Juan Carlos Méndez Guédez

El eterno y fugaz retorno

 

Composición (calado) sobre 'Cardenal norteño' de Esther Gómez Serra

 


A Freddy Castillo Castellanos, Rafael Cadenas, Alberto Barrera Tyszka, Lázaro Álvarez, Martín Castillo Morales y Gustavo Pernalete.


 

El presentimiento se repite todos los jueves.

Transcurren las horas de la tarde hasta que sol araña las persianas y se convierte en una naranja exprimida y triste, entonces la oficina queda desierta, recorrida apenas por el maullido de las computadoras, por la sospecha de que su padre vendrá a buscarlo para ir al béisbol. De allí los gestos, la prisa con la que despacha los documentos y revisa los informes pues casi podría jurar que una hilera de sombras aparece detrás de las vidrieras, invitándolo, llamándolo con sus manos.

«No es verdad —se repite siempre—, no es cierto», pero dentro de sus sienes sigue rebotando la idea: lejana, difusa.

Al principio creyó recordar que ese era el día cuando su papá lo llevaba al estadio Barquisimeto. Olor a tostadas, a pepsi-cola, a cerveza rancia. Gritos, risas. Las luces mordiendo el campo. Luego reconoció que aquello era tan sólo una de esas trampas del olvido, uno de esos agujeros de la memoria que se van rellenando con los materiales que se tienen próximos, a mano.

Así suele ocurrirle. Piensa en su hermana menor. Años sin verla desde que se marchó a Buffalo, entonces la recuerda, la imagina detalladamente y junto a él llega la silueta de la muchacha: su cuerpo delgado, sus hombros caídos y el rostro de Sinéad O'Connor. Error, advierte. Sinéad con ojos tan azules, su hermana con esas pupilas tan negras. Sinéad con una pelusa amarilla sobre el cráneo, su hermana con rizos castaños cayendo sobre sus hombros.

Algo similar ocurre los jueves. Su padre y el béisbol se enlazan ese día con la consistencia de un recuerdo irreal. «Pudo ser cualquier día», murmura, pero bajo su pensamiento parece circular una imagen en la que ambos caminan entre las gradas buscando un asiento, masticando tostones y bebiendo sorbos de cerveza fría.

Heberto ya lo olvidó: en realidad fue un lejanísimo martes cuando su padre lo llevó por única vez a una de esas tantas finales que perdió su equipo, y ocurrió aquella noche que, ganando Cardenales 7 a 1, los Leones remontaron la ventaja y terminaron venciendo con un jonrón del gordo Hernández. Un jonrón elevado, largo, que todavía Heberto siente como un sabor ácido en la garganta, como una basura en el ánimo a la que es necesario borrar con la contundencia de un escocés con hielo. «Te jodiste, te jodiste», le gritaba eufórico su padre mientras daba saltos celebrando la victoria de Los Leones. Pasados unos segundos Heberto vio como el viejo le daba un manotazo burlón en la cabeza y le tumbaba la gorra sobre una montaña de mandarinas, de botellas vacías y vasos de plástico.

Heberto no es hombre de grandes tristezas o nostalgias. De aquello guarda un vago resquemor. Apenas esa tristeza de los jueves que borra con un trago. Un White Label que le sirve para pensar en la fragmentada rapidez del juego, en el sonido agudo, gimoteante de cada batazo.

Pese al transcurso de los años le sigue gustando ese relámpago seco, casi doloroso del bate cuando castiga la pelota y esta vuela como una luna imposible. Él nunca se lo ha dicho a Luisa, jamás se lo ha explicado, pero ella es algo así como ese sonido, un chasquido intenso, redondo, igual al que se escucha cuando el swing es completo y la esfera blanca se cubre de nubes y se aleja y se aleja y termina golpeando las gradas del jardín izquierdo. Luisa es como esa plenitud, como esos batazos que cambian destinos (y no piensa, por supuesto, en aquel largo estacazo de Hernández, sino en los ocasionales jonrones de Oliver, de Scott, de Mouseby, de Fielder, de Pérez, de todos los suyos; hermosos jonrones de la derrota), que abren el aire de la noche y silban como un ave en picada. Entonces al meditar sobre estas cosas paga la cuenta y regresa a casa porque no quiere llegar junto a su esposa con el vaso en alto diciéndole que gracias al «gordo Hernández», Luisa mía, Cardenales 7 Leones 8, y mañana es viernes y no, tengo ganas de vivir, corazón.

