Enrique Mujica

Poemas

 

Egon Schiele: Vally con blusa roja

 


El espectáculo mundial




Parapara, 1950. Escuela Federal N° 333.
Enrique Mujica, primer grado.
Lucía Álvarez Rivero, maestra regente.
Calles de piedra y hueso y soledades indias.
Los burros comen bahareque y escampan en los
corredores. Ya he sabido desde entonces que la
vida no da para más. Tengo cien años como un
niño y una melancolía de chinchorros en la
penumbra, en el hontanar de un cuarto enorme
como un patio, que también servía de baño. Una
mañana fría me sorprende un toro en el zaguán,
husmeando la paja seca de las paredes. Revienta
la tortilla, el huevo frito, desde el orégano hasta el
cedro. Canta un pájaro y cae una lechosa entre dos
profanaciones de mi tío borracho. Más allá,
después de los grises y de los ocres, junto a las
púas de las invictas alambradas, grandes viejos de
a caballo, curtidos por la ignominia, aparejan
ganado tarde tras tarde, como en una conversación
intrascendente, como hablan y divagan los presos
habitantes condenados a ciudadanía.
Horas de paso como en los viejos hoteluchos de
mala fama, como en el apuro de una prostituta de
alivio, así he sabido desde entonces que la vida no
da para más, que si en algo puede dar ya no es
posible por tanta mala fe, que si en algo se da
como de ñapa no es sino para volver y comenzar
la preterida infancia o para seguir quemando la
desahuciada vida adulta entre los anhelos
prohibidos y la muerte.



Yendo por donde mismo como siempre, desde la multitudinaria cárcel del automóvil, esa tiniebla cotidiana e intraspasable, he visto alguna vez, como en una pelicula de Bergman, en la cercanía de la pantalla de la jaula, un vagón delantero, ahí, en la lentitud y en el sopor de la cola, en la tristeza secreta, en la íngrima abulia, en la depresión perseverante, ahí he visto la soñolienta, veraz, indiferente y torva sumisión en el qué sé yo de qué tan seca y socrática final sabiduría, más allá del yo sólo sé que ya ni sé, la funérea y apócrifa cara de las vacas, de las apaciguadas y lerdas, transportadas, incómodas, pacientes, con las largas pestañas de la cosmética nuestra, con los últimos relentes de algún paraje verde a cielo abierto, transidas, dándose como de cabezazos ajenos y golpes y tumbos y tirones, tropezones, portazos y sobresaltos, a cada frenazo del camión, que sin ninguna relación formal con ellas las lleva en un paseo insospechado, en su inextricable conformidad, al matadero aceitado y ávido, al degolladero de la compañía anónima, al descuartizadero sibilante, al aparatico de la carne molida, de la rodaja, del steak, a la segueta de hueso, al horno de quemar rabos, cascos, cabezas y mugidos, del tan agraz y productivo negocio de la carne; así lo he visto desde la más lastimosa impotencia y he pensado también en nosotros y en el mismo paseo en el que vamos al garete sin el trámite previo, el que alguien en su camión concierta para nosotros, sin que ni por asomo sepamos a dónde nos llevan ciertamente, a qué matadero más triste y más ignoto, a qué paradero de sombras más acorde con nuestras ínfulas, con nuestras ridículas suposiciones, con nuestros esquizofrénicos preciosismos, en fin, con nuestra postura altiva y arrogante, sin que ni siquiera tengamos como las vacas, en qué cifrar la relativa tranquilidad y la resignación, así desapasionadamente, como ellas que asienten en su pobreza, no más allá de la mecánica repetición en la rumia inveterada, en la indigencia de su ruindad herbívora y mera, sin fondo y sin meollo, o sea en la única y humilde recapitulación posible de la bola de paja, próxima y ajena en la memoria, panza, libro, bonete y cuajar, de la bola de paja tan íntima en su universo y en su inasible misterio, lo que igualmente pudiera ser, por mínima justicia y por consideración, ingenua distracción y extravío, también para nosotros, que nos alimentamos, en la misma inconsistencia, de la bola agria del amor civil, de la bola insípida del habla, de la bola indigerible de la ignorancia, de la bola miserable de la guerra y de la bola ignominiosa de la vana sospecha.



