Eliacer Cansino

Torres Gemelas

 

Walter Schott: Tres muchachas bailando [Fuente Untermeyer, Central Park de Nueva York; foto: Ralph Hockens]

 


Para Mariqui Santero



—Brian González.

—La primera vez que oí su nombre pensé que era sudamericano —dijo el chico que conducía.

—Muchos lo creen.

—¿Y realmente se siente americano?

—Soy americano. Viví más de cincuenta años en Brooklyn. Son suficientes años para sentirse de un lugar, ¿no te parece? Mis amigos son todos neoyorquinos, mi mujer era neoyorquina y mis padres podrían haber llegado a serlo si no les hubiesen fusilado ahí, en la tapia del cementerio.

La frase, así dicha, se había tensado en el aire como un cable eléctrico en el que se habían posado dos cuervos: fusilado y cementerio.

«Si tuviese dos cuervos amaestrados», pensó, «les llamaría así: Fusilado y Cementerio». A veces pensaba cosas extrañas, y también le pasaban cosas extrañas. Como el día que se encontró con Charlot en Central Park. Venía de hacer footing, agotado en el último tramo, y se dejó caer en el césped. Cuando se incorporó, un hombrecillo le miraba.

—¿Ya se cansó, eh? Se cansó de correr. Igual que yo. Lo he tenido que dejar.

—¿Hacía footing?

—Más bien marcha. Me he pasado la vida andando de prisa, tropezando y cayéndome, recibiendo patadas, siendo expulsado de los restaurantes... pero ya he dejado de correr.

De repente le pareció reconocer el rostro de aquel hombre que le hablaba. Con su pelo blanco ondulado, le recordaba a alguien que había visto antes, tal vez en su barrio, o en el museo  —Brian trabajaba en el Whitney—.

Yo también dejaré de correr pronto —dijo, levantándose y haciendo algunas flexiones para tomar aire.

El hombre se sonrió y se dio media vuelta doblando la pierna de una manera... peculiar, extraña y familiar a la vez. Esa cara… En casa cayó en la cuenta. Buscó una revista y confirmó lo que empezaba a ser sospecha: era Charlot, ¡imitándose a sí mismo! Qué gracia: ¡se pasó la vida corriendo! Corriendo delante del perro que es la vida.

—Si nos descuidamos, un perro nos morderá —le dijo al joven que le llevaba en el coche.

El muchacho no entendió bien, pero estaba asombrado, maravillado de aquel hombre que hablaba inglés, vestía como un americano y pensaba de una forma extravagante, inasimilable para cualquiera de los que en el pueblo se acercaban a saludarle después de tantos años.

—¿Y vio usted derrumbarse las torres?

—Sí, las vi, claro que las vi, y las oí, y las olí... No quiero recordarlo, muchacho. Me rompí las manos quitando aquellos escombros. —Enseñó las manos, tenía los dedos doblados y una muñeca con una desviación deforme—. Mi mujer estaba allí. Estaba allí viva, llamándome. Todas las voces eran su voz, pero ninguna tenía su rostro ni su cuerpo. A la segunda noche tenía los dedos rotos y no me había dado cuenta.

El muchacho sentía la compulsión de preguntarle, de introducirse con él en la zona cero y curiosear. Aprovechó una de las frases para adentrarse en la nube polvorienta que había levantado el derrumbe, ver el dolor, sentir los gritos, los lamentos, los socorros: Help! Help! Al volver en sí, también tenía el rostro polvoriento, con el mismo polvo que caía una y otra vez sobre la memoria de Brian.

—Quiero que me dejes en la iglesia de Los Mártires —dijo Brian, desabrochándose el cinturón de seguridad.

Había regresado a Brozas, su pueblo, después de cincuenta y siete años. Y lo encontraba todo igual. Quizá alguna casa nueva, algún corral echado abajo, un ensanche... pero, al cabo, todo reconocible. «Nada cambia, todo permanece», pensó contradiciendo a Heráclito. ¿Cómo era posible que estos pueblos de España se hubieran resistido a plegarse a la ley del movimiento? Heráclito tropezando contra los muros de Brozas, contra sus costumbres, contra su antigua y ostentosa diferencia de clases. Entró en la iglesia y vio los bancos señalados aún con las iniciales de los poderosos. ¡Asientos privilegiados, propiedad de tal o cual, en los que sólo ellos podían sentarse a escuchar la palabra de Dios! ¡Una iglesia que dice ser de los pobres!