Para Luisa los meses de octubre a enero son el tiempo más difícil del año. Comienza la temporada de béisbol, avanza, termina. Desde que se casó con Heberto el guión se repite. Su esposo aparenta calma durante los primeros tiempos, finge prestar una exigua atención a los resultados de los juegos, pero cuando de nuevo Cardenales accede a la final y en siete partidos se desinfla, Heberto se convierte en un ser irritable, en una persona que compra todos los periódicos, enciende dos televisores y la radio para presenciar con impotencia cómo su equipo pierde otra vez el campeonato. Allí es cuando ella lo observa encerrarse en el estudio y pasar horas y horas con la luz apagada, suspirando, rechinando los dientes, escuchando discos de La Orquesta Mavare. Entonces Luisa entra a la habitación susurrándole palabras lentas y lo invita a comer enchiladas, tacos, quesadillas y él acepta, de tal forma que cuando llegan al restaurante es común verlo incendiando de picante las comidas, impregnándolas de chile hasta que comienza a morderlas y los ojos se le irritan, se le vuelven un par de círculos turbios, llenos de agua sucia.

«El año que viene será distinto», dice Heberto entre bocado y bocado, pero de inmediato recuerda sus clases de la universidad, y especialmente aquellas de Antropología donde una profesora flaquísima les reseñaba el tiempo mítico que regía y rige algunos pueblos: ese continuo girar, ese pasado que es prefiguración de futuro, esa resbalosa serpiente enrollada sobre sí misma. «Así somos, Luisa, así somos —suspira él mientras la lengua le estalla como un pez escaldado por el picante—. Si Eliade hubiese sido de Cardenales de Lara su libro sobre el tiempo circular le habría quedado mejor. Siempre es lo mismo, llegamos de primero en las eliminatorias, ganamos las semifinales y luego cuando somos favoritos nos matan. Así siempre, así una y otra y otra vez, Luisa», pero a esas alturas de la conversación su esposa lo acaricia sin oírlo, perdonándole ese enero ingrato de todos los años, esa rabia infantil en la que se enfrasca porque su equipo de béisbol no ha ganado un solo campeonato en veinticinco años de existencia.

Luisa cree que todo sería más fácil si él fuese fanático de uno de esos equipos ganadores, soberbios, efectivos, pero él responde airado que la belleza es una larga espera, es un largo asedio sin respuestas inmediatas. «Diez años estuvieron los griegos para volver a mirar a Helena de Troya —murmura antes de irse al baño a afeitarse la barba con gestos rabiosos—. Además, la repetición de la victoria termina por vulgarizarla», insiste alguna vez con el rostro derrumbado entre las manos mientras en el televisor un equipo contrario (Los Leones, Las Águilas, cualquiera, Luisa ya no distingue) celebra el triunfo con gritos, abrazos y lluvia de champán.

Ahora bien, el suspenso de este día en que Heberto avanza por las torres de Parque Central es inexistente. Él no puede saberlo, pero cualquiera de nosotros que revise la fecha, 29 de enero de 1991, entenderá que hoy ocurrió al fin, que hoy por primera vez Luisa tendrá entre sus brazos a un hombre tembloroso, de voz entrecortada, feliz.

El escenario ya está previsto: dos sillas junto a la barra del «Río Chico»; el parpadeo del televisor; el cenicero de vidrio al lado izquierdo de las servilletas; el olor donde se mezclan las sardinas y las salchichas hervidas; un afîche de Catherine Fullop.

