho callejero y terrier demente; un bicho pendenciero con tan mala leche que, si la vendiese en cántaras, nadie la compraría; ya podía lavarlo y quitarle las malas pulgas, antes de meter a su padre en el embolado de lidiar con un animal salvaje de mandíbulas insensatas, después de obligarlo a coger la bici en un estado lamentable; debía haberlo llamado un mes antes; darle tiempo para buscar a alguien que le hiciese un apaño a la burra y le lijase el manillar, le limpiase la cadena y vistiese de limpio el cuadro con un espray; que le hiciese los arreglos necesarios para salir a la calle con una máquina fiable y no hacer el ridículo en la avenida.

No gastaría un euro más en ellas: le quedaba el remanente preciso para evitar alguna que otra contingencia; siempre tuvo la espalda cubierta y así la quería mantener, aunque ahora sólo se pudiese echar por lo alto una toalla raída a modo de manto romano. Se les había acabado el cuento a esas dos pajaritas instaladas en nido ajeno: no estaba dispuesto a mantener tres casas; ya podían cerrar el pico y dejar de piar a los cuarenta años: estaba harto de soltar parné; se habían acabado los cuencos de sopa boba; jamás les permitiría hacerse un café de pucherete con las escurriduras de su añorado capital.

Había llegado el momento de tirar las malas costumbres al cubo de la basura. La eternidad no existe donde impera la fecha de caducidad. Las épocas buenas se van y las malas llegan con el paso cambiado; él bien lo sabía: el dinero fácil vuela de las manos; a veces se pierde por el camino y no llega a entrar en el bolsillo; se lo lleva cualquier buitre entre sus garras; cuesta poco ganarlo y viene a tener el valor de los billetes en las timbas: si ganas derrochas y si pierdes perdiste; pero él no dilapidó sus cuartos en farras: los perdió poco a poco; gota a gota; el grifo tenía la zapatilla pasada y no se molestó en arreglarla; la gota se hizo un chorrito y el chorro un caño; el agua se fue cuesta abajo, mientras él la dejaba correr pensando que nunca se acabaría la mamela.

La penuria apretaba y cortó amarras, dispuesto a espantarlas: le molestaba que revoloteasen cerca de su esmirriada caja de caudales con la intención de posarse sobre ella; soñaban despiertas, cuando él lo hacía dormido; mejor les vendría quedarse quietas; él iba unos pasos por delante y ellas debían conformarse con su papel de discípulas aventajadas: ya las veía venir cuando eran dos micurrias en pañales y aún debían comer muchos bollos para ponerlo en un aprieto: su dinero tenía dueño y no se admitían pellizcos ni repartos.

Nunca lo ataron los lazos de sangre en su afán de engordar su patrimonio; su cuenta corriente siempre estuvo muy por encima del trato familiar; el cariño de los suyos carecía del hipnótico sonido de las monedas, de la seductora perspectiva de vivir de las rentas; allá cada cual; muchas fortunas proceden de la época de los piratas y todo el mundo cierra la boca; con el paso de las generaciones, los malandrines consiguen el respeto de la plebe y se ríen de los pobres, mientras viajan en un tren de vida repleto de prebendas al que los menesterosos no pueden subir; él había aprendido algunas nociones de historia en su colegio de pago y se aplicó el cuento; sacó a relucir sus ínfulas de aguililla y arrampló con dineros y propiedades; se comió el pastel entero y, cuando despertó de la pesada digestión, se encontró con la bandeja vacía y un regusto insípido en el paladar.

Al contrario de esos potentados, careció del arrojo necesario para conservar los cofres llenos de tesoros contra viento y marea; fue incapaz de enfrentarse al oleaje con su traje de marinero de agua dulce; no supo desplegar las velas en mar abierto y naufragó en el vasto océano de la vulgaridad; pudo comprobar que los mamelucos destinados a perderlo todo se quedan sin nada.

Encalló a la vejez y se quedó a solas con sus lamentos económicos, enfrentado a la desdicha con la única compañía de la ilusión óptica que le negaba sus favores a diario.

—¿Hoy tampoco tienes ganas de follar?

—Tengo las mismas de todos los días: los entes imaginarios no echamos canas al aire; vamos a lo práctico y nos ahorramos los disgustos que acarrean los romances.

—Aquí nadie está hablando de amores. No te pongas romántica, que sólo se trata de echar un polvo. Haz bien tu trabajo y acompáñame como es debido.

