Alejandro Lapetra

A la sombra de los cipreses

 

Alejandro Lapetra: Cartel de la obra

 


 

Sinopsis

Leo es un angustiado e hipocondríaco profesor de filosofía, temeroso compulsivo de la muerte, a quien su amigo Ramón —uno de los pocos que le quedan— trata de ayudar a salir del negro abismo en que se halla sumido. A lo largo de esta tragicomedia, dividida en tres escenas que tienen por escenario un cementerio, Leo sufrirá un colapso y pasará a un plano distinto de la realidad donde un misterioso e histriónico espectro de acento francés llamado Chester le irá revelando algunas inquietantes claves sobre el verdadero sentido de la existencia humana. Si el patético profesor logrará o no regresar a su mundo es algo que habrá de ser desvelado a su debido tiempo. Las distintas alusiones que perfilan y completan el trasfondo simbólico de la obra van desde el Libro del Génesis hasta la teoría del eterno retorno de Nietzsche, pasando por referencias a Dickens, a Becket o a Freud.
La tragicomedia A la sombra de los cipreses constituye el primero de los doce relatos de género diverso e índole fantástica que conforman el libro La noche de Cronos, de Alejandro Lapetra, publicado en diciembre de 2014 por Ediciones En Huida.

 


 

Personajes

Leo, el hipocondríaco
Ramón, el amigo
Chester, el espectro
Eva, el alma en pena

 



ESCENA PRIMERA

Verja cerrada de un cementerio. Pasan de las once y media de la noche. Dos farolas, una de las cuales parpadea cada varios segundos, iluminan la escena con su pobre luz amarillenta. Al fondo, dentro del camposanto, las siluetas puntiagudas de los cipreses se ciernen oscuras. Se escuchan pasos y al poco aparece Leo entrando por la izquierda. Le sigue Ramón. Leo viste un polo amarillo y Ramón una camisa azul remangada hasta los codos. Ambos son de estatura mediana y treintañeros, pero mientras Ramón camina con paso firme y seguro, Leo se mueve a trompicones y parece sumamente abatido, angustiado. Se detiene frente a la verja.

Ramón.—¡La madre que te parió, Leo, por fin echas el freno!… (Mira con disgusto hacia el cementerio.) Aunque vaya sitio has elegido.

Leo.—No puedo más, Ramón, te lo juro. Y no tenías por qué seguirme.

Ramón.—No, claro, ¿a ti te parece que esas son formas de largarte del bar? ¡Venga ya, hombre! Voy al servicio un momento y sales escopeteado, con la cerveza medio llena y sin haber probado la tapa. ¿Pero qué narices te pasa?

Leo.—No sé…, te has levantado, he empezado a darle vueltas a la cabeza y me ha entrado el pánico. Necesito… Necesito tranquilizarme. (Se masajea las sienes, entorna los ojos y apoya la espalda contra la verja.)

Ramón.—Tío, una cosa, ¿no podemos seguir paseando y hablar en otra parte? Anda que tú también pararte aquí…

Leo.—¡Caray, qué más da! Después de todo aquí para todo el mundo, ¿no? Más tarde o más temprano… Y en mi caso va a ser muy pronto, estoy seguro.

Ramón.—Desde luego, eres el rey del drama. ¿Pero qué tonterías estás diciendo? Ya te ha explicado el cardiólogo que no hay motivo de alarma, que no te pasa absolutamente nada y que te tranquilices. ¿Quieres hacerle caso al médico por una vez?

Leo.—(Mientras da vueltas en círculos, nervioso.) Los médicos no saben nada, Ramón. Cuántas veces tendré que repetírtelo. A los de ahora lo único que les interesa es embolsarse un buen sueldo. Eso y despachar al rebaño diario de pacientes lo antes posible para poder irse a casa a ver el fútbol. ¡Y a los enfermos que nos den por saco!

Ramón.—Estoy harto de tu cinismo, Leo. De tu cinismo y de tu hipocondría.

Leo.—Esta vez es real, Ramón. Lo creas o no tengo todos los síntomas: me mareo varias veces al día, sudo en la cama, me cuesta respirar y siento una presión intensa en el pecho, como si un puño enorme me estuviera retorciendo el corazón.

Ramón.—Pues naturalmente que los tienes… ¡Si te los provocas tú! Llevas media vida montándote estas películas. Madre mía, siempre crees que estás enfermo. ¿Te acuerdas de cuando pensabas que tenías un tumor cerebral porque te zumbaba el oído?

Leo.—Bueno, era un zumbido muy inquietante…

Ramón.—Leo, era un tapón de cera.

Leo.—Ya, pero esto… es distinto. (Se pellizca el labio, preocupado.)

Ramón.—Sí, eso dijiste también la última vez, cuando te hormigueaba el estómago y te convenciste de que tenías cáncer de colon. Al final resultó que era una irritación del intestino causada por tu propia ansiedad.

Leo.—¿Cómo iba a saber yo que podía provocarme semejante cosa? (Hace una pausa.) De todas formas… De verdad que esta vez es diferente.

Ramón.—Sí, sí, muy diferente, qué duda cabe. Pero te recuerdo que de lo que te quejabas en principio era de una punzada en el pecho, y solo desde que el médico te ha dicho que lo que se siente en realidad es una presión has empezado a notarla. (Lanza una mirada de desaprobación hacia el cementerio.) Anda, vámonos de aquí, que te me sugestionas.