«Si todavía fuese posible el tono épíco, o al menos una frase en la que esta noche permaneciese como un magnífico estallido, como un clímax», pensará Heberto dentro de unas horas. Pero en ese instante su euforia se transformará en la idea de una mínima belleza, de un esplendor: un batazo que se eleva hasta hacerse cielo y golpear las gradas del jardín derecho. Una pelota que se alza, que es como un abrazo y es como el olor de Luisa en esas madrugadas sin sueño cuando sudorosa aprieta a Heberto entre sus piernas y lo absorbe y lo golpea y lo golpea con sus caderas.

Sólo que ahora Heberto camina por las Torres de Parque Central para llegar a la cita. No le gusta retrasarse y además se trata de un reencuentro inusual. Desde que ocurrió la separación, pocas veces conversa con su padre. Entre ellos las distancias han sido difusas y prudentes, sostenidas por esa tensa cordialidad que nunca tiene a mano las palabras justas, esa cordialidad hecha de silencios, toses, un rápido saludo en la espalda.

Pero hoy Heberto y su papá verán juntos el juego. Su padre se rió horas antes y le dijo que sería como presenciar la repetición eterna de una película. Un año más, Los Leones aplastando a Cardenales. Él fingió divertirse con el comentario y desde su estómago sintió un oculto ardor que ascendió hasta la boca.

Después de apurar el paso llega al bar escogido. Lo sabe antes de abrir la puerta por el aroma que exhalan el pescado y las salchichas. En verdad no entiende por qué a su padre le gusta tanto este sitio. Recargado de adornos, afiches de corridas de toros, retratos amarillentos, todos los objetos parecen respirar un aire de espesa vulgaridad. Sin embargo, ese es el lugar donde suelen encontrarse. Quizás es por el precio de las cervezas, por la posición estratégica del televisor. Heberto lo ignora. Lo curioso es que siempre que trata de reconstruir esos esporádicos almuerzos, esas ocasionales noches de tragos junto a esa barra, su padre aparece frente a él con el rostro envejecido y cansado de Willie Nelson.

Pide un whisky. Teme que con los años hasta Luisa irrumpa en el recuerdo con los senos de Pamela Anderson. «No estaría tan mal», sonríe pero sabe que en el fondo comienza a preocuparle que su pensamiento sea siempre como una cobija llena de agujeros que él termina por remendar de cualquier forma.

«Ya lo resolveré algún día», murmura mientras comienza a saborear su trago y desde la televisión brotan las iniciales imágenes. Quizás esta vez sea posible, piensa esperanzado, y frente a sus ojos se despliega un estadio lleno de camisas rojas, banderas, trompetas, un grupo de paracaidistas que cae sobre el campo. Todo parece la celebración anticipada de un triunfo, pero él piensa que ya hubo otros engaños similares. En el 76 con Aragua, luego una larga fila con Los Leones, luego el Zulia en el 84, y, aunque Heberto todavía no pueda saberlo, el campeonato regalado a Magallanes en el 96 cuando apenas falte un juego para ganar el título.

Bebe en dos tragos su vaso. Pide otro. Le agrada esa sensación de calor flotando en el estómago. Así resulta más sencilla la espera. Nunca le ha parecido fácil hablar con su padre y esta vez no será la excepcíón. La Agencia de Publicidad que él y Luisa llevan adelante necesita una urgente ayuda para escapar de un remolino de impuestos y facturas.

Después de muchos insomnios, de dudas y certezas, su esposa lo ha convencido sobre la necesidad de pedir ayuda a su papá. Dueño de una cadena de talleres mecánicos y de varios automercados, para el padre de Heberto ese aporte no representa ningún exceso. Él mismo lo reconoce cuando su hijo lo llama al mediodía y le hace la proposición. «Hablaremos luego, no me gusta hacer negocios telefónicos—murmura—, ¿por qué no nos encontramos esta noche a ver cómo otra vez pierde tu equipo?».

