José María Morales Reyes
El Apagao
Para Ángel G. Quirce
1
Sacó de la nevera la olla de arroz cocinada por la asistenta tres días
antes con los escasos avíos encontrados sobre la encimera: un culillo
de aceite, una pizca de sal, un tomate pocho y dos dientes de ajos con
hijuelos. Colmó un tazón, lo colocó sobre la mesa de la cocina y
degustó sentado en una silla una cucharada de engrudo apelmazado a la
hora del almuerzo: esa mujer andaba a la gresca con los fogones; ni
siquiera se las ingeniaba para sisarle una rama de yerbabuena a la
maceta de la vecina, como si la planta tuviese las hojas contadas.
Esa zángana malgastaba las cuatro horas que iba a la semana, aunque las
cobrara; se podía ahorrar los cuartos con ella; despedirla y buscarse
una mujer que fregotease a conciencia y no tirase los productos de
limpieza por el desagüe, que se remangase y supiese trabajar; que
arreglase las habitaciones, tendiese la colada, lavase las cortinas y
planchase la ropa; remendase las sábanas y zurciese los calcetines;
encerase los muebles, abrillantase los azulejos y dejase los suelos
como espejos.
Hacía calor a mediodía; abrió la puerta del lavadero y dio paso a una
corriente de aire; redujo gastos, abonado a la miseria; acabó con el
giro de las aspas del ventilador, pues la consola del aparato de aire
acondicionado llevaba tiempo reducida a un motivo decorativo de dudoso
gusto; detestaba engordar el recibo de la luz y rascarse el bolsillo
después; le resultaba más barato andar en calzoncillos y quitarse a
soplidos las gotas de sudor de la punta de la nariz. Cogió un vaso y lo
llenó de agua fresca.
La gente renegaba del verano, cuando los termómetros coqueteaban
con los cuarenta grados; el personal enseguida se echaba a temblar,
aunque no hiciese frío; sólo había que escuchar a los pintores que
restregaban las brochas en la fachada del bloque: se quejaban del sol
que les daba de plano en los lomos, como si eso fuese
noticia en agosto o no hubiesen tenido un respiro al pintar la parte
trasera a la sombra.
Varado en la soledad de su casa, se asomó a una ventana y echó una
mirada mortecina a la calle; miró a la gente con la apatía
acostumbrada. Tres niñatos capturaban pokemons por la acera con sus
teléfonos móviles; una mujer de veintitantos años con el coño lleno de
pelos y dos tíos como trinquetes con los huevos negros; genuinos
prototipos de la plaga de moda; gentuza mimada por la sociedad del
bienestar que perseguía monigotes con el ahínco desplegado por la
policía con los criminales, que cruzaba al paso calles y carreteras a
la caza de muñecos, que se colaba en túneles y provocaba accidentes,
que metía las narices a su antojo en lugares secretos como si fuesen
espías con carta blanca.
Esos cretinos merecían un escarmiento. Regresó a la cocina y llenó un
cubo de agua en el fregadero, lo llevó a rastras por el pasillo y se
agazapó tras la ventana; apuntó con ojo clínico y volcó el recipiente;
empapó a los vainas que hacían el ganso junto al portal. Se metió
dentro y soltó una carcajada; dio unos vítores con sordina y se asomó
luego al son del barullo formado; se hizo el nuevo con pinta de
caricato; pagado con su gracia, le miró las tetas a la chavala con la
camiseta mojada y celebró la agudeza de su ingenio: había tenido una
ocurrencia de esas que alegran la vista y te iluminan la cara.
Al parecer, no había tomado nota del tropiezo sufrido poco antes por su
costumbre de rayar con el manojo de llaves las carrocerías de los
coches aparcados en doble fila en los bajos de su bloque; había más
autos que aparcamientos, pero esa evidencia le importaba un comino; esa
práctica lo sacaba de quicio y lo incitaba a poner orden en el caos;
por eso se ensañó con un todoterreno recién estrenado y grabó en la
pintura metalizada un muestrario de arañazos.
Fue en ese momento cuando su fortuna se volvió esquiva: el panadero, en
su reparto diario, lo sorprendió con las manos en la masa; él agachó
entonces su cabeza de avestruz y rehuyó la mirada de aquel fisgón
cargado de hogazas; retiró la talega del pomo de su piso y dejó de
comprarle el pan al entrometido; se señaló aún más de lo que estaba,
como si el otro no le hubiese tomado la matrícula.
El hombre fue discreto, a pesar de perder un cliente; desconocía al
propietario del coche y mantuvo la boca cerrada; evitó hurgar en la
herida: el vehículo debía pertenecer a un conocido de un vecino a
quien, desde luego, le había salido cara la visita. Ese golpe de suerte
lo salvó de la quema y reforzó su papel de salvador de la comunidad y
adalid de la justicia callejera.
Aparte de esa nimiedad, tenía otras cuentas pendientes; ronchas como
puños en el debe de su contabilidad existencial; unas veces conseguía
justificar sus fechorías y otras no lograba cuadrar el balance. Su vida
regalada le ajustaba ahora las cuentas: rascarse la barriga le había
resultado caro. Sus desmanes habían comenzado pronto: por ser el
primogénito, y llevarles unos años de ventaja a sus hermanos, el tragón
metía la cuchara en el plato de los chicos y los dejaba a media ración.
Trincón desde la cuna, se crecía ante los débiles; abusaba de ellos y
llegaba a ser despiadado cuando la ocasión la pintaban calva; la pintan
calva porque no se puede agarrar por los pelos, se reía; era un cordero
con pelaje de lobo que salía trasquilado en cuanto alguien con redaños
le enseñaba los dientes: enseguida daba un paso atrás si le tosían
cerca; jamás le plantó cara siquiera a un mosquito: para entablar
semejante combate existían los repelentes.
Sus intenciones quedaron claras en cuanto murió su padre a una edad
temprana; por aquel entonces, él ya era un tío de pelo en pecho que
hacía unos años había terminado sus estudios; aún no le había dado un
palo al agua, pero hizo valer su edad: cogió el timón de la economía
hogareña, conchabó a su madre y se apoderó del negocio familiar.
Hacía acto de presencia en la oficina cada mañana, aunque sus empleados
se preguntaran a qué diablos dedicaba las horas muertas tras su mesa de
despacho; suponían que hacía la fotosíntesis con la puerta cerrada
pues, para la empresa, tenía la misma utilidad que un tiesto de
geranios; ellos pensaban que espantaba el tedio haciendo solitarios en
el ordenador, pero él no cejaba en su empeño de darle vueltas a su
caletre malsano: les había puesto la proa a sus hermanos y elaboraba
planes destinados a dejarlos arriados; quería para sí el pastel entero
y a todos abandonó, uno a uno a la deriva, sin echar la vista atrás.
El negocio llevaba tiempo abierto, estaba bien establecido, y marchaba
–como quien dice– solo: la sapiencia y el buen hacer de los currantes
lo mantenían a flote; ellos laboraban para conservar sus puestos de
trabajo y él se embolsaba los dineros; en su caso, el ojo del amo nunca
engordó al caballo; su falta de vista y su desidia apadrinaron su ruina
al cabo de los años; desperdició el patrimonio familiar sentado en un
sillón y, llegado el turno de los malos sueños, sus manos se
acostumbraron a la calderilla y su vida a la escasez.
Si hubiese despilfarrado los caudales en los casinos, sabría al menos
dónde había echado los billetes; pero no, no había cultivado grandes
vicios que le sirviesen de excusa o viniesen a ofrecer una explicación
del lamentable desaguisado; ni había depositado los posibles en las
ranuras de las putas ni se los había metido por la nariz, enganchado a
la cocaína; ni había bebido hasta salir en ambulancia de un bar ni le
había dado alguna que otra vuelta al mundo a ritmo de chachachá; no
tenía una maldita explicación a mano que justificase su ruina: había
sido un babieca y los caudales se habían escurrido por los agujeros de
los serones que llevaba a la grupa.
Sus años de viudo daban poco juego; sus dos hijas eran unas pencas de
su misma vara y se le habían subido a las barbas; le devolvían con
intereses la educación recibida. Las semillas sembradas ofrecían sus
frutos espinosos y sólo aparecían para pedirle que les sacara a pasear
a los perros o fuese a recoger a los nietos a la puerta del colegio.
Por éstas y otras cosas, los vecinos del barrio comenzaron a llamarle
el Apagao, a cuenta de la sangre espesa que gastaba; a esas
alturas, su carácter anodino había perdido el tenue resplandor de
antaño y ahora andaba a oscuras; su silueta se confundía con su sombra,
mientras arrastraba los pies por los pasillos y maldecía el
trago de ser un jubilado con la pensión embargada, un fulano corriente
como el agua del grifo.
2
La brisa pasó de largo, oculta en la noche; el aire quedó quieto; la
calima abrasó la madrugada; el sofoco ocupó la habitación y lo despertó
empapado en sudor; se quitó con las manos unas gotas del pecho y las
dejó caer sobre la sábana; esa pérdida de líquido se podía consentir;
se eliminaban toxinas y se perdía grasa; dio media vuelta y dejó la
mirada fija en la ventana; con aquella calma chicha, la misma utilidad
tenía abierta que cerrada; soltó un suspiro, cerró los ojos y se estiró
en la cama.
Cercano el amanecer, se levantó abrumado. Buscó a tientas las
zapatillas con los pies y bostezó a placer; apreciaba mucho las cosas
de la vida que salían gratis; o eso pensaba él, aunque hubiese
conocido los números rojos por su costumbre de tumbarse sin descanso a
la bartola. Encendió una luz y enfiló el pasillo. Las últimas
cucarachas se retiraban a sus aposentos en los bajos del fregadero:
habían cogido confianza y andaban con soltura por la solería;
pregonaban su estatus de residentes; no estaban de paso: habían anidado
en un lugar apropiado para criar a la prole. Con las legañas puestas,
quedó pensativo; una albina corría rezagada; quizás había llegado el
momento de gastarse unos euros y comprar un insecticida.
Esos insectos repelentes, antiguos como ellos solos, habían sobrevivido
a las glaciaciones y sabían adaptarse a las condiciones más extremas;
sin embargo, esta vez habían cometido el error de creerse con derecho a
ocupar su casa: ni él les había abierto la puerta ni la asistenta
limpiaba los suelos para que las pendejas no se manchasen las
patas.
Observó sus andanzas en actitud cuasi científica y comprobó que
entraban y salían por un agujero junto al desagüe del fregadero. Al
tanto de sus correrías, ideó una artimaña basada en un supuesto
personal: si él, al volver una esquina, se diese de cara con una
escabechina, con un montón de muertos a navajazos en la acera, volvería
sobre sus pasos enseguida; y si fuese por un paisaje desolado y
desértico y comenzase a ver calaveras y huesos tostados al sol, daría
media vuelta de inmediato. Aplicó el razonamiento a las invasoras
rojizas y creyó dar con la clave para zafarse de ellas: debía
espachurrar unas cuantas y colocarlas patas arriba delante del hueco de
salida; meterles el miedo en el cuerpo con la presencia de congéneres
machacados de manera violenta; así se irían espantadas por donde habían
venido y regresarían a la casa de la vecina, esa quisquillosa que no le
quitaba ojo a la maceta de yerbabuena.
