Dilcia Fernández Angulo

El sueño de la razón produce monstruos
de Francisco de Goya
en La noche oscura del Niño Avilés
de Edgardo Rodríguez Juliá

 

JFrancisco de Goya y Lucientes: El sueño de la razón produce monstruos

 


 

La historia de la cultura española y la época colonial americana en el siglo XVIII atraviesan durante este período cambios decisivos, pues si en la primera se encuentra un aire de renovación frente al escenario histórico-político, en el Nuevo Mundo se estarían asomando, aunque de manera desigual, inquietudes culturales y políticas propulsoras de una independencia del orden colonial, provenientes de pensadores y de acontecimientos que viajan a través de libros y periódicos al otro lado del Atlántico [1]. En Europa surge y se consolida una corriente filosófica y artística que se llamará Ilustración, es decir, una línea de pensamiento que responde con sus obras a nuevos planteamientos sociales y, en ese sentido, el arte preconiza un papel fundamental, especialmente la pintura, que encarnará lo que críticos de arte, entre ellos el último trabajo de Tzvetan Todorov, han señalado como “ese espíritu de la Ilustración”, al exponer en el cuadro la relación entre pensamiento y pintura de su tiempo, esto es, la sugerencia de la imagen en relación con el contexto externo e interno de la obra en sí.

De ahí que, este plan revolucionario impulse nuevas perspectivas estéticas ante un entorno que le rodea, pues: “Ante todo nos enfrentamos a un mundo desencantado […] en el que empiezan a extenderse las ideas de igualdad universal”, y ello ha de traducirse en “El reconocimiento tanto de la diversidad social como la multiplicidad de las direcciones que […] favorece la pluralidad interna de las doctrinas de esta época. Esta pluralidad abraza no a la incoherencia, sino a la complementariedad” [2] que se lleva a cabo en el mundo cultural, a través de las creaciones artístico-literarias y su relación con los procesos sociales, los cuales afectan tanto a la figura del artista como a la del escritor. En consecuencia, sus producciones señalarán los escenarios y situaciones de la  vida política, social y cultural para desentrañar sus conflictos y contradicciones.

En ese sentido, se establece entre las distintas manifestaciones artísticas un diálogo de pensamiento y de producción, a nivel tanto nacional como internacional, una imbricación de creaciones y procesos de lectura entre pintura y literatura, así como una profusión de prácticas de diferentes técnicas, materiales y géneros. Una revisión que nos remite a nombres como el de William Hogarth (1697-1764), quien ha de pintar para los que le aseguran un sustento, sin embargo, ello no le imposibilita la intención de manifestar en otros cuadros la experiencia del placer estético y el valor de la obra, hasta el punto de convertirse en unos de los artistas que, en el siglo XVIII inglés, propone los derechos del artista y la autonomía del arte, y se defina como:

un espíritu libre, crítico con las instituciones, pero respetuoso con la moral cristiana [pues…] Para poder escapar de sus ricos clientes, entre ellos la corte real, intenta reforzar otro tipo de ingresos: la difusión de grabados [3].

Por tanto, Hogarth, que no sólo pinta para los grandes salones de palacios, se acerca al mundo de los escritores para ilustrar el poema Huidibras de Samuel Butler y, posteriormente, realiza un grabado dedicado a Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift, titulado El castigo infligido a Gulliver en el que “su crítica de la sociedad humana pasa por el humor y la caricatura”. El propósito de sus grabados establece una relación entre relato y pintura en La carrera de una vagabunda (1733) y en Las cuatro etapas de la crueldad (1751), en los que se conjugan la imagen artística y el relato como revelación de la historia de su tiempo, esto es, la presencia de unos personajes que provienen de las calles con sus miserias y conflictos, lo que avala una obra pictórica que enfoca su mirada hacia “los márgenes”, apuntando “más bien a la periferia de la visión del mundo que comparten los autores de estos cuadros y los espectadores” [4].