Un aroma lejano de la casa materna, un aroma tímido y doliente del ánima del tango, me pone a flotar en la neblina del contratiempo, entre los toquecitos y los gajitos de temor de la mañana gris, en un acceso de debilidad, en un aire de pasado no vivido, en un soplo de la locura inocente y desperdiciada. Se rompe al fin el mundo en tímidas burbujas y aparece el cataclismo de la verdad insolente como una mano gruesa, como una imprecación, el cepo de los días obligatorios, las naciones unidas, unidas a metrallazo y bomba en la natilla reluciente y policroma de sus mapas, la sagrada esquizofrenia, propiciada y reconstituida, la íntima soledad que ha roto con todos los rostros, la insidiosa pantalla de la televisión, fulgurando como el ojo del diablo contra la sordidez de los ranchos, contra las hojas lívidas del boulevard, ofreciendo sus cosméticos archirrecontraconquistadores, sus helados de fruta montaraz, sus vacaciones de cowboy en las praderas embanderadas de los centros comerciales, sus paquetes chilenos, sus cajas chinas, sus atormentadores para el insomnio. Un fragmento de la historia y una pausa, un rezongo de la inmortalidad para pulsar el botón del aparato de sonido y entonces, entre la traición electrónica y el calor sofocante del pesar diario, aparecen los viejos patios de Buenos Aires, la sonrisa de aquella ropita humilde y todavía humilde en el solimán de los arrabales, una frialdad de parachoques de hierro manso, las silletas en rueda bajo la parra y el fulgor bobo del día en la lejanía de alguna esquina, aunque también pudiera ser Méjico y sus rotosos caserones indios, hundidos en la somnolencia de un callejón de charros, en una desaforada altanería entre llantos y revoluciones, o pudiera ser también una taberna de Nueva Orleans en el frío azul de una madrugada entre los algodones y los relámpagos del saxo de Charlie Parker, o pudiera ser simplemente la mismísima casa de mi abuela, un bahareque con vehemencias de muertos y naranjos indolentes. Qué no pudiera ser, señores, en una pausa, en una tregua de este pandemónium, como en una extremaunción, como en un mareo; qué no pudiera ser para que todo se caiga en la tiniebla íntima del no ser, ese botón que prende el tocadiscos, que apaga la ignominia viva de la telenovela genital, qué no pudiera ser para que el mundo entero de estos ladrillos se desvanezca.


 

ESCATOLOGÍA DE LA REPETICIÓN

El universo con su parafernalia solar incandescente, con sus rayos cósmicos invictos, con sus escudos magnéticos indescifrables, con su espacio curvo incomprensible, con sus barrancos de hielo sideral impenetrables, no es más —para nosotros que pululamos entre acideces estomacales y depresiones— que una máquina obstinada de fabricar mañanas. Vivimos como si coleccionáramos mañanas, como si cosecháramos elucubraciones sobre el inescrutable destino, como si ensayáramos una gimnasia de gestos, de poses hieráticas para remozar en el indolente espejo de los baños la imagen de un rostro cada vez más ruinoso, cada vez más ajeno. Nacemos diariamente en el abismo de la mañana. Recomenzamos la vida como a la deriva y en dos tiempos, el de la desocupación de los intestinos y el de la manía de componer el mundo. Renacemos pues en la sentina de los íntimos olores, en esa aspiración ávida y secreta que los viejos sabios chinos recomiendan certeramente para moderar la circulación de la sangre y para fortalecer el corazón. La otra disposición es la de producir, como digresión en el estridente discurso del orgullo, un paréntesis, una nueva ideología, fundada sobre los contundentes elementos escatológicos del "todo esto es una mierda", doctrina que a la postre, por la fuerza de la costumbre y de la insistencia, como todo lo que nace, crece y se reproduce, advendrá en sistema, en cosa manida y en penuria, volverá a su origen, al laberinto anónimo de las cloacas, al inodoro inevitable de la historia de siempre, a los albañales de la vida oscura, indiscernible.