Sólo con esta última frase recordó que su padre se burlaba de él durante los juegos, «campesinito, Los Leones están desplumando a Cardenales», soltaba con un habano humeando entre los dientes. Pero ahora Heberto no está preparado para una negativa, tampoco espera una aceptación. Realmente no sabe muy bien qué esperar. Si Luisa no lo presiona con tanto ahínco habría preferido que acabara el campeonato antes de pedir cualquier apoyo.

Pero ella no entiende mucho. No entiende que con el béisbol se suspenden la angustia, el tedio, el olvido, no comprende que el béisbol es un territorio donde el tiempo y el espacio se reducen a ese campo de grama y arena sobre el cual ocurre la belleza. Y es que él mismo no sabe como explicarle que ella es tan hermosa como el sonido de un swing completo, que la vida nunca es tan perfecta como cuando un short stop vuela por el aire y detiene un afilado batazo, que pocos instantes se comparan a una línea golpeando la raya de cal. Jamás le ha interesado teorizar al respecto. Jamás ha podido. Una vez estuvo en una charla y un hombre de anteojos dijo que el fútbol se encontraba más próximo a la vida pues estaba regido por un tiempo implacable que fenece. Él se levantó y se largó a caminar por la calle. La vida es una espiral donde flotan múltiples duraciones del tiempo. La vida arranca y se detiene, se interrumpe, se prolonga, se hace lenta y se acelera. Como en el béisbol. Nada hay más eterno que una tarde en el consultorio de un dentista. Nada como las bases llenas en el noveno inning y el bateador dilatando y dilatando los minutos con una cadena de fouls que se repiten. Pocos instantes tan plenos y fugaces como el orgasmo, pocos momentos tan breves como un hit que atraviesa el terreno entre primera y segunda. Para cada forma de expresión que pueda mostrarnos el tiempo, tiene el béisbol una jugada. Así al menos piensa Heberto mientras descubre que hoy no es jueves. ¿Cuándo lo fue?, se interroga con melancólica certeza.

El juego acaba de comenzar. Derek Bell conecta un triple. Una línea que pica entre el jardinero central y el jardinero derecho. Las manos de Heberto se aferran al vaso y cuando Mark Whitten suelta un doble que se estrella en la cerca, ya él tiene entre sus dedos, el inédito, el no descubierto tercer vaso de whisky. «¿Dónde carajo está papá?», se pregunta y sin saber cómo se monta en el cuarto inning y en el cuarto White Label.

Hay una velocidad distinta impregnando el aire de la tasca.

Un hombre dura años y años en llevar una cerveza hasta su boca. Heberto lo mira y piensa que afuera las estaciones cambian, que la lluvia, el sol, la noche, el día, la nieve en los polos, las edades glaciares, toda la historia del planeta transcurre mientras ese vaso de oro líquido llega a la boca del hombre y se vuelve espuma entre sus dientes.

1 a 0. El juego continúa 1 a 0. Willie Bank lanza centella tras centella y los bateadores de Los Leones abanican la brisa. Heberto piensa que afortunadamente para Cardenales el juego es en Barquisimeto. ¿Afortunadamente por qué? Si fuese en Caracas él podría estar allí en la Preferencia, aguardando la agonía de cada jugada, espiando cada movimiento. Pero tal vez es mejor esta distancia, esta alegre prudencia que se interpone entre su mirada y el estadio.

Un hombre le habla. Por el acento sabe que es barquisimetano. Tiene en la mano derecha un vodka tonic y desde su boca asoma un cigarrillo que consume con rápidas chupadas. Le cuenta que se siente solo, extraviado en territorio enemigo, «vine hoy para unos negocios y no pude regresarme en el avión de las cinco», aclara. Heberto lo invita a compartir mesa hasta que llegue su padre, y pasados unos segundos quisiera decirle que él también siente como si en algún momento hubiese perdido un avión, «mi papá es de Caracas y se regresó de Barquisimeto con nosotros cuando yo tenía cinco años. No queríamos venir, mi madre lloró muchos años porque él la obligó a viajar, y quizás por eso fue como si nunca hubiésemos tenido permanencia real aquí o allá, como si siempre hubiésemos permanecido a un mismo tiempo en las dos ciudades, como existir y no existir en ambos sitios». Pero mejor es no abrir la boca, reflexiona Heberto mientras bebe otro trago, mejor dominar la incipiente borrachera. Dominarla de la misma forma en que José Escobar acaba de someter la ley de la gravedad para capturar el batazo de Visquel y hacer un out bellísimo. «Aquí va a pasar una vaina», grita Heberto y todo el mundo en la tasca lo mira con rabia. «Pero aquí va a pasar una vaina», repite su paisano cuando Alexis Infante se lanza de cabeza y realiza otro out irrepetible.

