Hipólito G. Navarro
Lección inaugural de la Escuela Peripatética
“Se puede
considerar al hombre
como un animal de especie superior,
que produce
filosofía y poemas, poco más o menos
como los gusanos de seda
producen sus capullos
y las abejas sus colmenas.”
Hipólito
Taine:
“Ensayo sobre las fábulas de La Fontaine” (1853)
Un
día de primavera en Atenas, a las 11:22 a.m.
Bajo la sombra
de unos árboles no clasificados aún en las Botánicas que por esos
días se preparan, tiene lugar la lección inaugural de una nueva
escuela filosófica, escindida de la Academia.
Su flamante
director, Aristóteles, estrena túnica y un recortado de barbas muy
discreto.
Se han elegido para esta primera clase los jardines
del Parque Anaximandro sólo por el mayor cuidado que presenta su
césped, una variedad de grama oronda, y porque por ellos atraviesan
los jóvenes que van camino a la Academia, por si alguno que otro se
quisiera matricular.
Asisten desde el comienzo los discípulos
más aventajados. Pocos, pero incondicionales:
Eudemo de
Rodas, editor de la obra moral completa del maestro. Tanto insistió
Aristóteles durante los pasados días para que estuviera presente
hoy, que no ha tenido más remedio que dejar por unas horas el taller
en manos del encargado, muy a su pesar. ¿Se atreverá a pronunciar
unas palabritas sobre lógica? Tal vez unos tragos de licor de nardos
lo animen, ¿qué dice?
Teofrasto de Lesbos, que ha sido
bastante crítico con algunos puntos de la doctrina aristotélica,
permanece sin embargo fiel a las enseñanzas fundamentales de su
maestro y ahí está, preguntándose si se valorará en su justa
medida el madrugón que se ha pegado para llegar el primero, dos
minutos antes de las once. La noche anterior ha trabajado
intensamente en la redacción de su última obra, de título
provisional Los caracteres. Considerados como definitivos ya
los capítulos que se ocupan del vanidoso, del fanfarrón y el
inoportuno, estuvo corrigiendo hasta bien tarde las parrafadas que
quiere dedicar al descontento. Hasta las cejas de infusiones de
anacardos, se puede decir que no ha dormido ni tres horas.
Por
descontado que seguirá el de Lesbos en sus trece en esta nueva
Escuela, rebatiendo algunos puntos que quedaron en suspenso cuando
aún pertenecían todos al personal de la Academia. Contra la
doctrina del intelecto activo, por ejemplo, ha pensado objetar que el
error y el olvido son incompatibles con la función de ese intelecto,
si bien para no pecar desde la primera clase de impertinente trae
preparada una disertación menor sobre las heridas y cicatrices
ajenas, una especie de prólogo a una investigación mayor en la que
ya también trabaja y que pretende intitular ringorrangosamente como
Del ombligo del mundo y sus alrededores.
Es la
presencia del editor Eudemo de Rodas la que anima a Teofrasto a
largar de sus proyectos, a magnificarlos, a convertir incluso en
trabajos muy avanzados, en fase poco menos que correctora, lo que aún
no es más que vaga y deshilachada inspiración. Sí es cierto en
cambio que para esta clase primera trae ex profeso una enorme
sorpresa, en forma de material altamente inflamable: el desaparecido
librito de versos de Protágoras, seis rollos numerados, descubiertos
por Platón hace unos días en el último rincón de su caverna.
De
más sabe Teofrasto que no lo valen, pero ha pagado con gusto tres
dracmas por cada uno de los pergaminos. (“Las desavenencias entre
filosofía y poesía vienen de antiguo, querido amigo Teo”, llegó
a afirmar el vendedor al desprenderse sin pena de los rollos.) Un
aprovechado, ese Platón, que no pudo siquiera disimular su regusto
mientras guardaba tan pequeño capital entre los pliegues de la
túnica (una de las monedas era, además, jocosa y consumadamente
falsa).