Remangado, se metió en faena; cogió la escoba y comenzó a perseguir a
las condenadas; a todas pensaba darles matarile, aunque le faltasen
reflejos para enfrentarse a su pasmosa viveza; las malditas tenían
patas de sobra para impulsar su cuerpo diminuto y dejaban en ridículo
la lentitud de sus piernas; se escurrían por cualquier resquicio; se
escondían bajo los muebles; lo obligaban a doblar el espinazo y poner
la cara en el suelo para ver dónde se habían metido; y la verdad, él no
estaba ya para esos trotes: odiaba a las voladoras, que lo toreaban con
sus quiebros cuando aterrizaban en las baldosas.
Aceptó de malas ganas los achaques de la edad y echó mano de la
paciencia: decidió cazarlas al rececho; montó guardia en la cocina con
la escoba presta y esperó en silencio; dejó pasar el tiempo en la
penumbra, a la escasa luz del pasillo, sin moverse apenas, hasta que
sorprendió a una despistada de paseo por medio de la estancia; dio
entonces un brinco y le hizo pagar su descaro; la golpeó con saña hasta
que estiró todas sus patas; satisfecho con su táctica, colocó a su
primera víctima junto al desagüe. Poco después encontró un filón en las
camadas de crías, tan fáciles de liquidar; a todas cuantas vio puso en
su sitio: las incautas salían incluso de día, sin saber dónde estaban y
con quién se la jugaban.
Aquellas insolentes jamás se convertirían en un azote; para eso estaba
él, acompañado de su ingenio; para crear un macabro cementerio de
insectos antediluvianos. Acudió por una vez a la constancia, estrenó su
tesón; dio un paso tras otro en pos de la completa erradicación de las
extrañas y pudo comprobar al fin que su determinación lograba los
resultados apetecidos: el optimismo se le subió a la cabeza cuando las
interfectas dejaron de utilizar el agujero de entrada a su hogar. La
treta había causado impacto y ahora rehusaban salir por donde solían.
El éxito del invento lo llevó al éxtasis, pero pasado un tiempo, no muy
largo, la situación volvió a ser la misma de antes: las condenadas, una
vez repuestas, volvieron a las andadas.
El misterio incentivó su cara de asombro: nunca pensó que el efecto de
su remedio fuese tan efímero; de un día para otro, las espabiladas
abandonaron sus temores y volvieron a pasearse por la encimera; allí
había gato encerrado; o cucarachas sueltas; se acercó al fregadero, se
agachó para analizar en profundidad el caso y quedó estupefacto: no
quedaba rastro de las ejecutadas; sus cuerpos habían desaparecido, como
si las puñeteras contasen con servicios funerarios.
Al día siguiente, salió de casa temprano; los miércoles se daba un
paseo con la cabeza gacha, mientras la asistenta hacía sus faenas;
detestaba molestar, andar por medio cuando los demás trabajaban; había
cultivado ese arte toda su vida y no veía motivo para abandonarlo. Poco
antes de salir, arrancó una hoja a una agenda vieja y escribió en el
papel amarillento una nota escueta destinada a la mujer. A VER SI HACES
ALGO CON LAS CUCARACHAS, la conminó; pero ella, mujer de pocos sesos,
no supo leer entre líneas y contestó en el mismo papel ¿QUIERE USTED
QUE SE LAS COCINE? Sopesó de regreso la respuesta y llegó a la
conclusión acostumbrada: pagarle cada semana venía a ser sinónimo de
tirar el dinero.
Cuando ella se fue con viento fresco, volvió al tajo picado por la
curiosidad; había escuchado que los científicos estudiaban el
movimiento de las extremidades de esas insolentes para diseñar
artilugios en los vehículos espaciales; había oído muchas cosas, pero
el sinsentido de aquellas desapariciones superaba sus expectativas; o
esos bichos eran capaces de moverse una vez muertos o alguien los
quitaba de en medio; y ese alguien no era él, el único ser vivo de la
casa; como hombre de estudios, se vio sorprendido por el enigma;
intrigado, decidió reiniciar el proceso y averiguar las claves del
hecho. Mataría a otra, la colocaría en el sitio adecuado y se sentaría
a esperar el desenlace.
Acabó de mala manera con una que arrastraba una pata; situó a la
difunta junto al desagüe, se sentó en una silla y se dispuso a aliviar
la espera con la lectura del diario deportivo afanado en el bar de la
esquina; a eso le llamaba él sacarle partido a un café con leche; de
vez en cuando, dejaba el periódico a un lado, se agachaba, y echaba un
vistazo en una postura un tanto incómoda a la que buscó enseguida
solución: descolgó un mueblecito del cuarto de baño, con un espejo en
medio, y lo colocó de manera adecuada en el suelo de la cocina para no
perder detalle.
Y fue el espejo quien le devolvió la imagen de una nutrida hilera de
hormigas; en un visto y no visto, las obreras transportaron a cachitos
a la difunta sin dejar rastro; sorprendido por su eficacia, comprendió
que sus carreras con la escoba en ristre sólo habían servido para
llenarles a esas aprovechadas la despensa de cara al invierno. El mundo
de los insectos empezaba a exasperarlo: unos le daban asco y otros
ponían la mesa a costa de sus esfuerzos.
Enojado, retomó la nota y redactó debajo de lo ya escrito QUIERO QUE
LAS MATES; una orden para que la asistenta la leyese la semana
siguiente. Ella leyó el mensaje y contestó con letra de parvulario ¿LAS
MATO Y LUEGO SE LAS GUISO?
3
El viernes siguiente recibió en el móvil un mensaje de la asistenta:
había encontrado una casa muy buena donde le pagaban muy bien cinco
días a la semana; la mala pécora se despedía en plena faena, espantada
por unos simples insectos; esa pueblerina tiquismiquis acostumbraba a
dejar los trabajos a medias: nunca fue capaz de tender la última
lavadora; mustio, chascó la lengua, chabacana a la vejez; la mandó al
carajo con todos sus muertos; a ella y a todos sus temores; se encogió
de hombros y la llamó tía guarra camino de la sala; la maldijo, aunque
su espantada le permitiese enfilar el futuro con un gasto menos.
Se tiró un cuesco y siguió adelante con su vida maltrecha; cambió de
planes: compraría un espray en la droguería y contaría con un aliado
químico mucho más fiable. Cruzó la calle y pidió un bote; se quejó del
precio y aludió a la carestía de la vida, sacó el monedero y dejó caer
en el mostrador el importe exacto; consideró el pago como un mal
necesario y regresó a casa; abrió la puerta y se dirigió al hueco del
desagüe; le quitó el tapón al insecticida, apuntó al agujero y lo roció
a placer; quitó el dedo del pulsador y quedó a la espera.
Enseguida comenzaron a salir en tropel cucas medio asfixiadas con
andares torpes y convulsos en una huida desesperada. Se situó frente a
la salida y les cortó el paso; las remató una a una sin la menor
compasión; las persiguió con tanto empeño y las roció de tal manera que
la atmósfera se volvió irrespirable: le picaban la garganta y los ojos
cuando dio por concluida la refriega. Cerró la puerta de la cocina y se
fue a la ventana de la sala para distraerse un rato y observar si
pasaba alguien por la acera o había un coche mal aparcado.
Asomado paladeó su gesta, se acercó un momento a la felicidad; sin duda
había hecho un buen trabajo; algo infrecuente en su vida; ese dinero
había estado bien empleado: aquel descalabro frenaría la invasión y
traería un poco de paz a su hogar; había dejado el suelo alfombrado de
cuerpos inertes; les había servido un manjar a las hormigas, quienes
ahora se debían ganar el jornal y dejar limpias las losetas; evitarle
el suplicio de sacar la escoba y el recogedor; podía estar seguro, esas
minúsculas descuartizadoras cumplirían con su misión con más seriedad
que la asistenta.
Una hora después, se anudó un pañuelo tras la nuca y entró en la cocina
con la cara tapada; las víctimas de la contienda habían dicho ya sus
últimas palabras; se frotó las manos y abrió la puerta del fregadero
para airear el campo de batalla; sin embargo, las obreras habían
renunciado esta vez a realizar su trabajo y habían dejado a las muertas
donde estaban; no las habían acarreado a la despensa de la comunidad a
la hora de la abundancia; un fenómeno curioso que le llamó la atención;
primero pensó que las pillas eran muy listas y despreciaban los
alimentos contaminados; pero después se decantó por otra posibilidad:
los productos químicos, como bien se sabe, aniquilan a voleo; quizás
las emanaciones insanas habían hecho pagar a justas por pecadoras, sin
fijarse en ninguna de las dos.
Contento con el resultado, se tumbó en la cama y celebró su éxito con
unos cuantos ronquidos. Su aprecio por la vagancia lo dejaba sin
palabras; así había pasado la vida y así la seguiría pasando si la
crisis y las pocas ganas de trabajar de sus operarios no le hubiesen
fastidiado la entrada en la tercera edad; no obstante, aquella victoria
bien merecía recordar épocas pasadas y abrazar de nuevo sus costumbres
holgazanas con el mayor deleite.
Ciertos rumores le amargaron el regreso a su bienestar: la asistenta le
había largado unos cuantos chismes a una amiga que iba y venía con ella
en el autobús del pueblo; otra que se ganaba la vida fregando escaleras
en la capital. La tía guarra la puso al corriente de sus penas y
prendió la llama del cotorreo; le contó historietas que la socia se
encargó de airear mientras limpiaba portales en la vecindad.
—Es un roñoso: no suelta un euro para la compra.
Dice que le gusta ir al mercado, pero la verdad es que no me manda
porque cree que me voy a quedar con la vuelta; irá a pasearse, porque
casi nunca compra nada; el miserable me deja unas verdurillas, unos
puñados de arroz o unas lentejas viudas, y después quiere comer a la
carta. Cierra tanto el puño que se le clavan las uñas en la palma.
—¡Qué cara más dura! No querrá que te lleves los
avíos de tu casa… Mándalo a un restaurante.
—Lo mandaré a una taberna. ¿No te he dicho que es un
rácano?... Quiere que fregotee el piso entero con un chorreón de lejía,
que limpie los cristales con un cubo de agua, el vaho del aliento y
unos periódicos viejos.
—¿No ves tú? Con mi señora, eso no pasa; con ella no
me falta de nada: tengo de todo para limpiar.
—No compares: tu señora tiene clase y ese mangurrino es un viejo
baboso; y un guarro; me deja las bolsas de basura amontonadas y el
fregadero lleno de platos con la comida reseca. Es un puerco: como no
le da con la escobilla, el váter está para verlo; o mejor dicho, para
no mirarlo; y qué me dices de los palominos de los calzoncillos que no
se cambia nunca: quiere que los saque medio nuevos de la lavadora y no
me deja una gota de detergente; el pobre tambor da vueltas a solas con
el agua.
—Madre mía, ¡qué mala suerte has tenido con ese turulato!