Silencio. Miradas hoscas. Las gentes de las otras mesas los miran con aspereza. Un quinto whisky se pasea por la manos de Heberto quien a pesar de la tenue alegría se pregunta si su padre se habrá retardado por alguna urgencia en la oficina. El reloj marca las ocho y media, las nueve y media, las diez..., quién sabe, la mirada de Heberto gira en los vidrios de los anteojos mientras toda su felicidad camina sobre el borde del vaso, sobre el filo de ese whisky que ya logró adormecerle el rostro.

Camina. Camina con pasos veloces y a su lado un hombre con las facciones de Willie Nelson trata de tomar su mano. Sobre ellos crece una luz vidriosa, una lluvia de gritos que se dilata como una esponja. Se encuentran en el medio del campo. La grama resplandece bajo las miradas y Heberto toma entre sus dedos la pelota, la explora, la aferra por las costuras y lanza una curva sublime que deja girando al gordo Hernández.

Pero tarda en llegar el padre de Heberto. En verdad nunca ha sido muy puntual. Jamás ha tenido una presencia muy concreta. Los años que estuvo en la casa era una especie de fantasma cuya voz apenas se escuchaba en las noches; somnolienta, cansada. Los únicos instantes que Heberto reconoce como totalmente compartidos son esos diciembres de licor y pavo al horno, esas fiestas caseras en las que el viejo adoptaba por segundos una brusca ternura: manotazos en la cabeza, palmadas en la espalda. Quizás por uno de esos movimientos fue que el día de la Primera Comunión Heberto se atrevió a abrazarlo y darle un beso. «No me gustan esas mariconadas. Que sea la última vez», le respondió el rostro de Willie Nelson con ojos vidriosos de alcohol mientras una atemorizada Sinéad O’Connor contemplaba la escena.

Octavo whisky. ¿Cuál inning? Una botella reposa en la mesa y de allí se sirven él y su paisano. La ebriedad se instala sobre ambos pero por instantes se disipa, como si la posibilidad de la victoria borrara el alcohol que circula en la sangre. Poco a poco la tasca se queda vacía, pero los ojos de Heberto no se despegan de una pantalla inundada de verdes y rojos. «¿Cardenales ganando 1 a 0? Seguro que pierden», dice un camarero.

Timlim pichará el último inning. Heberto mira la hora, pero el reloj da vueltas en sus retinas. «Qué carajo importa», concluye. Su paisano bebe directamente de la botella y él lo imita con un trago largo, larguísimo, que suena como vidrio al pasar por su garganta. «Tres outs, tres outs nada más», dicen en voz muy baja los dos y sin ponerse de acuerdo se abrazan para mirar de pie esos últimos instantes.

En el noveno inning batearán los mejores jugadores del Caracas. Timlim se complica con el primero y le da tres bolas. Bradley lo observa, lo amenaza con asesino bate zurdo. Luego el caraquista hace un swing largo pero le sale un inocente ratoncito que se arrastra por segunda base. Primer out.

El padre de Heberto no ha venido. Ya no viene. En verdad poco le gusta dejarse ver. Cuando se fue de la casa sólo enviaba cartas. Cartas que su ex esposa guardaba en el armario para que los hijos no pudieran leerlas. Pero ahora Heberto se detiene en una esquela que pudo hurtar en un descuido de su madre. Allí, el papá afirma que ninguno de los muchachos tiene futuro ahora que él se ha ido. «El varón no servirá para un carajo sin mí. No tiene visión, no tiene aguante».