Esta visión periférica la representan los italianos: Francesco Guardi (1712-1793), con una obra fundamental, antecedente de los grabados del último pintor con que cierra el ciclo de pintores de la Ilustración, según Todorov, el español Francisco de Goya, pues en sus Caprichos “encontramos no paisajes totalmente inventados, habitados por seres sobrenaturales, sino combinaciones inéditas de elementos visibles” [5], así como Giovanni Battista Piranesi (1720-1778), con su destacada obra las Cárceles, en la que se representa el carácter paradójico de la situación, en unos cuadros que alegorizan la condición del prisionero, el pintor y el espectador, atrapado en estos laberintos o puentes truncados “que no se unen [y, contrariamente,] expresan la impotencia de la razón instrumental abandonada de sí misma” [6], y con ella la del sujeto.

Finalmente, nos adentramos en la obra del pintor zaragozano, Francisco de Goya (1786-1828), de quien la crítica del siglo XIX ofreció, según Roberto Alcalá, una imagen de un pintor “ignorante e irreflexivo, artista tan instintivo como despreocupado por las corrientes culturales de su época” [7], por lo que no será sino hasta mediados del siglo XX, con la aparición del texto Goya (1958) de José Ortega y Gasset cuando encontremos: “La primera aportación luminosa para esclarecer el misterio de Goya y lo goyesco” [8], que comienza con su llegada a Madrid, obviando elucubraciones acerca del motivo que produjo su salida de Zaragoza. En ese sentido, según Ortega y Gasset, interesa señalar que el joven Goya “convivió con los pintores capitaneados por Francisco Bayeu, que se fueron más tarde a Madrid. Y, en efecto, en 1775, Goya va a Madrid” [9]. Allí comienza un largo proceso creativo muy ligado a su ser, a tal punto de afirmar que:

las innovaciones goyescas no aparecen juntas y de golpe, sino que van manifestándose con extraordinaria lentitud. La mayor parte de los artistas ha llegado con cierta prontitud a la completa genuinidad de su estilo, es decir, de su creación y, salvo leves modificaciones, viven de ella inercialmente el resto de su vida. En Goya, por el contrario, asistimos a una serie continua de fulguraciones parciales que no llegan nunca a integrarse en la unidad completa de un estilo, pero que, en cambio, no se interrumpen desde los treinta años hasta los ochenta y dos en que muere [10].

Por tanto, son líneas de formación y contacto, pues recibe encargos para la corte, favorecido por su cuñado Francisco Bayeau: tres series de cuadros en 1775-1780, 1786-1787 y en 1791-1792, sesenta y tres telas en total “que permitirán seguir su evolución a lo largo de sus años de formación” [11], que va unida a la participación de un momento crucial en el que un grupo de jóvenes intelectuales, pertenecientes a los círculos ilustrados, entre ellos Bernardo de Iriarte (1735-1814); Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811); Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829); Juan Meléndez Valdés (1754-1817); Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), quienes instauran un diálogo con el pintor zaragozano y, en consecuencia, se propician unos lazos de correspondencia entre pintura y literatura que se verá reflejada en la vida cultural española, pues "esos escritores y pensadores" captan en el pintor esa sensibilidad estética que, a su vez, ellos imprimen en sus textos, pues: “Una España y un pueblo más tristes y desgraciados se revela en los ojos atónitos del brillante pintor” [12].

Ahora bien, estos son cuadros por encargo que responden a un valor ornamental para sus compradores de la época; no obstante, Goya empieza a acusar una fatiga, tanto física como personal de pintar cartones para la Real Fábrica de Santa Bárbara. Así se lo hace saber a su amigo Martín Zapater el 2 de julio de 1788 en una carta que manifiesta su queja del arte por encargo, que reprime la libertad y deseos del pintor, “forzando […] a abjurar de lo que ha constituido los móviles de su arte y la base de su triunfo para emprender nuevos rumbos tan inciertos como arriesgados” [13]. De ahí que su cuñado Bayeu le inste a retomar el trabajo, por lo que a finales de 1791 entrega “la última serie de cartones que ha de pintar” en los que, según Edith Helman, ya “en sus bocetos, se percibe o se prevé una nueva visión de lo popular, la visión más deformadora y expresiva que ha de prevalecer en los cuadros de gabinete que pintará para sí mismo” [14].