— Por esas cosas todavía puede una pasar, pero eso de guisar cucarachas…
—¡Ese tío está mochales! Deberíamos avisar a Sanidad.
—Imagina que se colara una rata por mano del diablo y me pidiese que la
matara, la despellejara y se la guisara. Lo iba a hacer su madre.
—¡Ay, qué asco!
—Te lo digo; ése, con tal de no gastarse un euro en la plaza, es capaz
de freír moscas y rebozar pescado con los caliches de la pared.
—Hija, no será para tanto…
—¿Qué no? Las sábanas y las toallas tienen más agujeros que tela y las
mantas tienen tantos inviernos encima que ya saben el camino de la cama
y salen solas del armario cuando llega el cambio de temporada: han
soportado tantos lavados que ya no recuerdan su color.
—Yo creía que tenía una empresa.
—Eso es, la tenía; pero ya no la tiene. Ahora no tiene dónde rascar: ve
cinco céntimos y los mete debajo de una loseta. El tonto se pone a
ahorrar cuando no le queda un euro.
—Pues dile que me enseñe el truco, a mí me encantaría aprender a
guardar los billetes que no tengo. Me iba a hacer rica en un rato.
—A ti te hará gracia ese desgraciado; pero mi marido le quería partir
la crisma por obligarme a despellejar ratas.
—Si todavía no has despellejado ninguna…
—Todo llega, y él no iba a esperar sentado; no veas el trabajo que me
ha costado pararle los pies; si le da un bofetón a ese tontaina, nos
arruinamos con los gastos del hospital; nos pediría un dineral; conoce
a muy buenos abogados de sus tiempos de negociante y nos sacaría los
higadillos; tendríamos que empeñar la casa, los muebles, las gallinas,
el cerdo y todo lo demás; y él seguiría ganándose la vida como siempre,
tumbado en el sofá de su casa.
—Que le den morcillas: tú ya lo has perdido de vista y las dos lo vamos
a celebrar con unas cervezas fresquitas en cuanto lleguemos al pueblo.
—Bueno, nos las tomaremos; pero a ese fantasma no le des morcillas, que
se las come.
Esos infundios lo asaltaron a la entrada de la noche en un bar cutre
que servía por las mañanas menús baratos a los currantes que faenaban
en el barrio; por las tardes, el dueño se conformaba con atender a las
partidas de dominó de los jubilados y a los cuatro tiesos que se
dejaban caer por el local. El resto del personal pasaba de largo:
despachaban bacaladillas por pijotas, potón por pulpo, y olía a aceite
rancio en la puerta del negocio; sin embargo esos detalles no parecían
afectarle de últimas al Apagao, una vez desechadas sus costumbres
sibaritas de antaño: servían hasta el borde los platos de cuchareo y
eran generosos con los segundos; incluían en el servicio cerveza o vino,
pan y postre; un condumio más casero que el de su propia casa; los días
que en su casa había algo, aparte de unas latas.
Solía acomodarse en un rincón a leer la prensa deportiva; no había dado
una carrera en su vida, pero le gustaba mucho observar los derroches
físicos de los demás; apartado, miraba a los parroquianos; gente
humilde a quien echaba la misma cuenta que prestó en su día a sus
antiguos empleados; por su gusto, los miraría por encima del hombro, si
tuviese el valor de hacerlo y no juzgase más seguro contener sus gestos
en terreno ajeno.
Pidió una cerveza y un chorizo al infierno; le prendió fuego al alcohol
y empezó a darle vueltas a la chacina; tenía hambre, ganas de comer,
cuando escuchó los primeros comentarios; los jugadores de dominó
parecían distraídos y los compañeros no se enfadaban cuando al otro le
ahorcaban el seis doble; sin duda tenían ganas de guasa cuando se
referían a los guisos de cucarachas y los condimentos que debían
echarse en la olla, donde no podía faltar una hoja de laurel.
Lo señalaban con la mirada, se daban codazos y se reían por lo bajini;
no se partían de risa porque el dueño del garito no se lo permitía: el
hombre defendía a su clientela, fuera quien fuera; por eso se le arrimó
e hizo un aparte con él.
—Lo que pasa es que la mujer que iba a su casa se ha
ido de la húmeda y se ha pasado tres pueblos, el suyo y dos más.
—¿Qué ha dicho esa bruja?
—Que la casa estaba llena de cucarachas y que usted quería que se las
guisara.
—¿Quién se puede creer semejante majadería?
—Pues cualquiera que se lo proponga. ¿No se creen lo que largan los
políticos? Hay gente para todo. También dice que la iba a obligar a
despellejar ratas como si fuesen conejos.
—Esa mujer no tiene dos dedos de frente: el coco que tiene no se sabe
de qué árbol cayó. Yo sería incapaz de darle un bocado a un
saltamontes, pero los mejicanos se los comen fritos; los venden en
cartuchos, como aquí las castañas asadas; los mejicanos se los comen,
pero yo no como saltamontes ni cucarachas… Y los niños de la selva
amazónica cazan tarántulas y luego las asan, les queman los pelos y se
dan un banquete; pero yo tampoco como arañas; ni arañas ni perros, como
los chinos.
—Pues dice cada cosa…
— Que diga lo que quiera, yo sólo le comenté que había visto una
cucaracha en la cocina y que la matara si ella volvía a verla. ¿Para
qué coño la querría yo viva? ¿Y cuándo le he dicho yo que la echara
muerta a la olla? ¿Tú has visto que yo pida aquí cosas raras?
—Hombre, esas cosas aquí no se despachan…
El Apagao se llevó las manos a la cabeza y proclamó su inocencia en
petit comité: nadie en su sano juicio podría pensar que fuesen ciertas
esas barbaridades; él era una persona normal y comía como todo el
mundo; chorizo al infierno, por ejemplo; o calamares a la riojana
o cola de toro, aunque fuese de canguro; la cocinera bien sabía lo que
comía la mitad de las veces; lo único que había hecho él, con respecto
a las cucarachas, era llamar a una empresa especializada en
desinsectación para que acabase de manera radical con ellas.
4
Los problemas llegaron de la mano. El vecindario clamaba por los
metódicos ataques cometidos contra los vehículos; se pedían
explicaciones en los corrillos y se buscaban culpables; en los portales
se escuchaban voces y en las caras se veía enfado; tanta actividad no
venía a cuento; quien fuera, parecía llevar comisión de un taller de
chapa y pintura.
El panadero ató cabos y arrimó unos troncos a la candela encendida por
la asistenta; abandonó su silencio cómplice, apartó sus dudas
iniciales, y confesó la escena presenciada; relató el suceso y
descubrió el misterio; lo acusó a pecho descubierto y aseguró que eran
ciertas sus palabras: lo había pillado in fraganti una mañana de
reparto.
Aquella confesión alborotó el patio, removió los cimientos del bloque.
Los vecinos se preguntaban cómo un empresario modelo —hasta hacía bien
poco— había perdido la chaveta de esa manera; con la crisis, los
negocios caían como chinches; y con el tejemaneje de los mangantes del
gobierno, más; muchos habían pegado el cerrojazo y miraban estrellas al
relente pero —aun amargados— conservaban la compostura y no hacían el
gamberro: se limitaban a pasar el mal trago lo mejor posible.
—¿Queréis decir que se ha vuelto mochales por vestir ahora ropa de
mercadillo?
—Eso salta a la vista, tiene pinta de pobretón.
—A la cara se le ha ido el color.
—Y mira al suelo como si algún día fuese a encontrar su fortuna tirada
en la acera.
—Parece un espectro.
—Anda, mira la otra, ¿por qué te crees que le llaman el Apagao?
—Un momento, señores, todavía no se puede asegurar que haya sido él;
hay que buscar pruebas; vigilarlo por turnos y pillarlo en el acto;
grabarlo en plena acción con un móvil o una cámara. Cogerlo por el
pescuezo y exigirle pagar los daños.
—¿Y cómo va a pagar si no tiene un euro?
—Quién sabe cuánto parné habrá quitado de en medio: yo me conformaría
con la mitad de algunas ruinas.
—Ese pánfilo no se ha quedado con nada, ¿no ves lo roñoso que
está?
—Siempre ha sido tacaño; pero antes, con dinero fresco en la cartera,
lo disimulaba mejor.
Pegado a la ventana, escuchó los murmullos del portal: palabras gruesas
subían etéreas y se iban volando por el aire; soñaban los afectados si
pensaban que sus sospechas harían un alto en sus orejas: ya había oído
bastante para saber que no deseaba escuchar más; se rio para sus
adentros y se fue a la cocina en busca de un vaso de vino peleón y un
trozo de queso; sobre la tabla, apartó el moho que envolvía la cuña y
cortó una loncha muy fina; apreciaba mucho su elaboración artesanal y
no quería que se le acabase aquel tesoro gastronómico; quizás por ese
motivo, llevaba demasiado tiempo guardado en la nevera.
Los vecinos habían hablado —muy a la ligera— de indemnizaciones; claro
que había rescatado restos del naufragio, pero ese poco o mucho que le
quedaba lo mantenía a recaudo: le gustaba saber que ese dinero estaba
ahí por si un acaso. No era el sino de su vida quedarse sin nada.
Estaba acostumbrado a guardar las formas y presentar la otra cara, a
salirse con la suya disfrazado de santo varón, a escurrir bultos y
esquivar acusaciones con el desdén propio de las personas con caché
económico. No pensaba transigir con ninguna exigencia: se pusiera como
se pusiera, quien se quisiera poner, el enredo no tenía más recorrido
que la verborrea de un repartidor enfrentada a la palabra de un
propietario que llevaba viviendo en el lugar tanto tiempo como el que
más; de los coches, sólo podía decir que se compraban nuevos y se
vendían viejos, que se mandaban a la chatarra cuando no servían para
otra cosa.
Ranciaba en las contestaciones que regalaría a quien osara aludirlo,
cuando la vecina de la yerbabuena se asomó por la ventana del fregadero
y le expuso sus quejas: su marido había dejado de pintar el suyo,
cansado de hacerlo todos los meses.
—Demasiados gastos fijos tenemos ya.
—¿Quién me ha señalado?
—Uno que te vio todo con sus propios ojos.
—Hombre, pues claro, no va a usar los de otro;
aunque sí podía dejar quieta la lengua. Hay otras maneras de
distraerse… ¿Quién dices que es el lince?
—Uno que sabes muy bien: tú también lo viste a él.
—No me digas…
—Sí, él vio que tú lo viste.
—Espero que no use gafas...
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo las uso y veo muy bien.
—Pues nada, qué quieres que te diga, recomiéndame a
tu oculista.
—¿Y por qué entonces le has dejado de comprar el pan?
—¿Al panadero?
—Sí, al panadero.
—Pues por qué va a ser, porque ya no trae auténtico
pan de pueblo. Han debido cambiar la masa y no lo cuecen como antes. El
precio lo mantienen, pero la calidad ha bajado mucho. Esos catetos se
han paseado tanto por la ciudad que han aprendido a trajinar lo suyo.
Ahora nos quieren tomar el pelo.
—¿Dices entonces que es mentira?