—¿Trabajo? No hables de esas cosas, si no quieres que se te eche encima la Seguridad Social.

Le decía que no con la cabeza y lo ponía en el disparadero; se plantaba en medio de la sala y la insultaba a boca llena; la señalaba con el dedo, invadido por la tirria; se cabreaba y protagonizaba una rabieta al estilo de su nieto; le echaba miradas despectivas y le cambiaba la faz a su antojo; la envejecía, le ponía aspecto repelente de vacaburra rancia; le achacaba que engordase a diario y la acusaba de vaciarle la nevera.

—Levanta ese culo seboso del sillón, so guarra. Otra vez me has dejado sin cena.

—No me hagas reír: nosotras no tenemos necesidad de probar bocado: vivimos tan contentas del aire. Tenemos dentadura por una cuestión de estética.

—Eso dices tú, pero cada día estás más fondona.

—Eso te parece a ti, que estás medio cegato.

—Eso crees tú con tu pinta de vieja pelleja. Ya te puedes largar; no te vaya a dar un mal aire y al final sea yo quien tenga que cuidar de ti.

—¡Ay, qué disparate! Yo soy inmune a las enfermedades: ni toso en invierno ni ardo de fiebre en verano. Estoy siempre como una rosa… aunque a veces tenga que aguantar lo mío: ya echo de menos al desgraciado de la residencia. Daba asco mirarlo, pero no andaba todo el rato con el bote de viagra en la mano.

Las broncas levantaban ampollas: él pretendía que le limpiase la casa para ganarse el sustento, ya que estaba incapacitada para satisfacerlo con prontitud y eficacia.

—Yo no he pegado un escobazo en mi vida: barrer es una costumbre vuestra. ¡Qué culpa tengo yo, si os dedicáis a comprar pisos para luego tener que limpiarlos! Si aprendieseis a vivir en las nubes, no tendríais que fregar suelos.

—Eres una perra: la asistenta chismosa que despedí se afanaba más que tú. Ella era capaz de distinguir entre un lavavajillas y la lejía, un trapo de cocina y un plumero.

—Jamás he sentido curiosidad por los artículos de limpieza: conocer las propiedades de esos líquidos no entra dentro de mis funciones; lo mío es facilitaros la vida; y para que lo sepas, tenéis que aguantarme queráis o no; siempre os esperaré a cierta edad; al final del camino, no tenéis otro remedio que daros de cara conmigo.

Las discusiones se disparaban, cuando él le exigía aumentar sus dosis de cariño y se emperraba en tumbarla en el sofá.

—Madre mía, ¿a qué casa he venido a parar? Ojalá fueses un viejo verde y mirases a las muchachas pasar: así me dejarías tranquila.

Entrada la noche comenzaban los portazos destemplados, los gritos en la escalera, los porrazos en el ascensor. Las llamadas de los vecinos a la policía.

Tuvo suerte al ver llegar al primer patrullero al bloque: estaba cerca de la ventana cuando le aseguraba a voz en grito a la tercera edad que la almeja le olía mal; desde allí observó a un puñado de vecinos conspiradores rodear al vehículo a la luz de la farola y señalar su piso.

Recompuso la figura ante la visión: aquellos chivatos iban en serio; corrió al dormitorio, abrió un cajón del armario y sacó un pijama en buen uso; se echó por encima su bata más aparente y se calzó las zapatillas nuevas; se fue a la sala, puso una película en la televisión, sentó sus reales en el sofá y esperó en esa postura que llamasen a la puerta.

Tiró de catálogo cuando sonó el timbre; le sacó jugo a las apariencias y abrió la puerta con una amabilidad rayana en el peloteo; puso cara de bueno; se mostró sorprendido por la presencia de los locales y preguntó la causa del revuelo creado en el descansillo. Hizo pasar a la pareja y les dio a los vecinos con las puertas en las narices.

Les mostró la vivienda a los agentes; como podían ver, estaba solo: jamás había llevado una puta a la casa de sus hijas. Eran los vecinos quienes dejaban abierto el portal y le facilitaban la entrada a esa mujer; él tan solo la bajaba en el ascensor; la acompañaba hasta la puerta y la cerraba con llave. Jamás le había pegado un grito: padecía de la garganta desde chico y estaría afónico en ese caso.