A partir de esta última entrega y a raíz de un acontecimiento en la vida de Goya, su pintura tomará un rumbo decisivo, una creación propia, la del cuadro que se descubre con mayor libertad y, en definitiva, la del arte y su autonomía, propuesta anunciada en su discurso a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, celebrado en Madrid, el 14 de octubre de 1792. En noviembre de este mismo año se produce esa “ruptura” a causa de su enfermedad, que generará frente a la discapacidad auditiva, una apertura estética que buscará la profundidad del alma [15]. En 1793 se traslada a Cádiz, y en casa de su amigo don Sebastián comienza ese viaje interior, a conjugar su mundo emocional junto a las imágenes de pintores y grabadores, de libros de arte y formatos nuevos, que se volcaron en el artista, en ese pozo creativo que estaba a punto de brotar al exterior, pues

de igual importancia para Goya […] fueron otros tipos de lienzos en aquella colección: los cuadros llamados de gabinete o de género […]. Abundaban los cuadros flamencos e italianos de banquetes y borrachos, escenas de diversión, de músicos, juegos y fiestas. Había, sin embargo, escenas muy diferentes en aquella galería: de los desastres de la vida humana, batallas, muertes generales, naufragios e incendios. Y estos temas fueron asimismo muy aptos psicológicamente para Goya en aquel momento [16].

Todo aquel conjunto heterogéneo de imágenes y formas que confluyen y enriquecen al artista durante esa estancia en Cádiz, en ese retiro de la corte, que representó su avance inicial o entrada como pintor reconocido, posteriormente, se convierte en la dificultad de encarar posibilidades de creaciones inéditas, transformadoras en el mundo del arte, y no simplemente expuestas como objetos decorativos en las grandes salas de nobles y burgueses. Por lo tanto, en el año 1793 Goya pinta “todo el juego de cuadros de gabinete que remite a don Bernardino Iriarte el 4 de enero de 1794, avisándole que estos cuadros le habían permitido hacer observaciones que no permitían las obras encargadas” [17]. Y destaca un dato importante acerca del lugar físico de la obra y su destinatario, la cual se ha de proyectar a un nivel social más amplio, en el sentido de facilitar la obra a personas que no pertenecen a una jerarquía política, económica y cultural alta, esto es, dirigida a ciudadanos anónimos, de clase humilde, que más allá de adquirirla, también puedan verse representados en ella.

Así, prepara estas nuevas estampas con un aire de innovación que deja atrás las que circulaban, junto a las de Ramón Bayeu, en los anuncios de venta en los diarios de Madrid hacia 1797. A diferencia de éstas en las que pinta figuras de Velázquez, en los Caprichos de 1799, Goya trasciende no solo en el planteamiento de la imagen y del personaje, sino que se adentra a explorar el mundo nocturno y subterráneo del individuo, sus confusiones y descubrimientos, pues si, por un lado, en los Caprichos nos ofrece imágenes sobrenaturales que, como sostiene Todorov, “nos mantienen en la indecisión: ¿sueño o realidad?, ¿fantasma o intervención sobrenatural?” [18], por otro lado, nos afirman en la conjunción de dos realidades que se entrecruzan en el grabado, y ambos mundos se intercambian, se aportan significados no opuestos, sino terriblemente complementarios, fusionados en el cuadro, en la estampa y en el corazón de ésta: el ser.

En este descenso humano de Goya y ascenso creador de los Caprichos, en esa paradoja que se funde en el grabado, se adentra la novela La noche oscura del Niño Avilés (1984) del escritor puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá y, acompañado también del Bosco, de Hogarth y Piranesi, nos ofrece un conjunto de elementos heterogéneos en los que se manifiesta una propuesta estética, lo grotesco. Asimismo, participamos de la lectura de un texto en el que la pluralidad de voces entrelaza la figura del narrador con la del cronista, los documentos históricos con los apócrifos, y el texto y con la imagen. Esto es, la entrada del registro pictórico como descripción y soporte entre dos visiones de la cultura y del pensamiento de una época: la literatura y la pintura en la novela, con la presencia de un discurso que también entra a formar parte de la representación textual, la Historia.