¿Será necesario señalar que tanto Aristóteles como
los demás presentes sospechan que Teofrasto de Lesbos acaricia de
cerca y en secreto la dirección de esta nueva escuela? La lógica se
impone. El maestro jamás suelta prenda de su edad, pero ahora, al
aire libre, se le ve verdaderamente envejecido; ni el muy cuidado
recorte de barbas ni el atuendo consiguen disimular en algo los
estragos que sobre su persona han dejado el tiempo y la
filosofía.
De la apenas disimulada lentitud de reflejos del
viejo maestro se percata sobre todo Aristoxeno de Tarento, un
consumado especialista en la observación de la decadencia de las
grandes figuras del pensamiento. Los datos que obtiene Aristoxeno de
esa penetrante observación, como es sabido, le sirven para componer
más tarde magníficas y muy adobadas biografías, tan enormemente
solicitadas que no dan abasto los talleres de copistas, sobre todo
los ilegales. Está de moda el chismorreo pre y
postsocrático.
Aristoxeno de Tarento, sin embargo, asiste a
esta clase inaugural de chiripa (por casualidad), porque se ha
encontrado de sopetón con la sede de la nueva escuela cuando paseaba
en un descanso de su trabajo, la redacción de la que va a ser
primera biografía oficial (autorizada) de Pitágoras.
Discípulos
en sentido estricto, matriculados de antemano, con bártulos
preparados para tomar notas si fuese menester, son también Estratón
de Lámpsaco y Dicearco de Mesina. Discretos, comedidos, permanecen a
la espera de la primera disertación en silencio, sentados en la
hierba.
Constatan que el césped del Parque Anaximandro es
demasiado bueno: conserva como pocos las gotas de rocío hasta bien
entrada la mañana.
Tras ellos, en labores de espionaje para
la Academia, el cínico Crates, acompañado de su muy bello y
jovencísimo discípulo Zenón. Podrían los dos boicotear la clase,
de proponérselo, haciendo uso de una falsa, explosiva información
sobre los macedonios.
Entre las 10:58, momento exacto en que
llegó al lugar de la cita Teofrasto de Lesbos, y las 11:17, cuando
el biógrafo Aristoxeno de Tarento se ha unido al grupo, sólo se ha
hecho tiempo, llegando a conseguirse una cosecha de diecinueve
minutos. Ahora, contados los asistentes y comprobado el mínimo
quórum necesario, deciden guardar cinco minutos de silencio, para la
concentración, y dar así comienzo, como se dice en la primera
línea, a las 11:22 a.m., un fragmento horario inmejorable para
inaugurar, ¿no?
Poco duchos aún en las técnicas narrativas,
toman la palabra por turnos, como en el teatro:
Teofrasto de Lesbos (como al descuido, mientras habla, enrolla y
desenrolla los pergaminos del poemario de Protágoras): Para ser
ésta una primavera bastante loca, en exceso entreverada de nubes y
de claros, se ven muchos ombligos al aire. Muchísimos, yo diría. Ya
reparamos en ellos durante las jornadas más limpias y calmas del
invierno, pero parece que es ahora cuando aquella tímida vanguardia
se reproduce de manera osada e incontrolable, a “tutti
plan”.
Dicearco
de Mesina (interrumpiendo): ¿Escuela
políglota tenemos?
Teofrasto de Lesbos (contrariado, hace sin
embargo como si no hubiese oído): Veo, miro, remiro, contemplo y
admiro pues esta primavera muchos, muchísimos ombligos. Ombligos al
aire a veces emparejados, formando en otras ocasiones triunviratos,
cuartetos y sextetos, octetos, nonetos y dodecaptanos, hasta montones
de ellos simultáneos todos perdidos los veo también, lo que se dice
vulgarmente arrebujados y a la vez. ¿Demasiados ombligos quizá?,
¿excesivos ombligos tal vez? ¡Quí lo sá! Mejor sería no levantar
la vista del espantoso poemario que leemos en la mañana del parque.