—Eso es tan evidente que ni lo digo. Ni quito ni
pongo palabra, las banalidades las escucho como al agua de la lluvia;
para oír majaderías, prefiero mirar esa maceta tan frondosa de
yerbabuena que tienes ahí. ¿Le echas mucha agua?
—Le echo la que me da la gana; como te vea
arrancarle una hoja, te enteras.
—Las hojas las cogía la tipa esa para cocer arroz. Yo le reñía siempre,
pero ella no me hacía caso; por eso, entre otras cosas, la despedí la
semana pasada. No era de fiar: la mandaba al mercado con un billete y
me traía tres papas y una lechuga.
—¿Acusas de ladrona a esa buena mujer?
—Yo no acuso a nadie, pero me preocupo del dinero que no me sobra.
—Bueno, a todo el mundo se le acaban alguna vez las alegrías. Ya estoy
cansada de hablar contigo. Ten cuidado con mi marido, si te lo
encuentras en el ascensor.
La vecina zanjó el diálogo, le dio la espalda de regreso a sus
quehaceres, y él aprovechó la coyuntura para echarle un vistazo lascivo
a su culo respingón; le arrancó luego una rama a la maceta y entró en
su cocina oliendo la yerbabuena. Su marido siempre había sido un
bocazas: nunca se atrevería a pegarle a un viejo en el pasillo. Cortó
otra loncha de queso y continuó con su tentempié; en verdad estaba
bueno, así tenía el precio que tenía. Ya podían cantar a coro la
traviata los vecinos, de peores atolladeros había salido: estos
incidentes de poca monta irían en letra chica en el tomo de sus
jugarretas.
Le costaría poco trabajo enfriar las calenturas mentales de la
asistenta: sus dislates no se podían mantener en pie. No se veían ratas
en el bloque y, si no las había, no se podían echar a la olla. No
estaban en la China de Mao, donde intentaron acabar con una plaga
poniéndole precio a la cabeza de los roedores; en un principio, los
hijos de la revolución cultural mataban las alimañas, les cortaban las
colas, las ataban en un ramillete, y pasaban a cobrar; pero luego
decidieron criarlas y hacer negocio con el edicto. Quién sabe si luego
cocinaban las ratas de campo, tan limpias ellas.
Esas salidas de tono reforzarían su postura, le allanarían el camino
para vestir con ropajes falsos los dichos del panadero; un vidente de
la harina incapaz de admitir la pérdida de un cliente; por su parte,
dejaría las palabras en mano de las opiniones y se echaría a dormir:
odiaba que lo rondasen las odiosas preocupaciones.
5
Mandó a los fantasmones del barrio a coger níscalos; deliraban esas
moscas cojoneras —de miradas indiscretas y preguntas impertinentes— si
pretendían amansar sus oídos con sus chácharas; sus conclusiones
destilaban envidia: siempre les dio dentera su holgado pasar y ahora
pretendían tomarse la revancha de sus perpetuos esfuerzos por llegar a
finales de mes: se podían comer las uñas con su propio pan, si acaso
tenían alguno congelado. Los bollos estarían duros como piedras después
de tantos años.
Otro tema merecía su atención; el simple paso de los días le había
traído la vejez; los achaques se habían presentado donde no se les
había llamado y debía pechar con ellos a la fuerza; no le podía largar
el muerto a otro, como había hecho con las penosas obligaciones
del trabajo; debía padecer sus propias goteras y esa novedad le alteró
el pulso: odiaba salir a la palestra, aunque fuese en su beneficio; se
sentía más cómodo sentado en su atalaya a la espera de
acontecimientos.
La tercera edad prometía pocas cosas; sólo le daba su palabra de
llevarlo de la mano pasito a paso camino de la tumba, de acompañarlo
hasta el último tranco; no debía preocuparse; sería paciente y
aguardaría cogida de su brazo cuanto él quisiera. Se nota que no estás
trabajado, creyó que le decía en un susurro; otros vejetes
descompuestos, ajados por los excesos, se marchan a la carrera y me
duran poco; yo siempre les advierto lo mismo a esos golfos: no me hago
cargo de los estragos causados en la infancia, la juventud o la
madurez: no acepto quejas caducadas.
La angustia lo zahería ante la perspectiva de quedarse a solas,
arruinado y en boca de todos; sin crédito alguno; un panorama que le
helaba la sangre, aunque le importasen una higa las pegas tardías de la
senectud a la que aspiraba: siempre habría alguien dispuesto a
limpiarle el trasero, si se cagaba encima; y ya irían a buscarlo las
almas caritativas, si perdía la cabeza y se ponía a llamar a su madre
sonámbulo por las calles; consideraba vano luchar contra lo inevitable,
la relajación de los esfínteres o las pérdidas de consciencia; ya se
las podía apañar el personal sanitario con sus rémoras, pues él,
llegado el momento, necesitaría guardar sus escasas fuerzas para
disfrutar de los momentos de relax que aún le tuviese guardado el
destino.
La vida le había regalado su tiempo al nacer, como a todo el mundo;
pero él no había valorado el presente; su curiosidad apenas dio juego
para abrir el paquete y echar un tímido vistazo dentro; pero claro,
entonces era un bebé; un mamón, lo mismo que fue siempre; no comprendió
que los años también pasan cuando uno se detiene, que las horas son
iguales para unas cosas y otras, que los años se van sin dejar más
rastro que unos almanaques viejos de propaganda. Miraba atrás y veía un
triste páramo lleno de matojos, una foto fija donde no ocurría casi
nada. Del vaso de la existencia apenas había bebido un culillo que le
sabía a poco.
Estaba cansado; no había previsto la vejez, como tantas otras cosas: al
final, jamás se había podido fumar un cigarro a gusto; de niño le
regañaban sus padres, de mayor lo mandaba su mujer a la terraza a echar
humo, y a los setenta los doctores le habían salido al paso con sus
diagnósticos; parecía un cuento sin fin, como el de la buena pipa.
Echaba de menos andar a sus anchas; hacer lo que le diese la gana,
siempre y cuanto la iniciativa no supusiese esfuerzo alguno.
El tiempo se le había escapado y carecía de energías para ir a
buscarlo; tarde comenzó a llamarse tonto por desperdiciar una vida
servida en bandeja, pero lo hecho tenía mal remedio: si poco puso antes
de su parte, menos pensaba poner ahora que no estaba para muchos
batiboleos. Le pesaba su vida vacía pero le faltaban arrestos para
llenarla; era triste pero, a la fecha, no tenía un maldito cuento chino
que contarle a los nietos; le faltaba imaginación para llevarse a la
boca una mala historieta que los distrajera; tan sólo podía relatarles
las veces que había cambiado de postura en el sofá o las vueltas que
había dado en la cama.
Esa falta de talante comenzaba a roerle las entrañas, lo metía de lleno
en una película protagonizada por el desconsuelo; una pesadilla donde
tenía un papel primordial su ruina; las cosas llegan, incluso las que
se piensan que no van a llegar. El dinero llama al dinero, pero el suyo
se había quedado sin habla; nadie quería hacer tratos con un inútil con
cuatro perras escondidas, que se había dejado caer por la pendiente;
los negocios estaban por los suelos y no era cuestión de ponerse a
acarrear a un papanatas que nunca había ganado un euro por sus propios
medios.
Antes su éxito económico lo mantenía en su burbuja de cristal, la misma
que había reventado y saltado por los aires y lo había dejado indefenso
sin su protección. Entonces lo vestían sus caudales, pero la quiebra lo
había dejado desnudo; y él prefería el dinero a la salud; pues los
médicos podían atender a sus padecimientos de poca monta, pero ningún
economista se daría trazas para arreglar el desaguisado que le había
llevado a perder una herencia robada.
Había construido su vida sobre las espaldas de su familia y sus
empleados y se las había compuesto para mantener la suya libre de
cargas. El nacimiento es una lotería y él encontró la tómbola abierta
al abrir los ojos; ejerció de primogénito y acaparó las papeletas;
impidió que los otros participasen en la rifa; desde un primer momento
se convirtió en el ojito derecho de su progenitora que, una vez viuda,
semejó ser tuerta con el resto de la prole.
Ya podían protestar cuanto quisieran sus hermanos por quedarse sin
blanca; las madres son innegociables; él se limitó a buscarles los
puntos débiles, a prepararles celadas, a ponerlos en evidencia, a
quitárselos de encima; luego les echó tierra en lo alto y los cubrió de
oprobio; los difamó y los dejó sin palabras; levantó polvaredas para
difuminar los hechos y, cuando el aire despejó el paisaje, se proclamó
el hombre cuerdo de la familia; el único que se preocupaba por sacar
adelante a la pobre viuda.
Hasta la debacle, supo guardar las marrullerías en el subconsciente
bajo siete llaves; su vida anodina le bastaba; la comodidad era su
credo y a ella le rezaba con el alma encendida; devoto de los pequeños
placeres domésticos, de la comida y el sueño, consiguió capear el
temporal hasta la noche que, bien entrada la madrugada, empezó a dar
grandes voces por los pasillos oscuros.
6
Las puertas cerradas de las habitaciones vacías le hirieron el ánimo en
la tarde calmada; cabizbajo, abrió los cuartos de sus hijas en busca de
algún recuerdo. Las dos se largaron a probar fortuna con sus novios,
cuando la ruina se ensañó con él; cogieron los bártulos y le
advirtieron a la asistenta que no entrase a fisgonear; desde entonces,
sólo aparecían de higos a brevas para recoger prendas olvidadas. Los
relojes dejaron de marcar las horas entre aquellas paredes y sus cosas
quedaron tal cual; las bragas tiradas, las revistas por los suelos, las
camas deshechas, los cajones abiertos, las ropas asomadas, las
compresas resecas bajo las camas. Entre su partida y el presente
mediaba una pátina —cada día más gruesa— de polvo.
La casa se le había quedado grande; aquel espacio desangelado
tenía pinta de mausoleo, de lugar siniestro donde malvivía acompañado
por las jodidas cucarachas que lo habían metido en el lío. Bien se
podían mudar a la casa de la vecina y subírseles por las piernas; o
irse en procesión al pueblo de la cateta de las ollas que le había
robado la calma; él jamás le dijo qué debía echarle a los guisos: le
dejaba los avíos en la encimera y listo; ella ya sabía qué debía hacer;
y él nunca, que recordara, le había dejado una pelirroja muerta patas
arriba encima de la tabla; de eso estaba seguro y lo podía decir bien
alto y claro.
Fue aquella tarde cuando creyó escuchar a la tercera edad decirle que
le esperaría cuanto hiciese falta; ánimo, hombre, le dijo poco después
al oído; esto no es nada, lo peor viene después; pero no te preocupes
que yo estaré aquí contigo; ya verás lo bien que pasas el trance.
Comenzó por oír su voz y terminó por ponerle cara; se la imaginó a su
medida y se puso con ella de charla. Era una mujer interesante que
había visto muchas cosas y sabía tratar con dios y el diablo, una buena
samaritana que había prometido acompañarlo hasta el otro barrio —dentro
de muchos años— y dejarlo en la puerta de la entrada.