Les ofreció un vaso de agua fresca: la asistenta se había marchado y él llevaba unos días pachucho y no había podido salir a comprar a la calle; pidió disculpas y se quejó de las enfermedades que debía soportar a solas; deslizó que algunos vecinos lo presionaban para que malvendiese la casa; su piso era de los más grandes y ellos necesitaban su amplitud; una aprovechada se lo quería comprar porque deseaba recoger a su madre y necesitaba un dormitorio más; otro espabilado, con muchos hijos, había tenido otro más; un tercero lo deseaba para un hermano a quien le gustaba mucho la zona, y un cuarto pretendía negociar con él.

Les creó una duda razonable y los dejó partir, les abrió la puerta y los enfrentó a la voracidad informativa de los vecinos que esperaban noticias frescas.

—¡Cómo que no hay nadie, claro que hay alguien!

—Le aseguro, señora, que no; dentro, sólo está el propietario.

—Estaría la furcia debajo de la cama o metida en el armario.

—¿En el armario?

—Como ya les he dicho, señores, ahí dentro no hay ninguna mujer.

—¡Y entonces a quién le chilla! ¿A las paredes?

—Si le chilla a las paredes, está loco.

—Debo decirles, señores, que el hombre no está afónico.

—Pues claro que no; no lo hubiésemos llamado a ustedes si no tuviese voz.

Después de escuchar improperios tras la puerta, la abrió en actitud amable y les pidió a los policías el favor de disolver el tumulto, pues tanto ajetreo le molestaba. Los vecinos se encresparon, pero los locales aplacaron sus ánimos; les pidieron por favor que despejasen la escalera y se retirasen a sus casas; pacificaron el bloque y se despidieron; se montaron en el coche sin saber a qué carta quedarse después de instaurar la paz. La situación tenía sus filos; o era un viejo chiflado, asqueroso y gritón, o era un pobre hombre acosado por una patulea de granujas interesados.

La cuestión hubiese quedado quizás en el alero, si el Apagao no se hubiese desbocado la noche siguiente: persiguió en pelotas a la tercera edad por los pasillos y salió tras ella a la calle en pleno delirio; gritó obscenidades en la oscuridad, despertó a los dormidos y les ofreció el espectáculo gratuito que lo llevó a la antesala del siquiátrico.



10

Sedado hasta los tuétanos, pasó por alto el aire viciado del sombrío ambiente del pabellón. La puerta cerrada, el vigilante al otro lado, el pasillo enlucido con azulejos marchitos, la sala del fondo con una triste televisión en alto; los pacientes empachados de brebajes; las miradas disipadas, los gestos insólitos, las babas escurridizas.

Pasó unos días tumbado en su cama, envuelto en la nebulosa de los fármacos; alelado y desvanecido, encontró tres razones a tener en cuenta en aquel improvisado encierro: al fin podría tomarse un respiro, a resguardo de las puñaladas traperas de sus vecinos; y no sólo eso: allí le preparaban la comida y le ahorraban la visita diaria al bar cochambroso donde se hablaba mucho de asistentas bocazas y guisos de cucarachas; y aún más: el servicio de limpieza del hospital lo liberaba del penoso engorro de pegar escobazos en una casa convertida en covacha.

Apenas le afectaba el infortunio de perder a ratos la cabeza, pues el personal sanitario se encargaba de salir al rescate de su mollera; eran los siquiatras quienes debían demostrar su oficio y apartarle de los caminos enajenados; en sus manos depositaba sus cuitas, como antes les entregaba a los mecánicos las llaves de su coche estropeado.

Sólo lo zahería un problema: había llegado desnudo, sin un euro encima, y desconocía las tretas para andar por el mundo a dos velas. Debía llamar a sus hijas, aunque no tuviese ganas; necesitaba con urgencia su tarjeta bancaria; podía dar por perdidas la calderilla de los bolsillos y las perras guardadas en el cajón de su mesita de noche, pero jamás les facilitaría la clave secreta; no les daría la oportunidad de vaciar su cuenta mirando al tendido; no las mandaría a sacar dinero, aunque les crease esa ilusión: las dejaría hacer cábalas sobre las diversas maneras de agotar el saldo y luego les daría esquinazo; les pondría el cebo y las recibiría felices y contentas, embriagadas con el anhelo de asaltar el cajero automático.

—¿Te hace falta sacar dinero, papá?

—No, todavía me queda algo. Puedo tirar con lo que tengo.