(Con la mano haciendo visera sobre los ojos recorre en semicírculo
el espacio del parque que queda tras los discípulos y el maestro. En
efecto, algunas jovencitas pasean la furiosa moda de las túnicas
sesgadas, que dejan ver ombligos, senos, cosenos... Teofrasto se
abanica el sofoco con los pergaminos abiertos como paipáis.) No me
refiero por supuesto a ombligos exentos, a ombligos que pudiesen
circular sin dueño, por su cuenta y riesgo, atravesando la mañana
como peligrosos guiños anónimos. ¡Qué más quisiéramos! Me
refiero, es claro, a ombligos acompañados de una franja más o menos
generosa de cintura, a ombligos que añaden a su eterna condición de
andrógino una oblicua cinta de piel con el género muy a las claras
resaltado. Son por tanto y como no podía ser de otra manera ombligos
con propietario —con propietaria, quizá mejor—, ombligos como
aquel que dice con nombre y apellidos. Son, para fijar la idea de una
vez por todas, sin tanto titubeo, ombligos-rúbrica, ombligos-firma.
Un firmamento de ombligos es lo que esta primavera se nos viene
encima, maestro.
Aristóteles (aprovechando el guiño): Muchos
ombligos ciertamente, Teofrasto; ¿y la lección para
cuándo?
Teofrasto de Lesbos (sin disimular el enfado por la
ofensa del maestro, que ha dudado en voz alta de su introducción):
En ella estamos, maestro.
Estratón de Lámpsaco:
¡Hmm!
Teofrasto de Lesbos (un ojo puesto en Estratón y el
otro en el maestro, forzando un estrabismo divergente de cierto
atractivo, seductor incluso): Un firmamento de ombligos es lo que se
nos viene encima. Más que nunca entonces andamos rodeados de
ombligos de toda clase y condición. Lo que no deja de ser una suerte
mayúscula por otro lado, pues una abundancia olímpica hace pensar
enseguida en algunos tipos de deporte, ¿y qué deporte más sano y
recomendable que el de mirar ombligos ajenos?
Crates (en un
susurro): ¡Brillante trenzado!
Teofrasto de Lesbos (cerrando
la mirada a convergente): Por de pronto atender a tantísimo ombligo
reclamando la atención trae consigo una consecuencia inesperada que
se hace agradecer apenas lo piensa el pensador: hay que dejar en un
aparte el imposible, el equivocado atadijo de poemas que pretendíamos
leer (tira por los aires los rollos de poemas de Protágoras; uno de
ellos cae sobre la cabeza del editor Eudemo de Rodas; éste lo recoge
con una sonrisa). Son ahora estos ombligos que exigen nuestra mirada
como poemas recién paridos. Su único verso, más o menos redondo,
más o menos estrecho y alargado, pretende sugerir el poema entero, y
la mayoría de las veces, demonios, lo consigue. Poco bricolaje u
ortopedia necesitan estos ombligos de última generación para
convencernos por completo: un aro diminuto, una perla azul...
Eudemo
de Rodas (leyendo los versos de Protágoras que le cayeron encima):
¡Coño, coño, coño...!
Teofrasto de Lesbos (comenzando a
arrepentirse de su ingeniosa burla, pues el editor de Rodas se
levanta del sitio, se separa la túnica empapada de las nalgas y
recolecta los pergaminos esparcidos por el césped) (y levantando la
voz): ¡Repito!: un pequeño arete, un abalorio de
cristal...
Aristoxeno de Tarento (a Dicearco): Demasiada
interrupción.
Teofrasto de Lesbos (enfilado, sin atender a
nada): Ahora bien, diferenciemos: no es lo mismo mirar que mirarse.
