—Brian González.
—La primera vez que oí su nombre pensé que era sudamericano —dijo el
chico que conducía.
—Muchos lo creen.
—¿Y realmente se siente americano?
—Soy americano. Viví más de cincuenta años en Brooklyn. Son suficientes
años para sentirse de un lugar, ¿no te parece? Mis amigos son todos
neoyorquinos, mi mujer era neoyorquina y mis padres podrían haber
llegado a serlo si no les hubiesen fusilado ahí, en la tapia del
cementerio.
La frase, así dicha, se había tensado en el aire como un cable
eléctrico en el que se habían posado dos cuervos: fusilado y cementerio.
«Si tuviese dos cuervos amaestrados», pensó, «les llamaría así:
Fusilado y Cementerio». A veces pensaba cosas extrañas, y también le
pasaban cosas extrañas. Como el día que se encontró con Charlot en
Central Park. Venía de hacer footing, agotado en el último tramo, y se
dejó caer en el césped. Cuando se incorporó, un hombrecillo le miraba.
—¿Ya se cansó, eh? Se cansó de correr. Igual que yo. Lo he tenido que
dejar.
—¿Hacía footing?
—Más bien marcha. Me he pasado la vida andando de prisa, tropezando y
cayéndome, recibiendo patadas, siendo expulsado de los
restaurantes... pero ya he dejado de correr.
De repente le pareció reconocer el rostro de aquel hombre que le
hablaba. Con su pelo blanco ondulado, le recordaba a alguien que había
visto antes, tal vez en su barrio, o en el museo —Brian trabajaba
en el Whitney—.
Yo también dejaré de correr pronto —dijo, levantándose y haciendo
algunas flexiones para tomar aire.
El hombre se sonrió y se dio media vuelta doblando la pierna de una
manera... peculiar, extraña y familiar a la vez. Esa cara… En casa cayó
en la cuenta. Buscó una revista y confirmó lo que empezaba a ser
sospecha: era Charlot, ¡imitándose a sí mismo! Qué gracia: ¡se pasó la
vida corriendo! Corriendo delante del perro que es la vida.
—Si nos descuidamos, un perro nos morderá —le dijo al joven que le
llevaba en el coche.
El muchacho no entendió bien, pero estaba asombrado, maravillado de
aquel hombre que hablaba inglés, vestía como un americano y pensaba de
una forma extravagante, inasimilable para cualquiera de los que en el
pueblo se acercaban a saludarle después de tantos años.
—¿Y vio usted derrumbarse las torres?
—Sí, las vi, claro que las vi, y las oí, y las olí... No quiero
recordarlo, muchacho. Me rompí las manos quitando aquellos escombros.
—Enseñó las manos, tenía los dedos doblados y una muñeca con una
desviación deforme—. Mi mujer estaba allí. Estaba allí viva,
llamándome. Todas las voces eran su voz, pero ninguna tenía su rostro
ni su cuerpo. A la segunda noche tenía los dedos rotos y no me había
dado cuenta.
El muchacho sentía la compulsión de preguntarle, de introducirse con él
en la zona cero y curiosear. Aprovechó una de las frases para
adentrarse en la nube polvorienta que había levantado el derrumbe, ver
el dolor, sentir los gritos, los lamentos, los socorros: Help! Help! Al
volver en sí, también tenía el rostro polvoriento, con el mismo polvo
que caía una y otra vez sobre la memoria de Brian.
—Quiero que me dejes en la iglesia de Los Mártires —dijo Brian,
desabrochándose el cinturón de seguridad.
Había regresado a Brozas, su pueblo, después de cincuenta y siete años.
Y lo encontraba todo igual. Quizá alguna casa nueva, algún corral
echado abajo, un ensanche... pero, al cabo, todo reconocible. «Nada
cambia, todo permanece», pensó contradiciendo a Heráclito. ¿Cómo era
posible que estos pueblos de España se hubieran resistido a plegarse a
la ley del movimiento? Heráclito tropezando contra los muros de Brozas,
contra sus costumbres, contra su antigua y ostentosa diferencia de
clases. Entró en la iglesia y vio los bancos señalados aún con las
iniciales de los poderosos. ¡Asientos privilegiados, propiedad de tal o
cual, en los que sólo ellos podían sentarse a escuchar la palabra de
Dios! ¡Una iglesia que dice ser de los pobres!