La noche oscura… de Rodríguez Juliá se alimenta y elabora a partir de la imbricación de otros discursos disciplinarios, para conjugar la heterogeneidad de perspectivas espacio-temporales, que se traducen en alusiones implícitas a pintores emblemáticos de la cultura occidental, tales como el pintor flamenco, y de épocas históricas que entran a formar parte de la novela del Caribe del siglo XX, pues introduce en la reconstrucción del imaginario de una isla: El Puerto Rico, dentro de un período colonial en las regiones del Nuevo Mundo, especialmente el siglo XVIII, del que justamente los registros históricos puertorriqueños poco han referido, al punto de que intelectuales de la década del treinta como Antonio Pedreira, en el libro Insularismo (1939) lo juzgaron como poco relevante.

De ese Puerto Rico silenciado surge La noche oscura…, para intentar reconstruir los vacíos de la historia y, por ese motivo, se introduce en la novela la figura de José Campeche, el pintor mulato de la época que, entre sus cuadros figura el retrato titulado “El Niño Juan Pantaleón de Avilés de Luna Alvarado” (1808). En este sentido, la novela diseña la configuración de una atmósfera sobre la que se desarrolla su escritura, la cual se corresponde con la representación textual de dos mundos que intentan interpretar el trasiego de la Historia: el sueño y la pesadilla. Dos estados en los que se despliega una serie de situaciones laberínticas que siguen sus cronistas y personajes, quienes se adentran en un relato que parece interrogar al sujeto cronista, a la historia y a la literatura. Y para ello acude de manera implícita al registro de uno de los pintores más significativos del arte moderno, al aragonés Francisco de Goya, especialmente a su obra los Caprichos (1799), a ese conjunto de grabados presentado por el escritor Leandro Fernández de Moratín en el Diario de Madrid, el 6 de febrero de 1799, quien manifiesta la relación existente entre pintura y poesía al citar la máxima de Horacio: “Ut pictura poesis” y señalar que:

La pintura (como la poesía) escoge en lo universal lo que juzga más a propósito para sus fines: reúne en un sólo personage (sic) fantástico circunstancias y caracteres que la naturaleza presenta repartido en muchos, y de esta convinación (sic) ingeniosamente dispuesta, resulta aquella feliz imitación, por la cual adquiere un buen artífice el título de inventor y no de copiante servil [19].

Lo que reafirma las correspondencias entre las artes visuales y la literatura, una práctica que se traduce en el diálogo y acercamiento entre artistas y escritores de finales del siglo XVIII en España, en una sociedad en la que el artista exige “libertad” para crear y, a su vez, asume desde su obra un planteamiento estético que interroga su entorno y al mismo pintor. A tal punto que podríamos decir que: “El grabado de Goya quizá sea el producto más puro de su pensamiento en cuanto a lo que entendía por ser artista, en el cultivo de esa técnica se mostró con total libertad y pudo comunicar de forma gráfica su concepto de lenguaje de invención[20].

Nos referimos concretamente al “Capricho 43, El sueño/ de la razón/ produce monstruos”. Un grabado en el que el artista se representa en el centro o dentro de sus conflictos pues, en el “Dibujo preparatorio” (1797), el sujeto se halla con el rostro caído sobre su mesa y su cuerpo inclinado en un estado pendular entre la huida y el acecho del mundo, representado en las figuras que surgen sobre y dentro de su cabeza. Son múltiples rostros que destacan una gestualidad heterogénea como el de la mirada sobresaltada y el grito contenido; el semblante que muestra una sonrisa y los ojos entornados, el del rostro calmado junto al que muestra unos ojos escudriñando su alrededor, mientras, en la espalda del pintor, con un trazado más fuerte, se esbozan unos murciélagos que aparecerán más definidos en su segundo “Dibujo preparatorio”, titulado en la parte superior “Sueño 1.º”, y en la parte inferior el texto: “El Autor soñando./ Su yntento solo es desterrar vulgaridades/ perjudiciales, y perpetuar con esta obra de/ caprichos, el testimonio solido de la verdad”. ¿Cuál verdad?, podríamos interrogar. Entonces, encontramos una de las posibles respuestas, la de Teóphile Gautier:

Nadie como él para hacer que las oscuras nubes se deslicen por la cálida atmósfera de una noche de tormenta, poblada de vampiros, personajes grotescos de la noche, demonios; o para poner de relieve una cabalgata de brujas contra una estela de horizontes siniestros [21].