Heberto quiere odiarlo. Quiere odiarlo, pero Antonio Armas está bateando, está golpeando la brisa y se poncha. «Un out, sólo un out, papá, y ya no esta el gordito Hernández para salvarte».

Y el rolling más lento de la historia sale del bate de Óscar Azócar y se mueve tembloroso por la grama, se hunde, rebota, salta, se aquieta. Fuera del campo ocurre el universo, la noche, la lluvia, el sol, los cometas, los agujeros negros, papá enviando cartas para declararme jodido en tiempo presente y futuro, pero en un instante Luis Sojo toma la pelota, gira la mirada hacia primera base, afina la puntería y lanza. En la mitad de un segundo estalla y confluye una antigua noche de béisbol, una mujer que tiene el rostro de Sinéad O'Connor, la quiebra de la Agencia de Publicidad, un manotazo, una montaña de conchas de mandarinas.

Asdrúbal Estrada levanta los brazos. Es el fin, Luisa, es al fin, amor mío. Y tú no entenderás qué ocurre, ni sabrás de esta fiesta pequeña de dos hombres que gritan y saltan en una tasca de Caracas para celebrar una victoria que es como una larga noche de veinticinco años.

Los botan del bar. Botella en mano Heberto se despide de su paisano y le propina un abrazo eufórico. «Sabes —le dice—, mi hermana Sinéad O'Connor es bella y muy pendeja por vivir en un pueblo de Estados Unidos donde la gente se muere en mitad de un bostezo; pero más pendejo soy yo que estoy tan contento y mañana no tendré trabajo».

Se siente extraviado. Conoce muy poco estas horas de la ciudad, este desierto expectante que es Caracas en la madrugada. Toma un taxi, le balbucea la dirección de su casa y por unos instantes duda: «¿y si le dice que lo lleve a Barquisimeto, que a cuatrocientos kilómetros la fiesta es dura y apenas comienza?». Minutos atrás habló con sus primos y al fondo se escuchaban los cohetes, los gritos, «venite ya, vení, vení», le decían y él que siempre quiso estar con ellos en este momento se encuentra en Caracas aguantando las náuseas para no darle gusto al enemigo.

Se baja unas cuadras antes de llegar al edificio porque el alcohol y la oscuridad lo confunden. Tres muchachos hoscos lo miran desde la otra acera al tiempo que gritan: León, León, León. «Caraquistas resentidos», piensa él, y como si le leyeran la mente se le acercan, le piden unos cigarrillos y uno le mete la mano en el bolsillo para sacarle el dinero. Los empuja, pero está tan mareado que es él quien termina rodando por el suelo. Se escuchan las risas.

A tumbos llega hasta su edificio pues el aire de la madrugada y el susto lo despejan un poco. Luisa debe estar angustiada pues él no suele llegar tan tarde. Le contará todo, y le leerá ese libro que le regaló su mamá hace unas semanas: «Neblinas de Nueva Segovia de Barquisimeto» de Freddy Castillo Castellanos, para que ella también reconozca la ciudad que a él le robó su padre, «porque no sólo nos deja sin futuro, Luisita».

Cuando está a punto de tomar el ascensor Heberto siente una arcada, luego otra. Una mano le tensa la garganta y el whisky viaja desde su estómago hasta los helechos de la planta baja. Casi desmayado abre los párpados y, feliz, supone el rostro de Willie Nelson descompuesto frente a un televisor.

Toma las escaleras y al llegar a casa escucha la radio. Luisa lo espera despierta. Aunque tenga que amanecer con ella hoy le va a explicar por qué es hermosa como un batazo que se eleva junto a las nubes y se pierde en las gradas del jardín central. Es necesario que hoy lo sepas, que hoy lo entiendas, repite al sacar las llaves.

La puerta se abre. Luisa lo aguarda: olor a madrugada sin sueño.


 

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