 


Poemas del decir


 

Qué seremos al fin, de tanta negación,
de tanto no poder, de tanto decir no.
Qué es esto que sólo dice "qué es esto"
en las ansias del llanto, en las ardientes
ruinas del deseo. Qué fantasma aparecerá
pegado a nuestro cuerpo como una
silueta de papel, como una fumarola
de luz negra. Qué terminará siendo
la mente deslumbrante, anclada en la
desolación de un corazón muerto,
de un vacilante esqueleto, como si el
solo ingenio de los hilos pudiera
devolver la triste elegancia a las
marionetas desvencijadas, quebradas,
rotas. Qué seremos algún día, de tanto
no vivir, de tanto no sentir, de tanto no
intentar ni siquiera dar un paso más allá
de nuestra irremediable ausencia.



Dejar llover y
dejar caer el sol
como algo imposible,
volver a comer
en casa
de mi madre,
arroz amarillo,
carne seca,
aroma verde
y tiempo,
sin pesadumbre
entre la espuma azul
de las petunias
y el rosal blanco,
sin preguntarme
nada,
sin responderme
nada,
como me imagino
que debe vivir
Dios.



Más allá del ingenuo sentir y del común entusiasmo, de la euforia civil y del desgano, de la secreta presunción y de las pequeñas sombras, más allá de cierto pavoneo sensual e inteligente, un poema debe cambiar tu vida, tu destino, tu dolor insobornable, tu orgulloso desdén, debe desengañarte, hacerte más indiferente ante la muerte, más implacable ante tus envanecimientos, menos susceptible, menos evanescente. Por eso un poema debe ser claro y convincente, como un golpe de hacha, de un claro decir como un hallazgo inteligible, duro y abierto, con palabras enteras y exactas, aunque pretenda denodadamente expresar lo indescífrable, lo indecible, lo luminosamente inédito. Un poema nunca debe ser un vano misterio, una piedra oscura y brillante entre millones de piedras oscuras y brillantes como un grano de arena en el desierto, como una estrella detrás de las nubes entre mil estrellas, no, un poema debe finalmente decir, decir su maravilla por encima de todos los poemas.



Vigilia de los metales


 

Yo tan esclavo,
tan pobre de esperar,
tan muerto de pensar,
tan seco de escribir,
tan sabio en mi cofre de momia,
en mi pergamino de sangre,

y ella tan viva de vivir,
tan viva de ser joven,
de ser bella, de ser nadie,
silvestre y en sazón,
fruta de la estación,
tan viva de ser fresca,
de ser dulce, de ser desconocida,
de ser desperdiciada,
ebria y jugosa y rojo hembra,
que no escribe.


 

Contra la impunidad de los calendarios,
contra la filosofía desinflada
de todos los tiempos,
contra la certeza de los equivocados,
contra la codiciada limosna de estar vivos,
contra toda la fuerza de la luz,
contra la despiadada recriminación
de las ventanas,
contra la indiferencia de los dioses,
madre
lava la ropa
en pleno día,
estruja contra lo duro una pobre camisa,
exprime
fuera del tiempo,
fuera del llanto
y enrojece el azul
y piensa y palidece
y se adormece y sueña
y repite y repite y exprime
y olvida
para blanquear la sombra.


