Juan Cuevas

El bar que me hizo odiar a los Doors

 

Franz Marc: El sueño

 


 

Instrucciones para pelar una granada

Lo primero que tienes que hacer es untar de otoño tus manos, refregarlas después contra el metal de los párpados, y dejar desgranar la lluvia que caerá como el silencio de la nieve.

Cuando la luna susurre las músicas que arrastra el viento de octubre, deberás abrir la fruta como se abre un corazón aún sin nombre.

Soplar las semillas de meteoritos y aprender a pronunciar el agua desde tu boca ya ensangrentada.
Blanco


El bar que me hizo odiar a los Doors El rey lagarto siempre estuvo allí. Desde el principio. Desde el final. Apuraba la absenta de sus ojos en un trago de insólita belleza. Días extraños como licores sonámbulos. El bar tenía sobre el mostrador un enorme corazón desangrado. Un cráter de venas de aguardiente al que nos asomábamos como insectos enamorados. Verlo latir junto al sonido de tus pestañas, era continuar la canción que desaprendimos aquella tarde en la que murieron todos los peces. Pastaban los unicornios en el cuarto de baño. Solía acercarme allí casi a diario, con un rebaño de golondrinas o solo, con la cicatriz húmeda de las salamandras. Podía ser un día cualquiera, aunque tenía mis preferidos; los fines de semana tenían el color de las cartas marcadas, prefería el solo de trompeta de los martes, o el jueves elástico, trapecio hacia tu encuentro. Aunque mi favorito era el miércoles, lleno de huellas amarillas, nucas como flores abiertas, barcos que asomaban su hocico de buey tras la ventana. Donde la zozobra era la sal de las manos. Bebían los unicornios el zumo de las flores pisoteadas. El hombre que me hizo odiar a los Doors llevaba un arcoíris alquilado (como todos los arcoíris) prendido en la solapa de su gabán. Conservaba aún la mirada canalla de las pelis en blanco y negro, el dolor que trae la música que pronunciamos. Traficaba con ojos de ballenas solitarias, cordones desatados, verbenas mojadas por la lluvia. A mi me ofreció un trozo del corazón que aún palpitaba en la barra y comprendí. Supe del exilio cansado de los cometas, del naufragio que respira en la noche. Supe que nombrar era acariciar el lomo de los perros callejeros.
Del color de las llaves vencidas, así mi corazón, invocando el óxido que las lluvias han derramado sobre las cerraduras. Ya domesticado, lo saco a pasear envuelto en su dócil traje de alambre.
Me pronuncias. Soy tormenta que crece y muerde tu nuca. El dolor náufrago de todos los faros en el crepúsculo. Con la primera brisa han llegado cargados de hombres rotos los pájaros, sucios como trapecios sobre el océano. Bandadas amarillas como cometas en la arena, quebradas por los anfibios que lloraban entre nuestras piernas. Aún bebe el dolor del cristal donde Noche marchó a mendigar. Me callas. Y es de alga tu huida. Tan roja la amapola que pisas. Desde aquí sólo escucho el color vencido de las viejas ballenas, trazo mapas desordenados al amanecer, espero que la brújula señale el camino de los cordones desatados. Aún tarda la lluvia en borrar las encías de las caracolas. La madera tiene memoria de buzo. Hay otro mar donde podremos negar el agua que nos unió. Te nombro. Como un planeta desorbitado, como a los insectos que duermen en el dorso de mis manos. Desde el asombro te nombro. Quedará el agua y su memoria desbordada. Las geometrías desaprendidas en la esquina de los días. El humo donde ardieron todos nuestros barcos de papel.

 

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