Había quedado citado allí para ver a Luisa. No tenía ningún miedo, ningún arrepentimiento de no haberle escrito nunca. La dejó con doce años, con un amor difuso, infantil. Sólo quería volver a verla, como quien se dispone a analizar un fósil de su memoria. Le parecía duro, pero estaba seguro de que iba a ser así.

Se habían citado en la puerta de Los Mártires. Cuando apareció, le costó trabajo reconocerla: vestida de negro, el pelo corto y canoso, con esa permanente como de macetita bien cuidada, tan española, la falda sin forma, los zapatones cerrados. Él estaba bajo el pórtico, vestido también de negro, pero con el negro que visten los modernos, con una camiseta bajo la chaqueta, como un extranjero. Nadie en Brozas se habría puesto la chaqueta combinada con una camiseta. Los trajes se llevan con camisas. No se mezclan churras con merinas. Él tenía los ojos negros, pero ahora parecían verdes; ella los tenía celestes, pero parecían negros.

—No me reconoces, ¿verdad? —dijo la mujer con una sonrisa casi avergonzada.

Él abrió los brazos. Se sintió conmovido. ¿Qué habría hecho con esa niña-abuela en Nueva York? Esa abuela que había sido su primer amor, la primera mujer a la que le había cogido su mano. Si hubiese ido a Nueva York con él, ahora sería otra cosa: una mujer hecha de humo.

—¡Luisa! ¡Claro que te reconozco! Pero ningún ser humano es capaz de soportar tanto tiempo como de repente se nos agolpa en el corazón.

—No hablabas antes así. Entonces no hablabas nada. Te recuerdo callado. Era yo la que te contaba cosas. Me han dicho que ahora hablas mucho.

—¿Te lo ha dicho ese chico que me ha traído en el coche, no? Sí, hablo mucho. No soporto el silencio. Pero digo banalidades. ¿Damos un paseo? Me gustaría ir por el camino de las termas. ¿Aún existen?

Sí, pero es lo único que ha cambiado. Eso y el convento de los franciscanos. Ahora son hoteles. Lo que hicieron los monjes para el retiro y la meditación, ahora, es un lugar para divertirse.

—No me extrañaré, todo Nueva York es un hotel —dijo—. Un hotel en medio de la noche. Te detienes al borde del océano y pides una cama y que te suban un sándwich.

Luisa se rio de la ocurrencia: un hotel en la noche y un sándwich.

—Pues has pasado cincuenta años en ese hotel.

—Sí, es cierto. Me convertí en un huésped perpetuo. Cambié de habitación seis veces, pero no salí de allí. Cada vez subía más alto. Los primeros años me asomaba a la ventana y veía árboles, después pájaros, más tarde nubes y en mi última habitación... ya se habían cuidado de que no abriésemos las ventanas. Era mejor no asomarse. Hacerlo era perder la identidad.

—Hablas muy raro... Brian...—se echó a reír—. ¡No puedo llamarte así!

—Tienes que llamarme así, Luisa. Es mi nombre ahora. El niño que tú conociste murió en el Bronx. Lo enterré yo mismo con su nombre español. Lo enterré en el sótano de un almacén de bobinas eléctricas donde comencé a trabajar cuando llegué a Nueva York. En mi sección trabajaba un muchacho polaco que se llamaba Brian. Me dijo que llegó en un barco junto a otros compatriotas judíos y que en cuanto entró en América se cambió el nombre y  no quiso volver a recordar el suyo verdadero. ¡Quería ser un hombre nuevo, sin pasado! Recuerdo que en un malísimo inglés decía: «ahora soy americano, con toda la vida por delante». Dos días después le cayó encima una bobina de doscientos kilos y ya no tuvo que inventarse más nombres. Pensé que había aparecido en mi vida tan solo para pasarme su nombre y ese mismo día empecé a hacerme llamar como él, Brian.

Dejaron atrás los últimos huertos y se dirigieron por el camino de las termas. Antes vieron la estatua del prohombre de Brozas, un latinista del siglo XVII.