—¿Has acompañado a muchos?
—No sabría decirte a cuántos: todo el mundo llega a
viejo, si no se muere antes. Algunos acortan el camino y se van solos,
se despiden jóvenes y no me da tiempo a conocerlos.
—¿Y es grande la puerta?
—No verás otra mayor. ¿No ves que entra mucha gente?
—¿Y tú los acompañas a todos?
—No, ¡qué va! Somos unas cuantas, aunque parecemos la misma. Yo no
podría hacerlo sola... ¿Tú sabes cuánta gente se muere de viejo en el
mundo?
—Pues no.
—Ni lo quieras saber: es imposible dominar tantos idiomas y dialectos
para entenderse con ellos. Algunos tienen modales y se portan bien,
pero otros dan mucha lata. Se ve cada cosa… Pero contigo he tenido
suerte: estás más o menos sano y me puedes durar una buena temporada;
así descanso un poco que, a veces, se mueren uno detrás de otro y no
paro; no te acabas de acostumbrar a los hábitos de uno y ya te tienes
que amoldar a los de otro; fíjate qué trajín; en esas rachas no gano
para coronas de flores, porque yo me tomo mi labor muy en serio y
acompaño a mis difuntos hasta el cementerio... Contigo las cosas van a
ir muy bien. Estoy muy contenta con el cambio: no veas al prenda que he
soltado en una residencia miserable. ¡Qué tío más desagradable! Seguro
que tú no podrías ser tan esaborío por mucho que lo intentaras… Por eso
te digo que tenemos que ser varias; comprenderás que, si yo te acompaño
a ti, otra tiene que atender a otro. Todo el mundo tiene derecho.
No esperaba una acompañante tan franca, con un palique tan fresco, pero
cubrió el tema con una capa de indolencia: su escote le interesaba más
que sus dichos; sus tetas rellenas de silicona tenían un aspecto
juvenil, recién salidas de un quirófano. La señora se cuidaba y
mantenía el tipo: labios abonados al botox, cintura esculpida por
liposucción, piernas limpias de varices. Azuzado por su dilatada
abstinencia carnal, se removió en el sillón: entre ella y él mediaba un
abismo; ella tan bien arreglada y él con su ropilla vieja; ella
perfumada y él a la espera de una buena ducha.
—Mucha gente no nos ve hasta que nos tiene delante.
Y claro, pasa lo que pasa: la realidad atropella a los incautos, sobre
todo si van despistados. Hay quien se cree un chaval dos días antes de
jubilarse y luego se hace un gurruño cuando lo mandan para casa; le dan
la boleta y no sabe qué hacer. ¡Qué manera más insulsa de perder la
vida! Pero tú no te preocupes: tú no has sido un panolis de esos; has
sido más listo y no has dado golpe. Ya te lo dije antes: se ve que no
estás trabajado.
Dejó de atender a su habla pausada. Su boca sensual lo llamaba, después
de tantos años sin catar las comisuras de unos labios; caía la noche y
le interesaba saber cuán íntima podía llegar a ser la compañía
ofrecida; le preguntó si en la oscuridad se podían meter en la cama. Le
ofreció un vaso de agua y reconoció uno de sus puntos flacos: cuando
sentía un deseo, no se podía contener; debía colmarlo enseguida,
aplicar a rajatabla el aquí te pillo aquí te mato: sus caprichos
actuaban como resortes, imposibles de contener.
—¡Uy, qué dices! Yo no me puedo enamorar: menuda colección de maridos
difuntos tendría entonces... Bastante triste me quedo con algunos
cuando se van. Entiéndeme, bastante tiene una con enterrar a un
acompañado, para asistir también al funeral de un amor. ¿Te imaginas
pasar por ese trago una y otra vez? Te puedo asegurar que no tengo
vocación de viuda perpetua... ¿A cuántos hombres tendría que llorar?
Contrariado por la respuesta, se colocó bien las gafas y le echó un
vistazo concluyente a la señora: su peinado descocado incluía una fina
veta azul sobre la oreja y otra ocre —más ancha— sobre la nuca; las
cejas postizas y los párpados abonados al rímel; un anillo diminuto en
la nariz y un pirsin en la lengua; una tía moderna para ser una pureta;
una hembra para darse un revolcón. Intentó pegarle un capotazo a su
negativa y le hizo notar que, si ella aspiraba a ser una buena
acompañante y pretendía mostrarle el camino de una vejez apetecible,
debía ocuparse de sus necesidades atrasadas.
—No, que luego empiezan las peleas: tuve una vez un rifirrafe con un
acompañado y fue espantoso: no se quería morir para que no me fuese con
otro; decía que nos matáramos a la vez, para irnos juntos a vagar por
la eternidad. ¡Cuántos berrinches cogió ese hombre, y cuántos disgustos
me dio! Así que te lo digo en serio; una vez y no más; que de eso hace
mucho tiempo, tanto que era nueva en el oficio y no sabía bien lo que
hacía.
Su paciencia embrionaria rechazó la evasiva: a su edad todavía no había
conseguido domeñar sus caprichos de niño chico; para esas cosas, aún se
comía los mocos: se levantó con los brazos en jarras y dijo en tono
abrupto: yo quiero follar. La tercera edad se encogió de hombros, abrió
los brazos y le contestó: pues muy bien, vete a una casa de putas. De
eso nada: quiero follar aquí y ahora. Pues muy bien; si tiene que ser
aquí, llama a una fulana por teléfono. Te digo que aquí y ahora. Pues
claro que sí: ahora mismo puedes llamarla, así te dará tiempo a
ducharte mientras viene.
La disputa prendió su mecha con las chispas de las posturas
enfrentadas; cogió cuerpo y se tornó agria; llenó la estancia de
aspavientos. El aspirante a semental perdió la noción de sí mismo y
cayó en las redes de una pataleta; se despachó a gusto contra aquella
furcia que lo mandaba de putas; alzó la voz hasta llegar al do de
pecho; inundó la casa de palabrotas desquiciadas; pasó a las manos y la
cogió del pelo; la llevó a rastras hasta la puerta de salida. Vete a tu
casa, tía guarra, la conminó a gritos mientras llamaba al ascensor.
Piérdete por el camino, calientapollas, añadió cuando la metió dentro
de la cabina. Dio media vuelta y entró en su casa; le dedicó un corte
de mangas en el vestíbulo y pegó el portazo más violento que se
recordaba en la historia del bloque.
7
—Delira ese viejo verde, si cree que vamos a
consentir trifulcas con fulanas en el silencio de la noche. El
desgraciado despertó a mi niño.
—Y al mío también, pobre criatura.
—El tío loco le pegó unas cuantas patadas a la
puerta del ascensor y la dejó abollada.
—Pues que la arregle: estoy hasta el moño de pagar
imprevistos.
—Os lo digo de verdad: la próxima vez que monte una escandalera, llamo
a la policía.
Las protestas bajaban por el patinillo y se cruzaban con el vocerío que
subía por la escalera; se exigían daños y perjuicios, se amenazaba con
presentarle una demanda en el juzgado; se apostaba por cogerlo del
cuello; aunque él bien sabía que al final no harían ni unas cosas ni
otras: había suspendido sus actuaciones en el aparcamiento y los turnos
de guardias caerían en el anonimato cuando el sopor hiciese mella en
las aburridas vigilias; se despedirían entre bostezos y se irían a sus
casas a ver la televisión; se dormirían en el sofá y aplacarían con sus
ronquidos los malos vientos.
Se rascó la cabeza y cerró la ventana, le quitó decibelios a la
verborrea; él acostumbraba a beber de la fuente de los equívocos y
estaba inmunizado contra sus aguas; era un experto en correr cortinas y
esconder el polvo bajo las alfombras; aunque debía reconocer que antes
le sacaba más partido a sus habilidades disfrazado de señor empresario,
pues muchas veces el dinero y las apariencias dan la razón sin aparente
motivo; eso era cierto, pero qué caramba, él, por mucho que hubiese
bajado unos peldaños en la escala social, seguía manteniendo intacto su
derecho a echar a una pesada de su casa. Ya se podían vestir los
vecinos de lagarteranas, si eso les apetecía: erraban el tiro cuando
confundían a la tercera edad con una furcia; pues les podía asegurar
que la tal fulana era una estrecha con atuendo moderno, como había
comprobado en sus propias carnes.
A pesar de sus recursos, comenzaba a sentirse atrapado en aquella jaula
de grillos; temía que una comisión de exaltados llamase a su puerta;
esos calzonazos hablaban tanto como sus mujeres y pretendían ejercitar
sus músculos con un pobre viejo; ya podían ir los cobardes a un
gimnasio a ponerse cachas, que él no pensaba responder a las bravatas.
Su apreciada flema daba las boqueadas cuando su hija lo llamó por
teléfono: había recargado el saldo del móvil y le pedía con voz melosa
el favor de sacarle a pasear el perro antes de mediodía. Una petición
llovida del cielo que le quitó el mal sabor de boca y le ofreció una
excusa para iniciar una prudente retirada estratégica: necesitaba salir
del ambiente enfurecido del bloque y airearse un rato.
El encargo le iluminó la mañana. Sus retoñas se habían amoldado a las
circunstancias y ya no se dedicaban a pegarle sablazos en exclusiva; a
pedirle ayuda para pagar el alquiler o la luz, la peluquería y la
manicura, los caprichos, los arreglos de los coches, los viajes con los
novios a las playas. Ahora se conformaban con poca cosa, aunque el
terrier en cuestión tuviese muy mal genio y estuviese peor educado; el
puñetero sacaba los colmillos por placer, ajeno al tamaño de los
contrincantes: atacaba con la misma saña a un chiguagua que a un
mastín.
Se alisó el pelo con las manos y se vistió de limpio con una camisa que
mostraba un solo lamparón; fue a la cocina en busca del desayuno; abrió
la nevera y echó una ojeada; hacía unos días que no visitaba el mercado
y sólo le quedaba medio vaso de leche y un poco de fruta casi podrida;
repasó la oferta del frigorífico y eligió un plátano esmirriado que
cualquier chimpancé le hubiese tirado a la cara; lo peló con gesto
estoico y se lo tragó con los ojos cerrados. Las circunstancias deben
tomarse tal y como vienen, cuando no hay otras. Dentro de un rato
estaría en el barrio de su hija y vería los sucesos desde otro prisma.
Necesitaba un plan de fuga; la distancia entre las dos casas equivalía
a un paseo, pero desechó salir a pie: temía que aquella tropa lenguaraz
le cortarse el paso en el portal, lo rodease en la acera y lo atosigase
con falsas acusaciones; tampoco le pareció oportuno montarse en el
coche y agitar el coctel del descontento con las manos en el volante;
hizo un mohín y descartó la posibilidad de esperar en la parada la
llegada del autobús urbano, ese medio de transporte proletario.