Ahora bien, en el segundo dibujo en el que los rostros desaparecen y se funden en imágenes de los murciélagos y la figuración se hace más intensa, el símil se convierte en metáfora, hallamos la correspondencia con el escenario que atravesará el personaje-cronista Julián Flores en la novela de Rodríguez Juliá, quien deambula por esos pasadizos nocturnos buscando entre el sueño y la pesadilla, el deseo y la realidad, las historias de la isla, e incluso la suya: “Y todo me pareció visión que engañaba lo vivido, por lo que restregué mis ojos, pensando que estaba dormido y era grande sueño el desengaño […] y ahora todo es al revés y ya no sé lo es que engaño” (p. 161). Por lo que esa realidad interior es más convulsa, de pensamientos y pulsiones que se contraponen, se confrontan como las que le ocurren al personaje de Trespalacios, quien se encuentra expulsando los demonios o disertando sobre ellos: “–Pues estos demonios casi siempre sueñan, con una ciudad hecha de rubíes, brillantes y esmeraldas […] Sueñan con una ciudad que no esté invertida” (p. 151). Demonios que han invadido la ciudad y a sus habitantes, pero también al personaje:

Muy ajenas voces han invadido mi lucidez; este ingenio febril parece ocupado por el Otro. ¿No será que el apestoso Leviatán confunde nuestra profecía y ata aún más duramente el exilio? […] Anoche tuve sueño muy extraño y de gran falsía, todo ello a causa del maldito delirio que todas las noches se apodera de mi cansada imaginación (p. 452).

Los sujetos interrogan su pensamiento en sus diferentes realidades en su ser y quehacer, inmersos en el mundo de un sueño o una pesadilla, de una y múltiples historias por las que atraviesan su obra y sus culturas, dentro de un imaginario que no deja de revelar las terribles verdades y paradojas del ser y el tiempo, vertido en imágenes y palabras que articulan los laberintos por los que atraviesa el artista, el hombre en los Caprichos, así como los personajes cronistas, habitando esas Cárceles del italiano Piranesi en la novela puertorriqueña: “Quedé sometido a este silencio que habita mi calavera, prisionero de este soplo oscuro que se escapa por las cuencas vacías, burlas del aire que inútilmente intenta abrazar mi esqueleto” (p. 341), relata el “Último manuscrito apócrifo del Renegado”, en un dibujo de figuras y atmósferas que manifiesta las realidades oníricas de la razón y lo monstruoso, como parte de lo que el individuo percibe y encarna. De ahí que, en ellas se despliegue un arte de lo grotesco [22], que entra y sale de la realidad sin excluirlas, y sus personajes se encuentren interrogando no solo lo que piensan y son los otros, sino los conflictos que poseen ellos mismos.

Dos trabajos artísticos, el "Capricho 43" de Goya y las Cárceles de Piranesi, que se explican en los rostros y en las palabras de los personajes de novela puertorriqueña, formas e imágenes que cuestionan diferentes realidades externas e internas, estados emocionales y psicológicos unidos a figuras y sujetos que pintan, y establecen un puente entre la pintura y la literatura, el cuadro y la novela. En este sentido, se convierten en personajes doblemente cuestionados y autorrepresentados por la figura del pintor y del narrador-cronista, ambos relatan su propia historia. Por lo que se trata de una y múltiples historias que encarnan lo terrible, la pesadilla con sus deformaciones, el desencanto de los sueños, es decir, el de las utopías convertidas en monstruos, y esa versión como representación de una complejidad social, en el sentido colectivo (en la novela) y, al mismo tiempo, individual, en el pintor. De ahí que, tanto en los Caprichos de Goya como en el texto de Rodríguez Juliá, el sentido estético “no es cómico ni se trata de una sátira, pero tampoco es una tragedia […]. No es lo fantástico, ni lo onírico: […] El monstruo espantoso pertenece a nuestro propio mundo, es en él donde ocupa su lugar de dominio” [23]. De allí su fuerza y a la vez su estremecimiento, así como su certeza en los sujetos que lo descubren.