—¿Cómo te va a quedar algo, si te cogieron desnudo?

—Tú sabes que yo no salgo sin nada a la calle, siempre llevo dinero por si acaso.

—¿Y dónde lo llevabas?

—Dónde lo iba a llevar, en el puño.

—¿Ése que tienes cerrado?

Las vio marcharse con los caretos agriados y supo que pronto harían una nueva intentona: le habían traído el teléfono móvil para estar pendientes de sus necesidades monetarias; estaban a la que saltaba, aunque persiguiesen quimeras insensatas. Pronto pensaba dictarles una nueva lección, pues en el mundo hay gente para todo y él se daría trazas para encontrar a una persona sensata y honrada que le hiciese el favor de acercarse al banco sin malas intenciones.

Esa expectativa le fortaleció el ánimo: prefería tener caliente la cartera a la comida, aunque allí pudiese disfrutar de ambas cosas sin necesidad de decantarse en un asunto tan espinoso; aparte de ese tema, había cuestiones que superaban sus expectativas: hombres y mujeres pululaban en aquel caos y algunas féminas se echaban encima como locas; abrían braguetas a su antojo, sin los remilgos pasados de moda de la tercera edad. A él le gustó una cincuentona con estilo, que conservaba modales de buena familia, aunque hubiese salido rana; una hembra con cierto recato que evitaba en lo posible montar escándalos: se sentaban juntos en la sala a ver películas en la televisión y se masturbaban debajo de la mesa.

La vida podía ser llevadera en aquel microcosmos claustrofóbico, si uno se abstraía del personal que lo rodeaba; contento con su conquista amorosa, su gozo aumentó cuando conoció a la hermana de su palomita un día de visita; una señora de alta alcurnia que no se rebajaría a trastear en la cuenta corriente de un pobre arruinado; una dama incapaz de caer en una tentación indecorosa. La candidata perfecta para cruzar la calle y acercarse a la sucursal bancaria.

—No te preocupes, hombre. Ahora mismo llamo al chófer y le digo que cruce la calle.

—¿Es de fiar su empleado?

—Federico sirve en casa desde hace muchos años; cogió el puesto de su padre, que lo heredó de su abuelo. Todos se casaron con criadas del servicio y le puedo asegurar que en la mansión nunca ha faltado una cuchara de plata. No hablemos de dinero o de joyas. Federico, como su padre o su abuelo, nunca se llevaría las llaves del Rolls Royce.

—Yo le estaría muy agradecido, si usted me hiciera ese inmenso favor; así podría invitar a su hermana a un refresco, mientras vemos una película en la televisión.

—Es usted muy generoso, no se preocupe por nada. Federico está muy acostumbrado a ir y volver de los sitios. Suele hacer los trayectos en auto, pero siempre hay una excepción y esta vez hará el mandado a pie.

Se alió con los billetes, los sacó a relucir a cuentagotas y se adueñó de algunas voluntades quebradas; sobornó a pacientes con cigarrillos y bebidas esporádicas y los puso a su servicio; sintió de nuevo el regusto del poder, la dicha de ser un potentado entre una caterva de tiesos; recordó con nostalgia épocas felices, cuando su palabra era ley entre sus empleados. El mundo volvió a ser redondo como las monedas de euro.

Saboreó las mieles del éxito y amplió su campo de acción sexual; aprovechó su rango recién estrenado para cogerle las tetas a las chifladas que lo visitaban en busca de unas monedas para sus gastos perentorios; pensaba formar un harén, cuando su collera se plantó en sus trece: no estaba dispuesta a compartir amores ni a coleccionar enfermedades venéreas contagiadas por ninfómanas. Le apretó las tuercas y acabó con sus veleidades de don Juan: le hizo saber al tenorio que tenía las horas contadas.

Sólo un interno lo soliviantaba: un hombretón de campo, ancho y fuerte como un alcornoque centenario, con manos poderosas y dedos robustos a modo de rastrillo. La barba cerrada, los ojos espantados, la camisa abierta, el pantalón atado con una guita. Su recia fisonomía lo acobardaba cuando se encaraba con los enfermos en los pasillos; a todos señalaba con descaro, mientras los acusaba sin tapujos: tú has sido, tú has sido. Su voz tronaba, mientras repetía cabezón la simpar letanía. Tú has sido, tú has sido.