 

VIII

En la tierra estropeada del circo,
entre las bicicletas y los pieles rojas,
el olor gris plomo del creyón
y del chubasco.
Qué verdadera tierra para ser tristeza,
para ser verdad.
Hueso del lamedero
de la infancia, vida definitiva
donde comen los años,
donde corroe el tiempo
la única y última sabiduría,
las últimas hilachas
del niño asesinado,
las últimas piedras de arco iris
en el azul de urano.
Qué tierra de cebras y leones
y campanas como un aro plantado
en el silencio.
Qué zumbido en las últimas ráfagas
de patria, qué últimos truenos
y borrascas aquel invierno familiar,
en cuyo torrente desaparecido
bebe la muerte,
como un perro acurrucado
de ojos rojos, como una vaca blanca
vadeando el paso entre la niebla.
Circo y olvido al frío de la intemperie,
al final del camino. Carpa blanca
a lo lejos, en el cielo silvestre,
en la penumbra, en la trastienda
desvencijada de la memoria.

 


Decir de insomnio


 

SECRETO

La muchacha increíble
es un vellón del color de la uva del océano

ella no sabe en su infinita belleza
en su oculta íngrima ignorancia
quién vela por su oro bruto y su diamante
quién descifra la curva de sus ánforas
quién la escribe

Sólo vive de una tiniebla y de una prenda
agobiada por ignorantes mercaderes
y por amantes fuertes y brutales


 

LA ALEGRÍA

Hoy por la mañana fuimos
a la esquina de la tienda

lindas muchachas vestidas
de negro cerradas de negro
reverdecían como amapolas rojas

alguien muy viejo
con todas las edades
del hombre planetario
compró un chal

qué iba a taparse
aquel alguien
qué iba a ocultar más allá de la tienda
más allá de la esquina
más allá de esta pobre vida irredimible

 


Direccíones de vuelo




NOVIEMBRE

Vino noviembre
en el sabor del higo,
en un hervor de avena
y en la nuez de los días
solísimos y distantes.
Vino en el olor del pan
y en la albahaca,
en la genuflexión
de los árboles silentes
y apartados.
Noviembre es hoy
cuando es por fin verano,
Dios esplendente del
sentir oscuro, con estrellas
de la medianoche
y trueno
y niebla sobre el cielo
de aluminio y nácar.
Qué alegría, noviembre,
qué insoportable alegría
para llorar a solas, para vivir
y revivir horas de aroma,
dulces antiguos, lentos atoles,
raros perfumes.
Qué alegría, noviembre,
para ser eterno en este instante,
cuando es levísima y dulcísima
la nostalgia, cuando el olvido
es una madre
que entreabre ventanas
y desvanece sombras.


 

UDANA

Un gran maestro no
debe vivir de la limosna,
pensaba, es repugnante.
Mientras Trabajo, Orgullo
y Servidumbre eran en mí
ideas absolutas, eso pensaba.

Un día, viendo comer unos pájaros
de un árbol, esto pensé:
Un árbol con pocas frutas
es un árbol pobre.
Un árbol con muchas frutas
es un árbol rico.
Un árbol en casa de un rico
es un árbol rico.
Un árbol en casa de un pobre
es un árbol pobre.
Los pájaros comen de limosna
(y nada indagan)
de los árboles pobres y
de los árboles ricos.


 

LOS ÁNGELES DE LAS GUARDAS

El viaje más frugal
es el que se hace en libro,
decía Emily Dickinson.
Y es que el libro es el arquetipo
de la noción de vuelo,
el libro es el ángel de la fauna
sagrada. A manera de alas tiene
dos guardas blancas.
El corazón, la tripa, está hecho
de imágenes, colores, ilusiones.
Tiene una fecha de nacimiento
y vida eterna.
¿No es acaso un Dios
quien lo concibe?
Los libros son en sentido
directo y profundo
los ángeles de las guardas

 