El deporte más común de mirarse uno su propio ombligo es ejercicio
obviamente onanista, perverso, empobrecedor. (Risas.) Adviértase que
el ombligo, tenue montaña a veces, breve caverna con escaso misterio
en su interior en ocasiones, por más que se adorne con aretes,
perlas o tatuajes, no deja de ser otra cosa que una muy camuflada
cicatriz. (Rumor de voces, que no atiende.) Mirarse el ombligo viene
a ser entonces lo mismo que respirar por la herida. (Más risas.)
Mirarse el ombligo propio es una soberana pérdida de tiempo,
habiendo como hay en derredor miles de jugosas y prometedoras
cicatrices ajenas invitando a su contemplación. (Abiertas
carcajadas.) (Se levanta, cede el lugar de orador al próximo a
intervenir. Aguanta estoicamente una mirada atravesada del maestro
Aristóteles.)
Se cruzan entonces Teofrasto y Eudemo de Rodas.
Una casualidad que podría estudiarse a fondo de manera
psicoanalítica (llegado el día) hace que los dos se saluden en
silencio, guiñándose mutuamente.
Eudemo de Rodas (tomando
asiento en el césped que han secado las posaderas de Teofrasto de
Lesbos): Muy buena disertación sobre las heridas ajenas, Teo; no te
olvides al final de pasarme esos papeles. Por mi parte (sonríe con
descaro Eudemo de Rodas mirando al maestro, y levanta a modo de
saludo una generosa petaca de licor de nardos, de la que toma un par
de tragos), por mi parte, apenas unas palabritas sobre lógica, quizá
ya escuchadas por ustedes en alguna clase extraordinaria de la
Academia durante el curso pasado... (murmullos generalizados lo
interrumpen; se echa al coleto otro par de lingotazos).
Zenón
(en un susurro a su maestro Crates): ¡Hostias, las verrugas otra
vez!
Eudemo de Rodas (sin levantar la mirada de los rollos de
Protágoras, como si leyese en ellos lo que tiene que declamar): La
lógica, no se sabe muy bien por qué, suele ser a menudo una cosa
verdaderamente aplastante. Uno se engaña y reconforta a ratos
suponiendo que quizá la lógica sólo es aplastante en la misma
medida en que las sequías son casi siempre pertinaces o incipientes
las calvicies, es decir, meras combinaciones de sustantivos y
adjetivos requetegastadas por el uso y el abuso —y dejad, dejad que
vengan los romanos—, pero en el fondo uno baraja otras sospechas.
De poco sirve la coexistencia de excepciones. Ya aparezcan de vez en
cuando sequías imaginativas, lógicas matemáticas o calvas que en
justicia son poco más que un último bigote posado en la nuca, en
poco adelgaza la magnitud de mi primera tesis: la lógica suele ser
casi siempre, mecachis, terca y aplastante. Pongamos para verlo un
ejemplo peregrino y censurable: las verrugas.
Algunos
murmullos y tímidas risas llegan a las orejas de Eudemo de Rodas.
Los comentarios que pueda cosechar su conferencia, que imparte como
es lógico de forma gratuita, le importan un comino. Eudemo no tiene
ninguna necesidad de hacer méritos en este primer día de clase de
la nueva escuela; antes al contrario, son el maestro y el resto de
discípulos y oyentes quienes deben comportarse al atender a su
discurso, que para algo es Eudemo el editor más grande de Atenas y
de más de la mitad del Peloponeso. Si hay alguien hoy en el parque
sin ningún compromiso de continuidad para con la escuela, ése es
Eudemo.
Aristóteles (suspirando claramente, según puede
constatar el perspicaz observador Aristoxeno de Tarento): Continúa,
hijo mío, que no te detenga el rumor del viento entre las
hojas.
