José Manuel Benítez Ariza

Poemas

 

Amedeo Modigliani: Casas y cipreses

 


LLANOS DE LÍBAR El llano es cima y más allá no hay más que cielo alineado de altas crestas a cuyo pie se extienden los ranchos alargados, el camino de tierra entre los pastizales, los rebaños dispersos. Hemos dejado atrás la atareada rutina de los pueblos bajos, su frescura de huertas junto a un cauce, el subrayado de la línea férrea junto a las alamedas de otro siglo. Hemos dejado atrás un rumor de tabernas y cocinas y un recato de alcobas sin ventilar al filo de la siesta. Hemos dejado atrás un mulo melancólico con las patas trabadas y una mujer que riega un patio con agua de fregar. Ahora el sol restalla sobre nuestras cabezas y en el silencio sobrevenido a la parada del motor un prolongado grito de ave ha formulado una protesta. Busca el ojo la sombra en las encinas arriscadas y el gesto panorámico de mirar se traduce en el asombro de saberse centro de un vasto entorno circular que es también un instante suspendido de atención expectante. Tras un cercado un toro y una vaca restriegan tiernamente las testuces antes de acometer la monta. También el tiempo ahora es circular y en su centro no se distingue el intervalo entre la expectativa y su consumación; quiero decir: las cosas son eternas y sólo es temporal nuestra manera de percibirlas, que es también vivirlas. Cansados, sucesivos, redundantes, lo nuestro ahora es desaparecer —una rápida nube de polvo que se aleja— bajo el vuelo concéntrico de las rapaces.
CASA EN SANTA MARÍA Era la casa complicada y honda. Al pie del alto mirador, en un valle que a veces encauzaba una brisa con olor a cañaveral, confluían dos ríos. Y la pinaza unánime tenía al mediodía el mismo color ocre de las altas paredes interiores sin libros ni retratos. Tras las contraventanas entornadas contra el sol de la tarde, las chicharras pautaban el sopor de las extemporáneas sobremesas y aprestaban el ánimo, al filo del anochecer, a cierta aguzada capacidad de percibir en la sobrevenida contención de todos los rumores y como quien atiende a un milagro modesto, el paso cauteloso de los ciervos que abrevaban en lo hondo. La casa entonces se expandía en un estruendo de contraventanas que se abrían al fresco, mientras una aguzada opresión en el pecho, concomitante al áspero regusto de la ginebra y el limón, cedía el paso a una lenta visión de casas que eran también un claro y un círculo de luz. Duraba lo que un día de verano en la infancia: un instante sin tiempo, del que venían a sacarnos, tenaces e insistentes, los mosquitos.
LA BIBLIOTECA Aquellos días empezaban antes de que fuera de día. Y luego, por la claraboya iba filtrándose despacio un primer sol que parecía el último. Había algo nocturno en aquellas mañanas: ese desorden sensorial por el que la penumbra se traduce en el zumbido de los fluorescentes y el silencio es un modo de estancarse la luz. Y había también músicas secretas: el lento despertar de las maderas al calor de las luces encendidas, el ritmo de la propia respiración, sentida como presencia extraña, el tacto de los libros; y el tiempo, que era música también, con sus silencios y sus pausas en las que se imponía un modo de durar que no era sucesión, un modo de sentir la plenitud de la luz al ganar los espacios diáfanos que no presuponía la mirada cansada, una conciencia de uno mismo ajena al hecho de alentar o respirar o sentir en los dedos el roce del papel. Al fondo de la sala un lector dormitaba sobre un libro. Yo lo miraba sin rencor ni envidia, como quien mira en un cristal el reflejo de algo que queda fuera o lejos, sólo visible para ti en su sombra. Los dos soñábamos la realidad.


 

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