Por fortuna, era temprano y tenía tiempo para alumbrar una idea que lo
sacase del atolladero; él sólo discurría por necesidad, pero siempre se
le ocurría algo para salir del aprieto; era cuestión de sentarse a
esperar y confiar con fe ciega en sus facultades mentales; se puso
cómodo y, al filo de las once, gritó eureka en el sofá; rescataría una
bicicleta de carreras que tenía guardada en el trastero; le pasaría un
trapo para quitarle el polvo y la dejaría nueva; se vestiría de
ciclista, se pondría los culotes, se adornaría con el casco, las gafas
de sol y las zapatillas, y saldría por el portal con la bicicleta en
alto a modo de escudo. Atareados como estaban, no se fijarían en el
ciclista que saldría por la puerta delante de sus narices.
Al fin la iba a utilizar por segunda vez al cabo de los treinta años;
la había comprado por trajinar a un empresario que patrocinaba un
equipo ciclista aficionado y que de vez en cuando se daba una vuelta
con los corredores por la carretera; por meter al negociante en el ajo,
fue a la tienda, compró la más cara y se proveyó de los mejores
complementos; salió de ruta hecho un pincel, pero la trabajera de
impulsar los pedales lo invitó a hacer un alto en la primera venta,
donde esperó el regreso del pelotón en compañía de un excelente plato
de chacina.
Desde entonces descansaba arrumbada en el trastero y ya era hora que le
prestase un nuevo servicio; esta vez esperaba salir más satisfecho con
su aportación, pues aquel paladín de los pedales se la dio con queso;
con queso y con jamón; con picos y platos de gambas; eso fue así, pero
los malos recuerdos afectan a la salud y uno no debe darles más vueltas
de las necesarias a los contratiempos; esta vez el plan funcionaría sin
mediar el concurso de aquel metepatas traicionero.
Esperó que amainasen los comentarios y, cuando se vieron reducidos a
voces sueltas, se echó la bicicleta al hombro y bajó en el ascensor.
Dos vecinas parloteaban de espaldas en el portal cuando les pidió
permiso para pasar; ellas se agacharon para apartar las bolsas de la
compra, distraídas con su monserga, y él salió a la calle con la
prestancia de un deportista de élite, mientras las malas lenguas le
lanzaban improperios como salivazos.
—Te lo juro, la próxima escandalera será la última.
Mi marido no piensa aguantarle una más.
—Pues el mío le quiere partir la boca.
—¡Uy, qué disparate! Os va a cobrar la dentadura
postiza a precio de oro.
—¿Y qué hacemos entonces?
—Pues qué quieres que te diga, no nos va a quedar otra que llamar a los
loqueros.
8
A nadie le gusta leer el capítulo de imprevistos. El trastero se llovía
en los inviernos y –cerrado como una nuez— el moho de las paredes lo
había convertido en un cuartucho. Los enseres se amontonaban
humedecidos, aptos para el camión de la basura. La bicicleta, que
esperaba encontrar reluciente al cabo de tres décadas, parecía recién
salida de un mercadillo de saldo: el óxido se había cebado con el
cuadro, el manillar, los piñones y los pedales; miró el trapo que
llevaba en las manos y lo arrojó decepcionado: necesitaba papel de
lija, aunque nunca hubiese rascado nada hasta la fecha; aparte de ese
detalle, la maldita cadena requería cuidados intensivos y él no estaba
dispuesto a mancharse las manos de grasa.
Como siempre, se apañó con el resultado de su indolencia: había perdido
tantas cosas en el camino que unos cacharros arrumbados no hacían
bulto. Se echó la bici al hombro y bajó en el ascensor, esquivó la
cháchara de las guardianas con su atuendo deportivo y salió a la calle
con una sonrisa en la cara; se encaramó al sillín y comenzó a darle a
los pedales; su plan rodaba y hubiese seguido rodando si los piñones no
hubiesen saltado antes de llegar a la esquina.
Se bajó de la burra y le dio unas patadas impotentes; le partió unos
radios y la abandonó junto a un árbol: no había venido a este mundo
para empujar trastos inútiles por la calle; echó a andar ligero de
equipaje, como aconsejaba el poeta; pegó un resoplido y se encaró con
los curiosos que se preguntaban qué coño hacía un viejo, con pinta de
chaveta, vestido de ciclista con una bicicleta carcomida.
Comenzó a caminar con aquellos botines –a medida de los rastrales— que
tanto le dificultaban los pasos; el maillot juvenil le cortaba la
respiración; le dio una patada a una piedra y siguió adelante. Su hija
lo esperaba nerviosa en la puerta de la calle con el perro atado a una
cadena; lo vio llegar acalorado, le echó una mirada plagada de
reproches y le largó al terrier.
—Desde luego, papá, no se puede fiar una de ti: me
dices que vas a llegar a la hora y apareces cuando te da la gana… ¿De
qué vienes vestido?
—De ciclista, ¿no lo ves? Me ha dicho el médico que
necesito hacer deporte.
—¿Con esa ropa tan estrecha?
—Me puse una vez este maillot cuando era joven. No sabes el trabajo que
me ha costado enfundármelo. Menos mal que el pie no me ha crecido como
la barriga: jamás me hubiese podido poner los botines.
—¿Y dónde está la bicicleta?
—Ésa es otra historia.
—Pues me la cuentas otro día, que hoy es tarde...
Déjame cincuenta euros para echarle gasolina al coche.
—¿Cincuenta euros?, ¿vas de viaje?
—Voy al trabajo; un poco tarde, por cierto.
—Confórmate con diez: como vengo vestido de esta
guisa, apenas traigo dinero.
—¡Cada día estás más roñoso!
—¡Qué culpa tengo yo de mi ruina! ¡La crisis no
respeta a nadie!
—Está bien, trae; y ten cuidado con Pepe, no se lo
vayan a llevar los laceros como la otra vez.
A solas con Pepe, le echó un vistazo. Aquel sicópata canino necesitaba
un baño: los chinchorros anidaban en sus orejas y la mugre le cubría el
lomo, le enmarañaba el pelo, le daba trazas de vagabundo. Se notaba
falto de cuidados, que comía pienso cuando se acordaban de llenarle el
plato; quizás por eso no le hacía caso a nadie y desenvainaba sus
colmillos con frecuencia; venía a pasarle como a él: comía fuera más
que en casa; entretenía el estómago con las sobras del mercado. ¿Tú
tampoco sabes freírte un huevo?, le preguntó.
Le quitó el collar, con el ánimo de eludir responsabilidades y el
propósito de soltarlo para que se fuese a cagar lejos de su vista; no
les había quitado la mierda a sus hijas y no le iba a recoger ahora los
mojones al perro. Pepe sacó los dientes en cuanto se vio libre y enfocó
con ojos vidriosos a un dálmata que acompañaba a su dueño a la hora del
aperitivo en el bar de enfrente; gruñó y cruzó furioso la calle; él
intentó detenerlo con un torpe ademán y dio un traspiés; las costuras
del maillot saltaron por detrás y quedó plantado en la acera con la
espalda y el culo al aire.
Pepe se tiró al cuello del dálmata sorprendido; lo revoleó, volcó
mesas, derramó cervezas y vinos; empapó a la clientela antes de fijarse
en un gran danés que paseaba en compañía de un humano; su instinto
suicida proclamó sus ganas de guerra; saltó la baranda del negocio y se
enfrentó al grandullón a cara de perro; se metió bajo sus patas y le
agarró un bocado en los huevos; zamarreó sus atributos cuanto quiso y
se revolvió contra el dueño que pretendía espantarlo a patadas; atrapó
el tobillo entre sus mandíbulas y lo dejó cojo por una temporada.
El Apagao volvió la cabeza y miró a otro lado: llamarlo a voces Pepe
equivalía a que muchos josés volviesen la cabeza y el aludido no
hiciese caso. Tenía cuestiones más importantes que resolver; por
ejemplo, ir al chino de la esquina, agenciarse una toalla para taparse
el trasero, y largarse a la otra punta del barrio, a una taberna donde
no entraba casi nadie, para tomarse una tapa y leer la prensa deportiva.
Al llegar su hija, no supo darle noticias del perro: lo había soltado
en el parque cercano, para que corriese un poco, y se había ido tras
una perra en celo.
—¿Otra vez me vas a contar el mismo cuento, papá?
—La gente debía dejar a las perras en casa, cuando
están en ese estado. Tú te recogías muy pronto, cuando eras adolescente.
—¿Qué quieres decir, papá?
—Sólo digo que se debe tener más cuidado.
—Si tú lo tuvieses, sabrías dónde está Pepe.
—Ya te lo he dicho, está ocupado.
Pepe apareció medio muerto tres días después, herido por doquier: se
podían rastrear las huellas de los colmillos en su cuerpo. Llegó solo,
como juntas llegaron después las demandas: se sirvió una bandeja de
chuletas en un almacén de carne y se ensañó con el dependiente que lo
persiguió con el palo de una fregona; se despachó un pollo entero en el
mercado y rondó con éxito el puesto de la casquería; asustó por igual a
niños y mayores; tiró a un viejo en una contienda perruna y lo mandó al
hospital; sembró el pánico en los bares y atacó a las mascotas que
esperaban a sus dueños en las puertas de las tiendas; soltó su rabia,
mordió a destajo, y no dejó un perro sano en los contornos.
Su hija le aseguró que jamás volvería a pedirle ningún favor: seguiría
el ejemplo de su hermana, que no había vuelto a llamarlo desde que
perdió al niño en el tobogán del parque infantil por tercera vez.
9
Ese crío insolente exigía tener la última palabra; era un pelma
redomado; un coñazo, por muy nieto suyo que fuese; bien haría su hija
en sembrar el respeto a los mayores en su mollera antojadiza; decirle
que hiciese caso al abuelo y no le hiciera correr detrás de él;
avisarle que estaba mayor, que prefería andar con reposo a ir al trote;
enseñarle cuatro cosas y prestarle más atención, aunque él –en su
momento— no se hubiese ocupado mucho de ella.
El niño pedía chucherías a granel y se ponía a patalear si no se las
compraba; cogía un berrinche y se tiraba el suelo; se levantaba de un
salto y se iba corriendo; se alejaba y lo dejaba arriado junto al
puesto. Unas veces regresaba con los mocos colgando y otras lo recogía
una vecina por la calle y lo llevaba a su casa, le daba de merendar y
le ponía una película de dibujos animados. Avisaba a la madre y le
hacía saber dónde estaba.
En esos casos, su hija perdía los papeles y le montaba una pajarraca
telefónica; se desgañitaba, mientras soltaba reprimendas al tuntún,
como si el capricho de alzar la voz fuese a concederle la razón; él se
limitaba entonces a esquivar su arrebato: tachaba de superflua su
actitud, sabiendo —como sabía— que su niño estaba a salvo con su amiga.
Tantas golosinas dañaban los dientes, al precio que estaban; ese
pillo las quería por sacos y él no estaba dispuesto a cargarlos; así
que podía ahorrarse la madre el enfado; ese mequetrefe campaba a sus
anchas, pero no habría necesidad alguna de llamar a la policía para que
fuese a buscarlo; él estaba dispuesto a esperarlo cuanto hiciese falta,
sentado en la confitería cercana al quiosco, tomando café y leyendo la
prensa.