—¿Sabes? —dijo mirando con curiosidad la estatua—, nadie conoce al Brocense fuera de aquí. ¿Aún seguís hablando de él?

—No, sólo está la estatua. Aquí tampoco habla ya nadie de él.
 
—Alguna vez en Nueva York soñé que me encontraba con él en Brooklyn. Lo saludaba con efusión y le decía que me hablase en latín, pero él me contestaba que lo había olvidado, que sólo sabía inglés. Entonces me despertaba y me entraba una tristeza enorme. Me figuraba que, como aquel muchacho polaco o como yo mismo, el Brocense ocultaba su procedencia, se ocultaba de sí mismo.

Anduvieron durante un buen rato. Brian miraba los cercados, los huertos, los árboles; Luisa se contentaba con verle a él mirar, con volverle a ver los ojos recordando lo visto.

—¡Mira la charca! —señaló  con entusiasmo.

Había llovido y la charca estaba llena y el campo muy verde alrededor.

—El otoño es un tiempo hermoso para la charca —dijo Luisa—.  Tu padre solía venir a pescar en ella y nos traía a los dos. Ahí —y señaló— me diste un beso, mientras tu padre de espaldas se ocupaba de las tencas.

—Sí, eso lo recuerdo. También conocí a mi mujer en una charca de Central Park. Parece que cerca de las charcas soy un sapo con suerte, me besáis y me convierto en príncipe.

Lucía enrojeció. ¡Qué tonta, después de tanto tiempo! Pero había dicho «me besáis», incluyéndola a ella.

—Sé que tu mujer murió en la Torres Gemelas. ¿Te importa que hablemos de ello? Me lo dijo el muchacho del coche.

—Sí, se llamaba Emma. Alguna vez me dijo que le gustaría conocer España, pero yo nunca quise traerla, ni volver.

—¿Y por qué has venido ahora?

—De repente me he sentido expulsado de todo, sin fundamento, y algo me ha hecho volver el rostro hacia aquí.

—¿Qué hiciste todo este tiempo, Brian?

—Hablar inglés, como el Brocense de mi sueño, vender seguros, no tener hijos, ascender por los rascacielos, votar a los demócratas, encontrarme de vez en cuando a un artista de cine, estrechar la mano de uno de los hombre que pisó la luna, comprar libros y discos, leer una y otra vez los poemas de Lorca, aprenderlos de memoria y ver, sin tener que imaginar, las cuatro columnas de cieno de la aurora, cruzarme de acera cuando veía aparecer a Dios, tomar hamburguesas, comprar muchos electrodomésticos, mirar las torres gemelas, contemplar el que sería mi propio fantasma...Voy de un cementerio a otro, de unos asesinados  a otros. ¿Y tú Luisa, qué hiciste tú?

—Hablar español, vender cintas para el pelo, esperar en el Cruce de las Herrerías, no votar a nadie, encontrarme de vez en cuando con fantasmas, hablar con ellos, estrechar sus manos, cruzarme de acera cuando creía ver al demonio, comer queso, ver la televisión, pensar que el Brocense nunca existió y ver las dos torres, la de Los Mártires y la de Santa María, como dos torres viejas que no pueden irse.

El camino fue serpeando hasta que llegaron a las termas.

—Al fin llegamos. Qué cambiado está, ¿verdad?

—Ya no quedan ninguna de las bañeras romanas, con las obras desaparecieron todas. Sólo queda el agua sulfurosa.

—Y su olor. El mismo olor de las cloacas de Nueva York.

—Quizá sigues allí, y por eso te parece que todo huele igual.

—Quizá, Luisa, quizá no me moví de allí... o de aquí. No lo sé. No sé si aún intento encontrar a mi mujer entre los escombros o a mis padres en las tapias del cementerio...

Regresaron en silencio. El tiempo no les había desfigurado. Por el camino contemplaban las rocas enormes, redondeadas, como extraños animales que paciesen tiempo. Las tocaban con las manos, palpaban el musgo verdecido, y ellas se dejaban acariciar con la indiferencia de los seres eternos.

Y así, volvieron de nuevo a entrar en el pueblo.

 Brozas, octubre de 2003


 

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