José Julio Cabanillas

Poemas

 

Domingos Sequeira: Tobías cura la ceguera de su padre

 



DOS ESPEJOS

A la impaciente sed de los espejos 
(Pues congelan la luz y no pueden beberla)
Me asomé, temeroso.
Al abrir el armario de mis padres
Dejaba en cada puerta
Abiertos los espejos frente a frente.
Si entre los dos ponías una silla,
De pronto había mil sillas cada vez más pequeñas
Y al fin en lo más hondo dejaban ya de verse.
Un día me atreví y me metí yo mismo
Entre los dos espejos.
Y anduve, anduve, anduve
Cada vez más pequeño y más, más hondo.
Y vi cosas menudas, vi la luz congelada
Y vi el rostro picado de la luna muy triste.
Cuando yo vuelva al cuarto
Qué encontraré en mi casa.
¿Pero existió esa casa? ¿Yo he vivido?
¿Papá, cuándo volvemos?
En la impaciente sed de los espejos
Pregunto, temeroso.


LA ESPADA La espada estuvo sobre la cabecera de mi cama. Tenía yo cuatro años y dormía bajo ella. Vivíamos en un piso grande, destartalado, frío. Un piso triste que ahora recuerdo como entre sueños, En blanco y negro: blanco de nieve, Negro de abismo. Un piso donde cada puerta, El pasillo, los cuartos, las ventanas Eran de un invierno hostil, crudo, casi perfecto Que dejaba en los suelos grandes ramos de escarcha. En el piso, además, había también demonios. Mejor dicho: eran tres. Y los tres despertaban A las tres de la noche. Yo también despertaba y los veía Entre resplandores de mariposas de aceite Que mi madre había puesto en un arcón Al fondo del pasillo. El piso aquel tenía tres demonios, Una noche muy larga, un pasillo muy frío Y una espada en mi cuarto, Sobre la cabecera de mi cama. Mi padre la había puesto en la pared, envainada, recta, Con un mango, un guardamanos, de medio círculo. Era media verdad que guardaba mi cama Y mi sueño y a mí. La verdad que brillaba de noche, como de plata limpia, Y me aplacaba el miedo Y me daba valor contra aquellos tres cuerpos de la sombra. Esa espada mi padre la guardaba De cuando fue a la guerra y volvió vivo. Ahora estaba envainada, polvorienta, herrumbrosa, Sin más valor que alzarse en mitad de la noche En el largo duermevela de un niño Que debí de ser yo Y que sabe muy bien que hay sombras Al fondo de la noche, brillantes de oro escuálido, Cuando él se despierta a las tres de la noche: La hora del diablo. Como un dedo de plata, esa espada señala al este, a la ventana, Al camino del sol que ya se atreve A empuñarla de nuevo y quebrantar tres sombras. Pero esta noche, padre, te han cerrado los ojos casi de madrugada, Pasada ya la hora del diablo, Delante de la puerta de un jardín con árboles de oro. Sobre la tierra verde una espada, en los sueños. Una espada en la guerra. Una espada en la muerte. Una espada en la luna. ¿Quién guardará tu vida? ¿Quién velará mi angustia? Es tu espada quien llora. No soy yo.
HOTEL LABYRINTH Te veo llamando a puertas, unas detrás de otras, Cerradas con un número —103,104...— Cada vez más más largo porque todos sabemos Que números y puertas no se terminan nunca. Cruzas por un pasillo con la moqueta roja Que amortigua los pasos Y señala el camino sin salida ni entrada De un largo laberinto, De un hotel destartalado, enorme Con vistas a un desierto Donde las almas vienen en una polvareda Con el levante ciego, sin descanso. Por las noches ¿te llega allí mi voz, padre mío, Y este rezar con miedo Sin saber qué te pasa, en qué puerta, en qué número Ahora estarás llamando? Por fin se abre una puerta Y me encuentras mirándote, perdido. Yo también he llegado Después de haber seguido el pasillo sin fin. En el cuarto no hay más que una cama de hielo. —¿lo ves bien, José Julio? Estás diciéndome. Aquí nadie se pierde. No importa a donde vayas ni de dónde has venido. Aquí nadie se pierde. Nos han puesto en las manos —míralo— Este hilo de oro, interminable. Nadie muere, hijo mío. Hombro con hombro Vamos. Hombre con hombre Vamos... Al final del pasillo Hay un portal abierto. ¿La ves bien? ¡Esta luz, nuestra hermana! Aquí nadie se pierde. Aquí no llega un solo corazón que no vibre Con un eco de fuente. Un semblante de plata Verás en cada quien Cuando acerca sus labios y la bebe.
LAS NOCHES Y LOS DÍAS Hablábamos de ti junto a la chimenea Cerrada ya la noche en los postigos. La tierra gira siempre, pero un día Se detuvo, de pronto. Te habías ido. Fue un momento, no más. Luego volvió El carro de las Osas a rodar por los cielos. Volvieron nubes, días, las cosechas y el trigo. Volvieron al alero los vencejos A gritar como locos en sus nidos. Fiestas, soles y muertes volvieron con su triste Liturgia de los días. Pero ya no es lo mismo. Volvieron luces claras a llamar en mi frente. ¿Volvieron? Tú no has vuelto. Y nada importa si no Un hombre con su vida, sus pies sobre un camino. Te has ido por delante. Así un día No bregaré yo solo con mi muerte. Después... Sólo eso pido.

 

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