David Hernández Sevillano

Poemas

 

Anónimo: Caja de música

 



CAJA DE TESOROS

De la infancia conservo un corazón 
que brinca cada vez que un tren se acerca,
un álbum con los cromos de la liga
del año ochenta y cinco
y un héroe todavía
y una profunda devoción por ellos,
los caracoles y las lagartijas.

No seré yo quien deje de nombrar 
lo que el viento y los años
no han podido llevarse de aquel tiempo.

De vez en cuando vuelvo 
a repasar la alineación de entonces,
a escudriñar debajo de las piedras,
a hacer de equilibrista en los raíles
y a abrazar, con dos brazos diminutos,
el cuerpo de mi padre.


DAÑOS COLATERALES AL ALBA Los cazadores ciegos desbrozaban las nubes con sus pasos de pólvora y metal. Era la hora del frío. De un matorral oscuro saltó la noche corza, reluciente de luna. El silencio perdió la compostura. Era la hora de huir. Los cazadores ciegos pusieron cicatrices clandestinas, colgaron banderillas en el alba. Era la hora del miedo. El denso aliento de las consecuencias deja un hilo de duda entre las causas: la noche pudo huir, murió el silencio.
EN EL BOSQUE El bosque va dejándose mecer por voces de cantueso y de romero hechas a la medida de su boca. El bosque va dejándose arrullar por ese recrujir acompasado que hacen las hojas secas al quebrarse bajo tus pies y mis pies, —que ahora caminan sobre la maleza hacia un lugar incierto del futuro mirando hacia adelante—. Y tú, como esa brisa, vas abriendo las venas del silencio: recordar es mentirse a uno mismo. Mirando hacia adelante el bosque se ha quedado adormecido.
ORÍGENES. EL SECRETO DE LA ESCENA Al calor de las ascuas de una lumbre de enero nos lo contó una anciana de escayola y de alambre: «El hombre es solamente un amasijo de versos y de abrazos. De versos y de abrazos y en las junturas la palabra lava, lágrima, sal, diluvio, miedo, huracán, ceniza, sueño, pasión, escarcha. Un amasijo, el hombre, de diferentes formas pero de la misma arcilla. Lo demás poco importa, envoltura, disfraz, adorno: nada.» De atardecida, tu sombra verde pajiza camina la senda del molino hasta el pie de una encina. Allí, al ritmo que marcan los tonos de la luz, vas lloviéndote besos carne adentro; vas murmurando retales de poemas, frases que se han escrito para decir muy bajo. En tu interior parece que alguien danza, que ríe con lo suave del salpicar de la lluvia y te contesta la nana de las gaviotas, el secreto del tiempo. Del mismo barro —dices— procedemos. No se te olvide nunca —me suplicas— que también en mi voz puede hacer frío.

 

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