Había quedado citado allí para ver a Luisa. No tenía
ningún miedo, ningún arrepentimiento de no haberle escrito nunca. La
dejó con doce años, con un amor difuso, infantil. Sólo quería volver a
verla, como quien se dispone a analizar un fósil de su memoria. Le
parecía duro, pero estaba seguro de que iba a ser así.
Se habían citado en la puerta de Los Mártires. Cuando apareció, le
costó trabajo reconocerla: vestida de negro, el pelo corto y canoso,
con esa permanente como de macetita bien cuidada, tan española, la
falda sin forma, los zapatones cerrados. Él estaba bajo el pórtico,
vestido también de negro, pero con el negro que visten los
modernos, con una camiseta bajo la chaqueta, como un extranjero. Nadie
en Brozas se habría puesto la chaqueta combinada con una camiseta. Los
trajes se llevan con camisas. No se mezclan churras con merinas. Él
tenía los ojos negros, pero ahora parecían verdes; ella los tenía
celestes, pero parecían negros.
—No me reconoces, ¿verdad? —dijo la mujer con una sonrisa casi
avergonzada.
Él abrió los brazos. Se sintió conmovido. ¿Qué
habría hecho con esa niña-abuela en Nueva York? Esa abuela que había
sido su primer amor, la primera mujer a la que le había cogido su mano.
Si hubiese ido a Nueva York con él, ahora sería otra cosa: una mujer
hecha de humo.
—¡Luisa! ¡Claro que te reconozco! Pero ningún ser
humano es capaz de soportar tanto tiempo como de repente se nos agolpa
en el corazón.
—No hablabas antes así. Entonces no hablabas nada.
Te recuerdo callado. Era yo la que te contaba cosas. Me han dicho que
ahora hablas mucho.
—¿Te lo ha dicho ese chico que me ha traído en el
coche, no? Sí, hablo mucho. No soporto el silencio. Pero digo
banalidades. ¿Damos un paseo? Me gustaría ir por el camino de las
termas. ¿Aún existen?
Sí, pero es lo único que ha cambiado. Eso y el
convento de los franciscanos. Ahora son hoteles. Lo que hicieron los
monjes para el retiro y la meditación, ahora, es un lugar para
divertirse.
—No me extrañaré, todo Nueva York es un hotel —dijo—. Un hotel en medio
de la noche. Te detienes al borde del océano
y pides una cama y que te suban un sándwich.
Luisa se rio de la ocurrencia: un hotel en la noche y un sándwich.
—Pues has pasado cincuenta años en ese hotel.
—Sí, es cierto. Me convertí en un huésped perpetuo.
Cambié de habitación seis veces, pero no salí de allí. Cada vez subía
más alto. Los primeros años me asomaba a la ventana y veía árboles,
después pájaros, más tarde nubes y en mi última habitación... ya se
habían cuidado de que no abriésemos las ventanas. Era mejor no
asomarse. Hacerlo era perder la identidad.
—Hablas muy raro... Brian...—se echó a reír—. ¡No puedo llamarte así!
—Tienes que llamarme así, Luisa. Es mi nombre ahora.
El niño que tú conociste murió en el Bronx. Lo enterré yo mismo con su
nombre español. Lo enterré en el sótano de un almacén de bobinas
eléctricas donde comencé a trabajar cuando llegué a Nueva York. En mi
sección trabajaba un muchacho polaco que se llamaba Brian. Me dijo que
llegó en un barco junto a otros compatriotas judíos y que en cuanto
entró en América se cambió el nombre y no quiso volver a recordar
el suyo verdadero. ¡Quería ser un hombre nuevo, sin pasado! Recuerdo
que en un malísimo inglés decía: «ahora soy americano, con toda la vida
por delante». Dos días después le cayó encima una bobina de doscientos
kilos y ya no tuvo que inventarse más nombres. Pensé que había
aparecido en mi vida tan solo para pasarme su nombre y ese mismo día
empecé a hacerme llamar como él, Brian.
Dejaron atrás los últimos huertos y se dirigieron
por el camino de las termas. Antes vieron la estatua del prohombre de
Brozas, un latinista del siglo XVII.