Goya por tanto viene cohesionar esa expresión y carga estética de lo grotesco precedida por el pintor Pieter Brueghel, el Joven (en torno a 1564-1638), quien descendía de Pieter Brueghel, el Viejo (h. 1525-1569) al que se le llegó a denominar el “segundo Bosco” [24]. Por este motivo, Kayser se detiene en el ala derecha de "El jardín de las delicias" de El Bosco para destacar, frente a las torturas en el infierno, “la calma que reina [en el cuadro] ante la realización de todas las torturas […] pero precisamente esa ausencia de afecto es un rasgo que nos perturba y nos resulta aterrador” [25], lo que permite señalar la singularidad de la obra y el contexto del pintor flamenco, Jheronimus Bosch,  quien “Contemporáneo de un tiempo convulso, plasmó las visiones que salían a su encuentro, sin apercibirse acaso ni siquiera de que tales cuadros hacían saltar por los aires los límites y la función religiosa -pues eran altares- con cuyo motivo eran pintados” [26]. El avance de Brueghel en relación con el Bosco es la perspectiva de “centro del campo de visión”, que le concede “la del horror a su naturaleza abismal, es decir, la de lo grotesco” [27]. En el "Capricho 43", se mezcla el terror con la melancolía, el ser en la intemperie, del creador en su soledad con la obra y el mundo, esto es, con sus ideas convertidas en sinrazones y en paradojas.

En Julián Flores y Trespalacios la historia se convertirá en una pesadilla, y la realidad en un engaño que ellos recorren por esos pasillos de la novela, con fantasmas imaginarios no ajenos, sino habitantes dentro de la casa del ser y de sus historias, la puertorriqueña. La razón deviene en pesadilla y ésta es la realidad de la historia en la novela, el día trae la aniquilación, la muerte y el caos, que parece dibujarnos el relato de Julián. Así, La noche oscura… acude a la imagen, y el grabado de Goya a las palabras, ambas se funden y se retroalimentan en el escenario del arte y la literatura; [28] "El sueño de la razón produce monstruos" es la constatación de vivir la historia como pesadilla, y el título de la novela ya nos sitúa en un cuadro nocturno por el que sus personajes desandarán simultáneamente esos dos estadios: el sueño y la pesadilla desde la negación, es decir, de la subversión de la historia ante su mutilación, dentro del proceso colonial puertorriqueño. Mutilación del cuerpo que en la novela se exacerba dentro de las posibles historias disidentes, apócrifas y barrocas que ellas entretejen como formas que, con el tiempo, van adoptando cambios estéticos y narrativos en la obra del escritor Edgardo Rodríguez Juliá.


 

NOTAS

[1] En este sentido destaca la figura del criollo venezolano Francisco de Miranda (1750-1816), uno de los precursores de la Independencia que, encontraron en el viaje la vía de preparación de un proyecto ideológico que desarrollarían al retornar a sus provincias. Así, «Miranda conoció los Estados Unidos, peleó en la guerra revolucionaria de Francia y recorrió Europa, Turquía, Rusia y Suecia antes de emprender una expedición para liberar Venezuela». Véase: Jean Franco: «La cultura hispanoamericana en la época colonial» en Luis Íñigo Madrigal (Coord.): Historia de la literatura hispanoamericana, Época colonial, T. 1, Madrid, Cátedra, p. 53.

[2]Tzvetan Todorov: La pintura de la Ilustración. De Watteau a Goya, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015, p. 17.

[3] Ibíd., p. 115.