Eudemo de Rodas (sin mirar al auditorio): Las verrugas,
decía... Yo mismo, antes de lanzarme a la peligrosa aventura de
editar (y muestra con un guiño los rollos con los versos de
Protágoras) fui corrector de pergaminos durante años —¿o fueron
lustros?—, y me empleé a fondo en varios talleres para idéntico
menester, así que no me caben dudas al respecto: las verrugas, y en
esto abundan todos los diccionarios hasta la fecha, se escriben con
uve, por más que una lógica aplastante haga suponer que las
verrugas podrían escribirse con be. O sea, las verrugas,
excrecencias anatómicas de importancia relativa, extremidades
menores del individuo, habitan, además de en la epidermis, en los
rollos últimos de los diccionarios, cuando cierta lógica podría
haberlas situado en los primeros, con el mismo rango de privilegio
que ostentan palabras sin embargo menos útiles tales como apsiquia,
bragadura o cariocinesis, por poner tan sólo ejemplos que comienzan
con a, be y ce.
Ciertamente los murmullos pueden confundirse
con el rumor del viento entre las hojas, de tan leves; sin embargo,
Eudemo y Aristoxeno los registran, cada uno a su manera, por si
hubiese que tirar más tarde de esa falta de respeto.
Eudemo
de Rodas (continúa sin inmutarse): Nadie discutirá a estas alturas
que el redondelito de la be sujeta mucho mejor el contenido que se
supone alberga la verruga. La uve de la verruga, se comprenderá
pues, no procede de etimología alguna, sino de la lógica. Es tan
aplastante la lógica que hace imaginar berrugas con be que esa misma
presión es la que termina por reventar la forma de la letra, hasta
convertirla en uve, generando entonces verrugas venidas muy a menos,
vacías de contenido, sucedáneas perdidas. Quizá por esta misma
razón los estudiosos de la materia, los discípulos dermatólogos de
Galeno, insistan en apellidar a las verrugas como papilomas, una
manera sencilla y discreta de regalarles un par de bes invertidas, a
falta de una.
Dicearco de Mesina (interrumpiendo, ahora sí):
¿Escuela policlínica tenemos?
Eudemo de Rodas (a palabras
necias..., hace como si no hubiese oído nada): Pero vayamos más
lejos con el ejemplo: si uno contabiliza en la superficie de su
cuerpo, pongamos por caso, seis berrugas con be, cierta lógica
permite suponer la intención de pasarse más tarde o más temprano
por donde el especialista de la dermis y epidermis. Es el inquilino
supersticioso de nuestra cabeza quien nos desanima con sus
advertencias: “Las verrugas ni tocarlas”.
Estratón de
Lámpsaco (carraspeando previamente): Ya se sabe: la lógica de la
superstición explica de manera muy clara que por cada verruga
eliminada aparecen luego siete nuevas, ¿o eso eran las
canas?
Eudemo de Rodas (agradeciendo a Estratón con una
sonrisa verdadera): Justo. Bastará entonces una simple operación de
multiplicar para comenzar a alarmarse: seis por siete cuarenta y dos,
¿no es verdad, maestro?
Aristóteles, pillado en el comienzo
de una siesta, no atina a responder. Crates y Zenón aprovechan para
levantarse. Acaban de recordar que peligrosas tropas macedonias
podrían tomar el parque, la ciudad, en cualquier momento. Así lo
expresan a los ahí reunidos. Todos se levantan. Urgen a Eudemo con
los ojos.
Eudemo de Rodas (apurando el argumento, a la
desesperada): Una piel con cuarenta y dos verrugas nos aboca a una
lógica aún mayor: no somos nosotros los que debemos ir al
dermatólogo, es el dermatólogo el que debería venir a estudiarnos
a nosotros. (Tira los pergaminos, se levanta para irse también, pide
disculpas a una chica con ombligo en forma de verruga que escuchaba
su disertación, y concluye): Se observa uno las verrugas mientras
constata otras realidades: la incipiente calvicie, la pertinaz
sequía, la lógica aplastante de que alguna vez había que terminar.
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