Diego Vaya

Historia del silencio

 

Anónimo: Proyector [Foto: Makamuki0]

 


 

Desde hace un tiempo, padre e hijo se encuentran por casualidad en el cine. Sin posibilidad de avisarse ni de calcular estratégicamente su encuentro, ambos coinciden en los multicines del mismo centro comercial, el mismo día de la semana, en la misma sesión y en la misma película; solo difieren en una cosa que parece innegociable para los dos: en la fila. El padre siempre compra su entrada para la fila 12. El hijo, en cambio, opta la número 13, preferencia que se retroalimenta desde que sabe que el padre estará sentado justo en la anterior. Pero incluso el número del asiento suele variar poco, en ocasiones el padre tiene el siete y el hijo el ocho, otras el hijo tiene el diez y el padre el doce; de cualquier manera, ambos están como mucho a metro y medio de distancia. No todos los fines de semana el hijo va al cine, pero la mayoría de las veces que decide ver una película, allí está su padre.

La elección de la película parece estar sujeta a un mismo gusto por los libros, ya sean novelas o biografías, que trasladan al cine, aunque no es una regla fija y a veces terminan compartiendo dramas urbanos o películas de suspense.

Aclarémoslo cuanto antes: el encuentro siempre se produce en la sala. El hijo nunca ha visto al padre comprando una entrada en las taquillas. Desconoce que el padre, por razones que van más allá de un carácter práctico, más allá de una vida acomodada donde esperar en una cola puede ser algo degradante o incómodo, incluso más allá de la evidente pérdida de tiempo, no repara en gastos cuando paga gustoso y con un punto de indecisión timorata el suplemento de venta a través de la página web del cine, lo que le permite contemplar en un plano todas las butacas de la sala en color blanco (es decir, libres) y así poder seleccionar la fila —la misma fila de la semana pasada— y los asientos —los mismos asientos de la última vez—. Antes de teclear su número de tarjeta bancaria e imprimir su entrada, el padre mira el plano, su butaca ocupada por un avatar, sabe que si compra de forma anticipada ese asiento será el suyo, aunque a veces decide qué película quiere ver cuando apenas faltan tres o cuatro horas para que empiece, y entonces tiene que elegir el asiento de la izquierda o el de la derecha, pero no justamente ese sobre el que ahora ve un humano estándar, varón, blanco, pelo negro mientras él se sacude los cabellos, satisfecho y previsor. El hijo ha usado en alguna ocasión este método, sobre todo cuando se trataba de un estreno esperado, pero desde que la impresora lo dejó tirado y se quedó sin dinero y con una entrada en posición atasco-de-papel-consulte-el-manual-del-usuario y luego en nivel-del-tóner-muy-bajo-necesita-reemplazarlo, prefiere ir al centro comercial un par de horas antes, ponerse en la cola, dejarse llevar por ese cauce de voces y luces por todos lados, indicarle a la chica que está detrás de la ventanilla la sala y la sesión, pedirle que le repita lo que le ha dicho, algo sobre un asiento centrado, ese cristal poniendo a prueba la agudeza auditiva y el ruido ambiental, y al fin conseguir la entrada, que le garantiza dos horas de aparcamiento gratuito. Pero ya desde que planifica ir al cine, piensa en la posibilidad de ver al padre, a quien reconoció por primera vez en esa oscuridad híbrida que precedía a una película que ambos habían elegido empujados por el aburrimiento. El hijo también recuerda que ese día, antes de entrar en el cine, un hombre de unos cuarenta años corría de un lado a otro de la plaza del centro comercial mientras lanzaba al aire los brazos y bufaba el miserere de su incomprensión. Desde entonces, siempre que va al cine, se lleva su cámara fotográfica.

Precisemos aún más: el encuentro siempre se produce dentro de la sala, sí, pero cuando ya han apagado las luces, cuando la diferencia entre un escalón y otro es cosa de unos pilotos rojos a ras del zapato y de la pantalla iluminada por una infatigable ráfaga de anuncios y de tráileres de próximos estrenos que miran un mar de cabezas flotantes y perfectamente intercambiables. El hijo se adentra en la sala y de pronto, en esa ceguera momentánea, se siente expuesto a todos esos rostros deslumbrados. Después de consultar la fila y el asiento que le han asignado, sube por las escaleras, es a la izquierda, no, a la derecha, hacia la mitad, de pronto hay expresiones de molestia, pies que retroceden, piernas que oscilan a la par como en un descenso en esquí, se sienta, junto a él hay alguien a quien no se atreve a mirar y que está rumiando las palomitas de un paquete gigante; ve el asedio de la mano, su ritmo, sus dedos incandescentes y grasientos, y todo se abisma como una advertencia crujiente de lo que acabará siendo la película.