Por palabra o sol




EL FOGONERO DE CHARLEVILLE


           Finalmente, pediré perdón por haberme nutrido de mentira
                                                   
                                                                                   A. R.


Vi el oro de Egipto, de Chipre,
de Zanzíbar,
al otro lado de la nube oscura.
Había escrito con fuego
que devoró las páginas.
Lo que me iba a sostener
en vilo sobre la tumba
lo di por liquidado,
nunca me aferré a esas palabras
efímeras.
La luz ardiente de las canteras
estaba en el horizonte,
hasta allá hube de ir tras la luz,
como una mariposa insensata.
Aquel exceso de lucidez
me cegó sin piedad.
Recorrí, indigente, fugitivo,
perseguido, los pueblos malayos;
hablé el idioma de los negros
somalíes, con quienes conviví
en una desesperada mansedumbre.
Rompí el agua de los grandes ríos
africanos, era una nave ebria
poseída por la fiebre.
Recorrí los sembradíos rojos
holandeses, entregado a la siega.
Dormí en los matorrales
entre las bestias,
instigué la guerra y me abrigué
con las fajas de las balas.
Yo que describí los silencios,
las noches; que expresé lo inefable,
no pude regresar.
Mi arrojo y mi fuerza
fueron mi debilidad y mi entrega.
La hambrienta claridad me devoró
sin tregua.
Derrotada, destrozada la ferocidad
quise reconquistar la sombra,
una pequeña luz para ser humilde,
pero no fue posible,
sólo hubo resignación y niebla.

 


Ejercicios para el olvido


 

Por temor toco tu cuerpo

abro estos ojos al olvido

por temor
traigo tanta palabra luminosa

tanto destello

tanta sílaba recién sacada
viva



Tintas quemadas


 

QUÉ PERDURA EN TANTA ETERNIDAD

Qué perdura en tanta eternidad.
Qué del alma
nos hace ardientes,
tenaces, implacables,
si el tiempo pudre
hasta los más bellos diamantes,
si a lo lejos
el grano de arena de una estrella
se está pudriendo.

A cuántos años
llega el amor,
un amor de aquí, tan torvo,
que vive trayendo
luz de luna,
luz de miedo.


 

SI HUBIERAS VISTO

Si hubieras visto
de qué imposible estruendo
se hizo el puerto
de máquinas rosadas y
vibrantes.
Si hubieras encharcado
el cartílago, el nácar
de tu zapato,
en la sangre, en el engrudo,
en el estupro, en aquella
lascivia civil de corbata,
entre los fondeaderos de
las alcantarillas.
Si te hubieras hastiado
de pagar por siempre
el tributo, el engaño,
con ternuras ridículas,
más acá de ti, más acá
de los óxidos, de las tuercas,
de los cables motrices.

 


En un simple movimiento de lo infinito


 

Desde el carro uno tose,
levanta la cabeza para olvidar.
Ve las montañas lejanas
entra en la alegría
superficial de las cosas.
Ve en la montaña, por un
momento, lo que siempre quiso.
Ve ese pueblo al pie de los
grandes montes nevados. Un aire
en un árbol seco. Las nevadas.
Las carreteras con grandes rayas
blancas. En diciembre.
Envuelto en una claridad fresca,
sin deseos.
Pero si uno terminara de hacer
eso que lo ahoga
y comenzara por ver las montañas,
las montañas limpias
degradadas en azul hasta el gris.
Si uno comenzara ahí.
Si guardara las cosas
que lo ahogan. Si se vistiera
para vivir. Si se peinara
para vivir. Si se alegrara
por las rayitas de la camisa.
Como si ya estuviera iluminado
en los trigales de las películas.