Sus dos herederas eran harina del mismo costal; ya podía la otra llevar
al siquiatra canino a ese cruce de chucho callejero y terrier demente;
un bicho pendenciero con tan mala leche que, si la vendiese en
cántaras, nadie la compraría; ya podía lavarlo y quitarle las malas
pulgas, antes de meter a su padre en el embolado de lidiar con un
animal salvaje de mandíbulas insensatas, después de obligarlo a coger
la bici en un estado lamentable; debía haberlo llamado un mes antes;
darle tiempo para buscar a alguien que le hiciese un apaño a la burra y
le lijase el manillar, le limpiase la cadena y vistiese de limpio el
cuadro con un espray; que le hiciese los arreglos necesarios para salir
a la calle con una máquina fiable y no hacer el ridículo en la
avenida.
No gastaría un euro más en ellas: le quedaba el remanente preciso para
evitar alguna que otra contingencia; siempre tuvo la espalda cubierta y
así la quería mantener, aunque ahora sólo se pudiese echar por lo alto
una toalla raída a modo de manto romano. Se les había acabado el cuento
a esas dos pajaritas instaladas en nido ajeno: no estaba dispuesto a
mantener tres casas; ya podían cerrar el pico y dejar de piar a los
cuarenta años: estaba harto de soltar parné; se habían acabado los
cuencos de sopa boba; jamás les permitiría hacerse un café de pucherete
con las escurriduras de su añorado capital.
Había llegado el momento de tirar las malas costumbres al cubo de la
basura. La eternidad no existe donde impera la fecha de caducidad. Las
épocas buenas se van y las malas llegan con el paso cambiado; él bien
lo sabía: el dinero fácil vuela de las manos; a veces se pierde por el
camino y no llega a entrar en el bolsillo; se lo lleva cualquier buitre
entre sus garras; cuesta poco ganarlo y viene a tener el valor de los
billetes en las timbas: si ganas derrochas y si pierdes perdiste; pero
él no dilapidó sus cuartos en farras: los perdió poco a poco; gota a
gota; el grifo tenía la zapatilla pasada y no se molestó en arreglarla;
la gota se hizo un chorrito y el chorro un caño; el agua se fue cuesta
abajo, mientras él la dejaba correr pensando que nunca se acabaría la
mamela.
La penuria apretaba y cortó amarras, dispuesto a espantarlas: le
molestaba que revoloteasen cerca de su esmirriada caja de caudales con
la intención de posarse sobre ella; soñaban despiertas, cuando él lo
hacía dormido; mejor les vendría quedarse quietas; él iba unos pasos
por delante y ellas debían conformarse con su papel de discípulas
aventajadas: ya las veía venir cuando eran dos micurrias en pañales y
aún debían comer muchos bollos para ponerlo en un aprieto: su dinero
tenía dueño y no se admitían pellizcos ni repartos.
Nunca lo ataron los lazos de sangre en su afán de engordar su
patrimonio; su cuenta corriente siempre estuvo muy por encima del trato
familiar; el cariño de los suyos carecía del hipnótico sonido de las
monedas, de la seductora perspectiva de vivir de las rentas; allá cada
cual; muchas fortunas proceden de la época de los piratas y todo el
mundo cierra la boca; con el paso de las generaciones, los malandrines
consiguen el respeto de la plebe y se ríen de los pobres, mientras
viajan en un tren de vida repleto de prebendas al que los menesterosos
no pueden subir; él había aprendido algunas nociones de historia en su
colegio de pago y se aplicó el cuento; sacó a relucir sus ínfulas de
aguililla y arrampló con dineros y propiedades; se comió el pastel
entero y, cuando despertó de la pesada digestión, se encontró con la
bandeja vacía y un regusto insípido en el paladar.
Al contrario de esos potentados, careció del arrojo necesario para
conservar los cofres llenos de tesoros contra viento y marea; fue
incapaz de enfrentarse al oleaje con su traje de marinero de agua
dulce; no supo desplegar las velas en mar abierto y naufragó en el
vasto océano de la vulgaridad; pudo comprobar que los mamelucos
destinados a perderlo todo se quedan sin nada.
Encalló a la vejez y se quedó a solas con sus lamentos económicos,
enfrentado a la desdicha con la única compañía de la ilusión óptica que
le negaba sus favores a diario.
—¿Hoy tampoco tienes ganas de follar?
—Tengo las mismas de todos los días: los entes
imaginarios no echamos canas al aire; vamos a lo práctico y nos
ahorramos los disgustos que acarrean los romances.
—Aquí nadie está hablando de amores. No te pongas
romántica, que sólo se trata de echar un polvo. Haz bien tu trabajo y
acompáñame como es debido.
—¿Trabajo? No hables de esas cosas, si no quieres
que se te eche encima la Seguridad Social.
Le decía que no con la cabeza y lo ponía en el disparadero; se plantaba
en medio de la sala y la insultaba a boca llena; la señalaba con el
dedo, invadido por la tirria; se cabreaba y protagonizaba una rabieta
al estilo de su nieto; le echaba miradas despectivas y le cambiaba la
faz a su antojo; la envejecía, le ponía aspecto repelente de vacaburra
rancia; le achacaba que engordase a diario y la acusaba de vaciarle la
nevera.
—Levanta ese culo seboso del sillón, so guarra. Otra
vez me has dejado sin cena.
—No me hagas reír: nosotras no tenemos necesidad de
probar bocado: vivimos tan contentas del aire. Tenemos dentadura por
una cuestión de estética.
—Eso dices tú, pero cada día estás más fondona.
—Eso te parece a ti, que estás medio cegato.
—Eso crees tú con tu pinta de vieja pelleja. Ya te
puedes largar; no te vaya a dar un mal aire y al final sea yo quien
tenga que cuidar de ti.
—¡Ay, qué disparate! Yo soy inmune a las
enfermedades: ni toso en invierno ni ardo de fiebre en verano. Estoy
siempre como una rosa… aunque a veces tenga que aguantar lo mío: ya
echo de menos al desgraciado de la residencia. Daba asco mirarlo, pero
no andaba todo el rato con el bote de viagra en la mano.
Las broncas levantaban ampollas: él pretendía que le limpiase la casa
para ganarse el sustento, ya que estaba incapacitada para satisfacerlo
con prontitud y eficacia.
—Yo no he pegado un escobazo en mi vida: barrer es
una costumbre vuestra. ¡Qué culpa tengo yo, si os dedicáis a comprar
pisos para luego tener que limpiarlos! Si aprendieseis a vivir en las
nubes, no tendríais que fregar suelos.
—Eres una perra: la asistenta chismosa que despedí
se afanaba más que tú. Ella era capaz de distinguir entre un
lavavajillas y la lejía, un trapo de cocina y un plumero.
—Jamás he sentido curiosidad por los artículos de
limpieza: conocer las propiedades de esos líquidos no entra dentro de
mis funciones; lo mío es facilitaros la vida; y para que lo sepas,
tenéis que aguantarme queráis o no; siempre os esperaré a cierta edad;
al final del camino, no tenéis otro remedio que daros de cara conmigo.
Las discusiones se disparaban, cuando él le exigía aumentar sus dosis
de cariño y se emperraba en tumbarla en el sofá.
—Madre mía, ¿a qué casa he venido a parar? Ojalá
fueses un viejo verde y mirases a las muchachas pasar: así me dejarías
tranquila.
Entrada la noche comenzaban los portazos destemplados, los gritos en la
escalera, los porrazos en el ascensor. Las llamadas de los vecinos a la
policía.
Tuvo suerte al ver llegar al primer patrullero al bloque: estaba cerca
de la ventana cuando le aseguraba a voz en grito a la tercera edad que
la almeja le olía mal; desde allí observó a un puñado de vecinos
conspiradores rodear al vehículo a la luz de la farola y señalar su
piso.
Recompuso la figura ante la visión: aquellos chivatos iban en serio;
corrió al dormitorio, abrió un cajón del armario y sacó un pijama en
buen uso; se echó por encima su bata más aparente y se calzó las
zapatillas nuevas; se fue a la sala, puso una película en la
televisión, sentó sus reales en el sofá y esperó en esa postura que
llamasen a la puerta.
Tiró de catálogo cuando sonó el timbre; le sacó jugo a las apariencias
y abrió la puerta con una amabilidad rayana en el peloteo; puso cara de
bueno; se mostró sorprendido por la presencia de los locales y preguntó
la causa del revuelo creado en el descansillo. Hizo pasar a la pareja y
les dio a los vecinos con las puertas en las narices.
Les mostró la vivienda a los agentes; como podían ver, estaba solo:
jamás había llevado una puta a la casa de sus hijas. Eran los vecinos
quienes dejaban abierto el portal y le facilitaban la entrada a esa
mujer; él tan solo la bajaba en el ascensor; la acompañaba hasta la
puerta y la cerraba con llave. Jamás le había pegado un grito: padecía
de la garganta desde chico y estaría afónico en ese caso.
Les ofreció un vaso de agua fresca: la asistenta se había marchado y él
llevaba unos días pachucho y no había podido salir a comprar a la
calle; pidió disculpas y se quejó de las enfermedades que debía
soportar a solas; deslizó que algunos vecinos lo presionaban para que
malvendiese la casa; su piso era de los más grandes y ellos necesitaban
su amplitud; una aprovechada se lo quería comprar porque deseaba
recoger a su madre y necesitaba un dormitorio más; otro espabilado, con
muchos hijos, había tenido otro más; un tercero lo deseaba para un
hermano a quien le gustaba mucho la zona, y un cuarto pretendía
negociar con él.
Les creó una duda razonable y los dejó partir, les abrió la puerta y
los enfrentó a la voracidad informativa de los vecinos que esperaban
noticias frescas.
—¡Cómo que no hay nadie, claro que hay alguien!
—Le aseguro, señora, que no; dentro, sólo está el
propietario.
—Estaría la furcia debajo de la cama o metida en el
armario.
—¿En el armario?
—Como ya les he dicho, señores, ahí dentro no hay
ninguna mujer.
—¡Y entonces a quién le chilla! ¿A las paredes?
—Si le chilla a las paredes, está loco.
—Debo decirles, señores, que el hombre no está
afónico.
—Pues claro que no; no lo hubiésemos llamado a
ustedes si no tuviese voz.
Después de escuchar improperios tras la puerta, la abrió en actitud
amable y les pidió a los policías el favor de disolver el tumulto, pues
tanto ajetreo le molestaba. Los vecinos se encresparon, pero los
locales aplacaron sus ánimos; les pidieron por favor que despejasen la
escalera y se retirasen a sus casas; pacificaron el bloque y se
despidieron; se montaron en el coche sin saber a qué carta quedarse
después de instaurar la paz. La situación tenía sus filos; o era un
viejo chiflado, asqueroso y gritón, o era un pobre hombre acosado por
una patulea de granujas interesados.
La cuestión hubiese quedado quizás en el alero, si el Apagao no se
hubiese desbocado la noche siguiente: persiguió en pelotas a la tercera
edad por los pasillos y salió tras ella a la calle en pleno delirio;
gritó obscenidades en la oscuridad, despertó a los dormidos y les
ofreció el espectáculo gratuito que lo llevó a la antesala del
siquiátrico.