Salvo en una ocasión, el padre suele entrar en la sala después que el hijo. Esa ventaja de la venta anticipada online le da ligeramente un punto de superioridad al poder apurar hasta última hora en otros asuntos. A imagen y semejanza de su hijo, que lo observa, el padre comprueba la fila y el asiento, sube por las escaleras, cómo cuesta el último tramo, resopla, y ese sonido es un canto a la vida sedentaria en la compañía de seguros de la que es consejero, nos importan las personas es el último eslogan, las gafas contienen el envite de una mirada triste, despacho amplio desde el que contempla mientras toma café de máquina cómo se extiende la ciudad, cómo los clientes potenciales están ahí, al alcance de la mano, detrás de los cristales velados, pero en la inclinación oblicua de sus párpados hay algo contagioso, llega a su fila, es un puesto de responsabilidad y bien pagado, de cerca no es tanto tristeza como cansancio, no hace falta que pida paso, catorce pagas más dietas más pluses por objetivos más coche de empresa, una pareja se levanta cuando se acerca, tal vez incluso no sea ni siquiera cansancio, a él también le importan las personas, dos chicas giran sus caderas y encogen unas largas piernas retractiladas por los pantalones, muchos empleados a su cargo, muchos expedientes, muchos viajes, se quita las gafas para aliviarse de una cortinilla de sudor que comienza a solidificarse sobre su nariz y sus pómulos, para alguien como él no existe la jubilación, sigue de pie, a su izquierda se agazapa una pareja de cierta edad, sus cejas también se arquean para disparar de nuevo tristeza o cansancio, es imposible estar seguro en la oscuridad, trabajará eternamente, a la chica de su derecha le incomoda que todavía esté de pie, que su pierna esté tan próxima a tus cabellos, pero sobre todo es la caída ininterrumpida de sus ojos, será una leyenda en la compañía, me importan las personas, se pone otra vez las gafas, no ha tenido que renunciar a nada porque esa es la vida que le gusta, se deja caer sobre la butaca, es esa y no otra, la chica ha ocupado el reposabrazos, el suelo está pegajoso, libre de lastres, de obligaciones, se inclina a la derecha, su trabajo y él, hay restos de bebida abajo, la pareja no parece echar de menos ese reposabrazos, apoya la cabeza sobre el puño y piensa en la reunión del lunes, en el acuerdo que hay que cerrar antes de, en cómo crear sinergias y optimizar los recursos con, y el hijo ve cómo su rostro se va desdibujando por los destellos eléctricos de la pantalla.

El hijo está sentado en la fila de atrás, dos asientos más a la izquierda. La expresión del padre se ha transformado de repente, porque la carne facial que le rebosa por encima de los nudillos le ha levantado el párpado inferior. Al hijo le tienta la idea de sacar su cámara fotográfica, anular el flash, ponerla en la opción de blanco y negro y sacarle una foto al padre justo en esa posición que tiene y desde ese ángulo, mientras los actores de una película de acción resbalan entre explosiones por la frente del padre, desteñida por los fogonazos. También el hijo podría estirar el brazo, lo introduciría entre las dos butacas y le tocaría el hombro, pero entonces la posibilidad de sacarle la foto se perdería. El hijo busca la naturalidad, la espontaneidad, captar la vida en medio de ese instante anodino, cuando esta súbitamente parece latir en su cumbre más alta. De manera que, a pesar de que acaban de anunciar que está prohibido hacer uso de teléfonos o cámaras durante la proyección de la película, el hijo decide tener a mano la cámara.

Cuando la película empieza, el padre se endereza, adopta una postura corporal que implica atención, el hijo apenas puede contener su decepción por haber perdido esa imagen que intenta cazar desde hace tanto tiempo, emite un chasquido con la lengua, a su lado una mujer lo mira confusa y le pide silencio, detrás de los cristales los ojos del padre son una catarata de imágenes a toda velocidad, las primeras secuencias de la película, el hijo sabe que debe esperar su oportunidad, como otras tantas veces, y durante las dos horas siguientes está más atento al padre que a la película, con la cámara preparada en la mano, y sigue cada cambio en su postura, cada movimiento que hace con la cabeza, cada uno de los gestos del padre que tan bien conoce.

Pero la película termina y el hijo no ha sido capaz de fotografiar al padre. No ha encontrado la imagen que él busca: la imagen que capte la relación entre los dos. El hijo tendrá que ser paciente y esperar a que ambos coincidan de nuevo allí. En la pantalla se suceden los nombres de todos los que han participado en la película, las lucen se encienden, hay que marcharse ya, en las últimas filas un grupo de rezagados se abrazan o se besan o se muerden sin prisa, las limpiadoras asaltan la sala, y el padre y el hijo atraviesan la puerta abatible de la sala a unos pasos de distancia. Cada uno va a un lado distinto; el padre gira a la derecha, camino de su casa, que está apenas a cien metros, situada en una de las mejores zonas de la ciudad, mientras que el hijo avanza hacia las escaleras mecánicas que han de llevarle al parking subterráneo, planta -2 (la -1 resultó imposible), donde se montará en su coche y rondará las carreteras con una angustia ya conocida hasta llegar a la afueras, donde ha alquilado un apartamento. El padre y el hijo solo han hablado en una ocasión, por teléfono. Una conversación que apenas duró un minuto. Lo último que oyó el hijo fue que su padre decía que estaba muy ocupado en ese momento y que no podía atenderlo. Acaso nunca vuelvan a hablar.


 

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