 


Vaquería


 

TIEMPO DE LOS ALCANFORES Y DE LOS HUMOS

Despierto, más alto en la montura, más mirador,
cogollo y lechuza como nube,
pajarero entre la lejura y los ramajes,
uno es el que se asoma en lo entrejunto,
desde la rienda al claro,
desde la muerte al tiempo.
Horas del viento limpio, del viento manso,
del trochar al desgaire echado a los rasos,
en el paso eterno de la cabalgadura.
Desde la rienda al claro, lo avizorado, lo tanto,
una traba de horqueta, el caujaro, la estaca,
el botalón, el terrón, el bejuco.
El recuerdo por entre las osamentas de las trojas,
de las puertas de tranca, de los corrales viejos.
Una casa arrugada en las talanqueras y en las puyas,
en la cabeza de los horcones, en las conchas de cinc.
La sabana afuera en un rabo de monte,
de la lumbre roja que viene en lo lejos, del celaje verde
que viene en lo cerca al pelo rosado de la bestia,
agrio en el sudor abierto, dulce en el olor mojado
de la entresombra.
Uno es el que se viene desde lo hondo, boyando,
sesgando al tiempo de los alcanfores y de los humos,
sombreando en los relentes al fresco de la sobretarde,
por trillos de resguardo, por solares de gris.
Oro de los pajales, trochas, retazos, paraderos.
Vive el que desanda en desamparo, el que se asimpla
en la grosura, en los lomos del llano,
andando de solo en las trizaduras de los polveros.


 

CABO DE LANZA DE CORAZÓN DE ACAPRO

Luna clara tan fina
en la cara seca del toro címarrón,
flores del alba
en la mariposa de los cachos.

Carga del soguero al fragor del asalto,
de los gritos de guerra.

Ristra de brasa
en el rastro de la quemadura,
tallón de soga.

Vuelve el sueño de los grandes afanes,
el rípio de la centella entre los hierros,
el relámpago de los caballos azarientos.

Vuelven las ansias
en la empuñadura de la rienda,
en el tiro del chicote,
cabo de lanza de corazón de acapro.

Sangre y espuma
la estrella de la espuela en los ijares.

Quién oye la tempestad de los sables,
de las cruces brillantes,
de los bronces remotos de la patria.

Al rojo vivo de los soles viene la calma.
Mutísmo.
Silencio hondísimo de la sabana.
Lejura.
Chaparrales grises.

 


Cada vez más ausente



Se me murió
    el caballo entre las piernas

Se me escurrió
    y se me fueron poniendo
        grandes las piernas

Se me fueron yendo los pies
    sentí que bajaron
            y tocaron el fondo

Después ya no sentí más
        los pies
        que pesaban más
    que mi caballo muerto



Fondo y espuma, textos para una poética I



12

En la hoja moribunda el amarillo miente.
En la fruta madura el amarillo miente.
En la palidez de los enfermos el amarillo miente.
Pero en lo amarillo de lo amarillo el amarillo
también miente.



Hay piedras que ruedan, que se constituyen en un
ser-para-rodar; esas se harán cada vez más redondas.

Estas son las tres invariables de las piedras que
ruedan:

1) Una tendencia hacia la forma más pura en
el rodar: la esfera.
2) Una tendencia a mantener esa tendencia.
3) El hecho de aparecer ambas tendencias siempre
juntas.

Diremos, pues, que esas piedras quieren, al mismo
tiempo, rodar y
ser redondas.



La montaña de la ciruela blanca, textos para una poética II



¿De qué tiempo vive el poema?
¿Qué acaece, qué dura en el poema?
No hay tiempo. El poema está afuera y es eterno.
Entramos al texto desde una desnudez mortal.
Detenidos en lugares muy altos vemos el lastre
de las palabras, como quien ve, desde las montañas,
la ciudad donde envejece.
Tiempo desleído,
tiempo atrapado en una jaula de barrotes de líneas.

        Lluvia como
        frases demasiado largas en
        una lengua muerta.
        Latín cíceroniano.


                    Karl Krolow

Como si el verdadero fondo
fuera el vacío, donde el mismo tiempo dura, se acaece.
Como si en esas rampas clarísimas de lo escrito,
un soplo de silencio hubiese barrido
el tiempo de las bocas oscurecidas,
el tiempo de los brazos ciegos y el de nosotros.


 

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