—¿Sabes? —dijo mirando con curiosidad la estatua—,
nadie conoce al Brocense fuera de aquí. ¿Aún seguís hablando de él?
—No, sólo está la estatua. Aquí tampoco habla ya nadie de él.
—Alguna vez en Nueva York soñé que me encontraba con
él en Brooklyn. Lo saludaba con efusión y le decía que me hablase en
latín, pero él me contestaba que lo había olvidado, que sólo sabía
inglés. Entonces me despertaba y me entraba una tristeza enorme. Me
figuraba que, como aquel muchacho polaco o como yo mismo, el Brocense
ocultaba su procedencia, se ocultaba de sí mismo.
Anduvieron durante un buen rato. Brian miraba los
cercados, los huertos, los árboles; Luisa se contentaba con verle a él
mirar, con volverle a ver los ojos recordando lo visto.
—¡Mira la charca! —señaló con entusiasmo.
Había llovido y la charca estaba llena y el campo muy verde alrededor.
—El otoño es un tiempo hermoso para la charca —dijo
Luisa—. Tu padre solía venir a pescar en ella y nos traía a los
dos. Ahí —y señaló— me diste un beso, mientras tu padre de espaldas se
ocupaba de las tencas.
—Sí, eso lo recuerdo. También conocí a mi mujer en
una charca de Central Park. Parece que cerca de las charcas soy un sapo
con suerte, me besáis y me convierto en príncipe.
Lucía enrojeció. ¡Qué tonta, después de tanto tiempo! Pero había dicho
«me besáis», incluyéndola a ella.
—Sé que tu mujer murió en la Torres Gemelas. ¿Te importa que hablemos
de ello? Me lo dijo el muchacho del coche.
—Sí, se llamaba Emma. Alguna vez me dijo que le
gustaría conocer España, pero yo nunca quise traerla, ni volver.
—¿Y por qué has venido ahora?
—De repente me he sentido expulsado de todo, sin fundamento, y algo
me ha hecho volver el rostro hacia aquí.
—¿Qué hiciste todo este tiempo,
Brian?
—Hablar inglés, como el Brocense de mi sueño, vender
seguros, no tener hijos, ascender por los rascacielos, votar a los
demócratas, encontrarme de vez en cuando a un artista de cine,
estrechar la mano de uno de los hombre que pisó la luna, comprar libros
y discos, leer una y otra vez los poemas de Lorca, aprenderlos de
memoria y ver, sin tener que imaginar, las cuatro columnas de cieno de
la aurora, cruzarme de acera cuando veía aparecer a Dios, tomar
hamburguesas, comprar muchos electrodomésticos, mirar las torres
gemelas, contemplar el que sería mi propio fantasma...Voy de un
cementerio a otro, de unos asesinados a otros. ¿Y tú Luisa, qué
hiciste tú?
—Hablar español, vender cintas para el pelo, esperar
en el Cruce de las Herrerías, no votar a nadie, encontrarme de vez en
cuando con fantasmas, hablar con ellos, estrechar sus manos, cruzarme de acera cuando creía ver al demonio, comer queso, ver la
televisión, pensar que el Brocense nunca existió y ver las dos torres,
la de Los Mártires y la de Santa María, como dos torres viejas que no
pueden irse.
El camino fue serpeando hasta que llegaron a las termas.
—Al fin llegamos. Qué cambiado está, ¿verdad?
—Ya no quedan ninguna de las bañeras romanas, con
las obras desaparecieron todas. Sólo queda el agua sulfurosa.
—Y su olor. El mismo olor de las cloacas de Nueva York.
—Quizá sigues allí, y por eso te parece que todo huele igual.
—Quizá, Luisa, quizá no me moví de allí... o de aquí.
No lo sé. No sé si aún intento encontrar a mi mujer entre los escombros
o a mis padres en las tapias del cementerio...
Regresaron en silencio. El tiempo no les había
desfigurado. Por el camino contemplaban las rocas enormes, redondeadas,
como extraños animales que paciesen tiempo. Las tocaban con las manos,
palpaban el musgo verdecido, y ellas se dejaban acariciar con la
indiferencia de los seres eternos.
Y así, volvieron de nuevo a entrar en el pueblo.
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