Él lo tomó por un enviado de su padre que venía a reprocharle su proceder desde el otro mundo: no había dejado títere con cabeza en una familia unida, donde no se escuchaba una palabra más alta que otra; pasó de ser un crío aprovechado a convertirse en un engendro pernicioso, en un cobardón que no había sabido dar la cara, en un maleador de su madre, en un inútil propenso a la vagancia, en un ladrón soterrado, en un tonto lava incapaz de disfrutar de su vacuo derroche, en un bocazas en detrimento de sus hermanos, en un auténtico hijo de la gran puta, por mucho que su madre no hubiese ejercido tan antiguo oficio.

Esas verdades lo pusieron al borde del precipicio al que jamás se había asomado; lo zamarrearon como a un pelele y lo enfrentaron a su pasado infame; lo hicieron correr a su cuarto y acurrucarse en un rincón; taparse los oídos en una postura fetal, mientras negaba las acusaciones y repetía a gritos yo no he sido, yo no he sido, con voz de ultratumba. Sus pláticas con el más allá sonaban con un eco extraño, como si estuviese metido en una enorme vasija, y fue por ese motivo por el que los internos le apodaron el Tinaja.

Nunca había destacado por sus arrestos y aquel hombretón de una pieza le provocó un miedo atávico que degeneró en pavor. El espanto se le metió en los huesos y no vio otra salida que huir hacia delante y abandonar un lugar donde ya no podía vivir a sus anchas. Las crisis nerviosas se sucedían, pues el campesino repetía su cantinela a todas horas y sólo el bálsamo de su nuevo amor lo consolaba en su desesperación.

Cansado de malvivir con su conciencia, decidió salir del pabellón; con la cabeza en la almohada pensó —en un rato de reposo— en hablar con la hermana de su novia y pedirle que usara su influencia para sacarlos de allí: bastaba una de sus palabras aristocráticas para conseguir un diagnóstico favorable que les otorgase la libertad y les permitiera buscar un paraje romántico donde floreciese su pasión.

Aquella mujer era la compañera ideal; estaba de buen ver y derrochaba educación en los ratos de lucidez; su cuna mullida y su paso por colegios elitistas se percibían en sus ademanes refinados; su buena vida había desembocado en unos hábitos perezosos, dignos de divanes de terciopelo; y ese detalle lo impulsaba a pensar que juntos harían una pareja perfecta: ambos mirarían la vida pasar cogidos de la mano en un idilio perpetuo.

Si no estuviesen los embargos del juzgado por medio, cambiaría a pelo su casa por otra. No era buena época para vender, pero sí para comprar; podía ir una cosa por otra, si se hacían a la par. De no ser por el desaguisado judicial, subastaría su piso entre los distintos compradores del bloque y se compraría una casa en la sierra. Sus hijas estarían encantadas de coger su parte de la herencia materna y bendecirían el cambio de domicilio; se frotarían las manos y no pondrían pegas a la hora de hacer la mudanza por mediación de sus maridos.

Siempre quedaba la opción de alquilar una casa solitaria en el campo, cerca de una aldea mal comunicada que pusiese freno a las visitas de sus retoñas; una carretera sinuosa sería un buen remedio a sus ambiciones desmedidas, pues estaba seguro que acusarían a su pobre palomita de intentar apoderarse de los restos de su capital; se presentarían en su escondrijo y montarían en cólera; un estado de ánimo que no le quitaba el sueño; pues en cólera, como en el caballo salvaje, sólo se puede montar un rato; pasaría el vendaval y llegaría el buen tiempo, aunque cayese un chubasco de vez en cuando. Sus demandas perderían fuerza cuando se cansasen de recargar los móviles, cuando se les estropeasen los coches y no pudiesen arreglarlos; cuando viesen que contactar con él les salía caro.

Vivirían los dos solos, apartados del mundo cruel; contratarían a una asistenta discreta que no malgastase su energía en hablar más de la cuenta; mirarían caer las hojas en otoño, encenderían la chimenea en invierno, pisarían una alfombra de flores en primavera y soportarían el sol del verano; pasarían la vida del sofá a la cama, y de la cama al sofá, y morirían –al cabo de muchos años— después de agotar las existencias de afrodisíacos y pastillas.

Terminó de hilar sus planes y los encontró del todo posibles; se tildó de genio y dio una palmada en el aire; paladeó la excelencia de su mente privilegiada, dio media vuelta en el catre y se echó a dormir.

Sevilla, octubre 2016


 

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