10
Sedado hasta los tuétanos, pasó por alto el aire viciado del sombrío
ambiente del pabellón. La puerta cerrada, el vigilante al otro lado, el
pasillo enlucido con azulejos marchitos, la sala del fondo con una
triste televisión en alto; los pacientes empachados de brebajes; las
miradas disipadas, los gestos insólitos, las babas escurridizas.
Pasó unos días tumbado en su cama, envuelto en la nebulosa de los
fármacos; alelado y desvanecido, encontró tres razones a tener en
cuenta en aquel improvisado encierro: al fin podría tomarse un respiro,
a resguardo de las puñaladas traperas de sus vecinos; y no sólo eso:
allí le preparaban la comida y le ahorraban la visita diaria al bar
cochambroso donde se hablaba mucho de asistentas bocazas y guisos de
cucarachas; y aún más: el servicio de limpieza del hospital lo liberaba
del penoso engorro de pegar escobazos en una casa convertida en
covacha.
Apenas le afectaba el infortunio de perder a ratos la cabeza, pues el
personal sanitario se encargaba de salir al rescate de su mollera; eran
los siquiatras quienes debían demostrar su oficio y apartarle de los
caminos enajenados; en sus manos depositaba sus cuitas, como antes les
entregaba a los mecánicos las llaves de su coche estropeado.
Sólo lo zahería un problema: había llegado desnudo, sin un euro encima,
y desconocía las tretas para andar por el mundo a dos velas. Debía
llamar a sus hijas, aunque no tuviese ganas; necesitaba con urgencia su
tarjeta bancaria; podía dar por perdidas la calderilla de los bolsillos
y las perras guardadas en el cajón de su mesita de noche, pero jamás
les facilitaría la clave secreta; no les daría la oportunidad de vaciar
su cuenta mirando al tendido; no las mandaría a sacar dinero, aunque
les crease esa ilusión: las dejaría hacer cábalas sobre las diversas
maneras de agotar el saldo y luego les daría esquinazo; les pondría el
cebo y las recibiría felices y contentas, embriagadas con el anhelo de
asaltar el cajero automático.
—¿Te hace falta sacar dinero, papá?
—No, todavía me queda algo. Puedo tirar con lo que
tengo.
—¿Cómo te va a quedar algo, si te cogieron desnudo?
—Tú sabes que yo no salgo sin nada a la calle,
siempre llevo dinero por si acaso.
—¿Y dónde lo llevabas?
—Dónde lo iba a llevar, en el puño.
—¿Ése que tienes cerrado?
Las vio marcharse con los caretos agriados y supo que pronto harían una
nueva intentona: le habían traído el teléfono móvil para estar
pendientes de sus necesidades monetarias; estaban a la que saltaba,
aunque persiguiesen quimeras insensatas. Pronto pensaba dictarles una
nueva lección, pues en el mundo hay gente para todo y él se daría
trazas para encontrar a una persona sensata y honrada que le hiciese el
favor de acercarse al banco sin malas intenciones.
Esa expectativa le fortaleció el ánimo: prefería tener caliente la
cartera a la comida, aunque allí pudiese disfrutar de ambas cosas sin
necesidad de decantarse en un asunto tan espinoso; aparte de ese tema,
había cuestiones que superaban sus expectativas: hombres y mujeres
pululaban en aquel caos y algunas féminas se echaban encima como locas;
abrían braguetas a su antojo, sin los remilgos pasados de moda de la
tercera edad. A él le gustó una cincuentona con estilo, que conservaba
modales de buena familia, aunque hubiese salido rana; una hembra con
cierto recato que evitaba en lo posible montar escándalos: se sentaban
juntos en la sala a ver películas en la televisión y se masturbaban
debajo de la mesa.
La vida podía ser llevadera en aquel microcosmos claustrofóbico, si uno
se abstraía del personal que lo rodeaba; contento con su conquista
amorosa, su gozo aumentó cuando conoció a la hermana de su palomita un
día de visita; una señora de alta alcurnia que no se rebajaría a
trastear en la cuenta corriente de un pobre arruinado; una dama incapaz
de caer en una tentación indecorosa. La candidata perfecta para cruzar
la calle y acercarse a la sucursal bancaria.
—No te preocupes, hombre. Ahora mismo llamo al
chófer y le digo que cruce la calle.
—¿Es de fiar su empleado?
—Federico sirve en casa desde hace muchos años;
cogió el puesto de su padre, que lo heredó de su abuelo. Todos se
casaron con criadas del servicio y le puedo asegurar que en la mansión
nunca ha faltado una cuchara de plata. No hablemos de dinero o de
joyas. Federico, como su padre o su abuelo, nunca se llevaría las
llaves del Rolls Royce.
—Yo le estaría muy agradecido, si usted me hiciera
ese inmenso favor; así podría invitar a su hermana a un refresco,
mientras vemos una película en la televisión.
—Es usted muy generoso, no se preocupe por nada.
Federico está muy acostumbrado a ir y volver de los sitios. Suele hacer
los trayectos en auto, pero siempre hay una excepción y esta vez hará
el mandado a pie.
Se alió con los billetes, los sacó a relucir a cuentagotas y se adueñó
de algunas voluntades quebradas; sobornó a pacientes con cigarrillos y
bebidas esporádicas y los puso a su servicio; sintió de nuevo el
regusto del poder, la dicha de ser un potentado entre una caterva de
tiesos; recordó con nostalgia épocas felices, cuando su palabra era ley
entre sus empleados. El mundo volvió a ser redondo como las monedas de
euro.
Saboreó las mieles del éxito y amplió su campo de acción sexual;
aprovechó su rango recién estrenado para cogerle las tetas a las
chifladas que lo visitaban en busca de unas monedas para sus gastos
perentorios; pensaba formar un harén, cuando su collera se plantó en
sus trece: no estaba dispuesta a compartir amores ni a coleccionar
enfermedades venéreas contagiadas por ninfómanas. Le apretó las tuercas
y acabó con sus veleidades de don Juan: le hizo saber al tenorio que
tenía las horas contadas.
Sólo un interno lo soliviantaba: un hombretón de campo, ancho y fuerte
como un alcornoque centenario, con manos poderosas y dedos robustos a
modo de rastrillo. La barba cerrada, los ojos espantados, la camisa
abierta, el pantalón atado con una guita. Su recia fisonomía lo
acobardaba cuando se encaraba con los enfermos en los pasillos; a todos
señalaba con descaro, mientras los acusaba sin tapujos: tú has sido, tú
has sido. Su voz tronaba, mientras repetía cabezón la simpar letanía.
Tú has sido, tú has sido.
Él lo tomó por un enviado de su padre que venía a reprocharle su
proceder desde el otro mundo: no había dejado títere con cabeza en una
familia unida, donde no se escuchaba una palabra más alta que otra;
pasó de ser un crío aprovechado a convertirse en un engendro
pernicioso, en un cobardón que no había sabido dar la cara, en un
maleador de su madre, en un inútil propenso a la vagancia, en un ladrón
soterrado, en un tonto lava incapaz de disfrutar de su vacuo derroche,
en un bocazas en detrimento de sus hermanos, en un auténtico hijo de la
gran puta, por mucho que su madre no hubiese ejercido tan antiguo
oficio.
Esas verdades lo pusieron al borde del precipicio al que jamás se había
asomado; lo zamarrearon como a un pelele y lo enfrentaron a su pasado
infame; lo hicieron correr a su cuarto y acurrucarse en un rincón;
taparse los oídos en una postura fetal, mientras negaba las acusaciones
y repetía a gritos yo no he sido, yo no he sido, con voz de ultratumba.
Sus pláticas con el más allá sonaban con un eco extraño, como si
estuviese metido en una enorme vasija, y fue por ese motivo por el que
los internos le apodaron el Tinaja.
Nunca había destacado por sus arrestos y aquel hombretón de una pieza
le provocó un miedo atávico que degeneró en pavor. El espanto se le
metió en los huesos y no vio otra salida que huir hacia delante y
abandonar un lugar donde ya no podía vivir a sus anchas. Las crisis
nerviosas se sucedían, pues el campesino repetía su cantinela a todas
horas y sólo el bálsamo de su nuevo amor lo consolaba en su
desesperación.
Cansado de malvivir con su conciencia, decidió salir del pabellón; con
la cabeza en la almohada pensó —en un rato de reposo— en hablar con la
hermana de su novia y pedirle que usara su influencia para sacarlos de
allí: bastaba una de sus palabras aristocráticas para conseguir un
diagnóstico favorable que les otorgase la libertad y les permitiera
buscar un paraje romántico donde floreciese su pasión.
Aquella mujer era la compañera ideal; estaba de buen ver y derrochaba
educación en los ratos de lucidez; su cuna mullida y su paso por
colegios elitistas se percibían en sus ademanes refinados; su buena
vida había desembocado en unos hábitos perezosos, dignos de divanes de
terciopelo; y ese detalle lo impulsaba a pensar que juntos harían una
pareja perfecta: ambos mirarían la vida pasar cogidos de la mano en un
idilio perpetuo.
Si no estuviesen los embargos del juzgado por medio, cambiaría a pelo
su casa por otra. No era buena época para vender, pero sí para
comprar; podía ir una cosa por otra, si se hacían a la par. De no
ser por el desaguisado judicial, subastaría su piso entre los distintos
compradores del bloque y se compraría una casa en la sierra. Sus hijas
estarían encantadas de coger su parte de la herencia materna y
bendecirían el cambio de domicilio; se frotarían las manos y no
pondrían pegas a la hora de hacer la mudanza por mediación de sus
maridos.
Siempre quedaba la opción de alquilar una casa solitaria en el campo,
cerca de una aldea mal comunicada que pusiese freno a las visitas de
sus retoñas; una carretera sinuosa sería un buen remedio a sus
ambiciones desmedidas, pues estaba seguro que acusarían a su pobre
palomita de intentar apoderarse de los restos de su capital; se
presentarían en su escondrijo y montarían en cólera; un estado de ánimo
que no le quitaba el sueño; pues en cólera, como en el caballo salvaje,
sólo se puede montar un rato; pasaría el vendaval y llegaría el buen
tiempo, aunque cayese un chubasco de vez en cuando. Sus demandas
perderían fuerza cuando se cansasen de recargar los móviles, cuando se
les estropeasen los coches y no pudiesen arreglarlos; cuando viesen que
contactar con él les salía caro.
Vivirían los dos solos, apartados del mundo cruel; contratarían a una
asistenta discreta que no malgastase su energía en hablar más de la
cuenta; mirarían caer las hojas en otoño, encenderían la chimenea en
invierno, pisarían una alfombra de flores en primavera y soportarían el
sol del verano; pasarían la vida del sofá a la cama, y de la cama
al sofá, y morirían –al cabo de muchos años— después de agotar las
existencias de afrodisíacos y pastillas.
Terminó de hilar sus planes y los encontró del todo posibles; se tildó
de genio y dio una palmada en el aire; paladeó la excelencia de su
mente privilegiada, dio media vuelta en el catre y se echó a dormir.
Sevilla, octubre 2016
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