[4] Ibíd., p. 138.

[5] Ibídem.

[6] Ibíd., p. 140.

[7] Roberto Alcalá Flecha: Literatura e ideología en el arte de Goya, Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1988, p. 19.

[8] Ibíd. p. 9.

[9] José Ortega y Gasset: Goya, Madrid, Revista de Occidente, 3.ª ed., 1966, p. 70.

[10] Ibíd., p. 94.

[11] Tzvetan Todorov: La pintura de la Ilustración…, op. cit., p. 162.

[12] Roberto Alcalá Flecha: Literatura e ideología..., op. cit., p. 11.

[13] Ibíd., p. 12.

[14] Edith Helman: Trasmundo de Goya, Madrid, Revista de Occidente, 1963, p. 34.

[15] «En una nota biográfica escrita por su hijo Javier, pero sin duda inspirada en el propio Goya, leemos que es el acontecimiento decisivo de su carrera». Véase: Tzvetan Todorov: La pintura de la Ilustración…, op. cit., p. 168.

[16] Nigel Glendinning: Goya. La década de los Caprichos. Retratos 1792-1804, Madrid, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando/ Central Hispano, 1992, p. 28.

[17] Edith Helman: Trasmundo de Goya…, op. cit., p. 35.

[18] Tzvetan Todorov: La pintura de la Ilustración…, op. cit., p. 173.

[19] Juan Carrete: «Francisco de Goya. Los Caprichos» en Goya. Los Caprichos. Dibujos y Aguafuertes, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Calcografía Nacional/Central Hispano-, Madrid, 1994, p. XIV.

[20] Ibíd., p. XI

[21] Ibíd., p. XXIII.

[22] Vocablo que, si bien data de comienzos del siglo XV, en Roma, al hallarse en unas cuevas unas decoraciones que mezclaban las formas humanas con animales, de las cuales se desprendían unos hilos salidos de una oreja, es hacia finales del siglo XVIII cuando se perfila «el intento de conferir a lo grotesco rasgos que lo definen como categoría estética». Ya que a partir de miradas renovadoras sobre el Quijote y Los Viajes de Gulliver, así como los grabados de Hogarth, la autocrítica de Fielding señalando el estilo caricaturesco de su novela Joseph Andrews. Wieland en 1775 en su clasificación de la caricatura, se refiere a «los llamados grotescos», de lo que infiere Wolfgang Kayser: «al comprender el asombro como una angustia y perplejidad ante el mundo distorsionado, lo grotesco adquiere una secreta relación con nuestra realidad y una carga de verdad». Véase: Wolfang Kayser: Lo grotesco. Su realización en literatura y pintura, trad. Juan Andrés García Román, Madrid, Machado Libros, 2010, p. 50.

[23] Ibíd., pp. 21 y 25.

[24] Ibíd., p. 52.

[25] Ibíd., p. 53.

[26] Ibíd., p. 61.

[27] Ibíd., p. 63.

[28] El estudio de César Salgado: «Archivos encontrados: Edgardo Rodríguez Juliá o los diablejos de la historiografía» en Cuadernos americanos (73), 1999, p. 155, señala la «analogización de las novelas con la plástica grotesca, de Goya, Brueghel y Bosch es ya un lugar común en la crítica» sobre todo en su primera novela, La renuncia del héroe Baltasar. Sin embargo, esta interrelación de la novela con la plástica va más allá de «su alto grado de invención, viéndola como obra de una imaginación alucinada», pues constituye un elemento articulador del proceso narrativo que aborda desde diferentes planos espacio-temporales, los temas y conflictos artísticos, históricos y literarios, sin pretender resolverlos al estilo de la «novela total» de Carpentier, García Márquez y Carlos Fuentes (Véase: Aníbal González: «Una alegoría de la cultura puertorriqueña…", loc. cit., p. 584). Antes bien, la novela La noche oscura… desarticula ese código narrativo para poner en diálogo diferentes registros y situaciones que en algún punto se cruzan y generan un abanico de significaciones de lectura y escritura en la novelística hispanocaribeña contemporánea.


 

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