Leo.—(Alterándose.) Me da igual lo que pienses, Ramón. El caso es que eres mi mejor amigo y no me estás ayudando nada. ¿Sabes el pánico que tengo? Me cuesta…

Ramón.—(Lo interrumpe, con voz cansina.) Ya, por eso te digo que nos vayamos.

Leo.—¡No me interrumpas, por favor!… Como te decía, me cuesta horrores levantarme por las mañanas. (Suspira.) Y luego me planto en la tarima, delante de todos esos chavales, y no me quito de la cabeza que ellos tienen toda la vida por delante… Mientras que la mía va acortándose a cada paso que doy. (Se mordisquea los padrastros.)

Ramón.—Lo que hay que oír… Tus alumnos son de bachillerato, Leo; apenas tienen quince años menos que tú. ¡Si hasta podrás darles clase a sus nietos, si me apuras! (Resopla.) De verdad que no entiendo por qué te pones así.

Leo.—¿Y cómo quieres que me ponga? Tengo los síntomas clásicos de una cardiopatía severa. Es lo peor que podía pasarme. (Hace una pausa para calmarse y tomar aire.) A ver, tú trabajas en la construcción. Imagina que sufres un accidente. ¿No tendrías miedo de morirte?

Ramón.—¿Y por qué iba a tener miedo?

Leo.—Pues porque dejarías de existir.

Ramón.—¿Y qué?

Leo.—¿Esa idea no te aterra?

Ramón.—¿Quién piensa en esas tonterías? Ahora estoy vivo. Cuando esté muerto, estaré muerto.

Leo.—(Atónito.) No lo entiendo, ¿no tienes miedo?

Ramón.—¿De qué? Estaré inconsciente.

Leo.—En serio, Ramón, contigo no hay manera. No te planteas nada…, no te preocupa nada… Eres un superficial.

Ramón.—(Irritándose ante la ofensa.) ¡Ya estamos con la historia de siempre! Tú en cambio entiendes mucho de todo, ¿no? Después de estudiar filosofía cinco años seguro que tienes montones de respuestas. ¡Joder, por eso se te ve tan de maravilla! Se nota que te ha servido para solucionar tus problemas. (Para tranquilizarse, Ramón saca un paquete de Chesterfield y enciende un cigarrillo. Da un par de caladas.)

Leo.—Bueno, por lo menos yo puedo decir que tengo inquietudes sobre… (Clava la mirada en el cigarrillo.) ¿De verdad vas a fumarte otro? Es increíble el poco respeto que sientes hacia tu cuerpo… ¿Has visto alguna vez la foto de los pulmones de un fumador? El otro día estuve mirando en varias páginas de Internet: se vuelven morados, y como salpicados de tinta negra… (Pone cara de repugnancia y acompaña su explicación de gestos con las manos. La paciencia de Ramón se va agotando.) ¿Sabes? parece como si les hubiesen reventado un bolígrafo encima… No entiendo cómo puedes vivir tranquilo teniendo dentro una porquería infecta que hasta podría provocarte…

Ramón.—(Perdiendo por completo los papeles.) ¡Se acabó! ¡Tú eres quien me provoca! ¡Me da enteramente lo mismo si mis pulmones se ponen morados, verdes o… estampados con margaritas, Leo! ¡Por mí como si les crecen alas y una trompa! ¡Estás loco, zumbao!… ¿Sabes lo que te digo? Que no me extraña que Irene te mandase a hacer puñetas.

Leo.—(Sin dar crédito.) Qué estás diciendo, joder. A ver qué tendrá que ver Irene con todo esto.

Ramón.—Estoy diciendo lo que oyes. Que en su día te apoyé con el temita pero solo porque eras mi amigo. ¡Que llevaba razón ella, no tú, a ver si te enteras ya de una vez por todas! Te lo ganaste a pulso, maldita sea. (Arroja el cigarrillo.) Demasiado aguantó, la pobre.

Leo.—(Muy afectado.) Eres un bestia, Ramón. No debo de importarte en absoluto cuando eres capaz de soltarme eso. Te da igual cómo me sienta yo.

Ramón.—¿En serio? ¿Tú crees que me da igual? Dime una cosa, Leo, ¿cuántos amigos te quedan aparte de mí? (Pasan unos segundos, pero Leo no responde.) Me atrevería a decir que poquitos. ¿Te ha preocupado alguna vez cómo nos sentimos los demás? Cada vez que nos vemos te falta tiempo para contarme tus historias, pero nunca me preguntas cómo me van a mí las cosas. Como mucho tratas de convencerme de que abandone malas costumbres. Sobre todo si pueden afectarte en algo a ti, como el humo del tabaco. Pero nada más. (Pausa.) Dime, ¿acaso eras distinto con Irene? ¿Te preocupaste de saber si ella era feliz? (Enfatiza.) ¿Te has preocupado alguna vez por alguien que no fueras tú mismo?

(Se hace un silencio. Leo se tambalea. Pasan varios segundos. Al cabo, Ramón habla para sí, consciente de haber ido tal vez demasiado lejos.)

Mierda, no tenía que haber dicho nada de Irene… Esto me supera. Por mucho que me esfuerce, no hay forma de…

Leo.—Ramón, te has pasado. Haz el favor de largarte. (Se agacha, como mareado.) Caray, me encuentro fatal.

Ramón.—(Ya más sosegado y arrepentido de la ferocidad de sus palabras.) Lo siento, lo siento, ¿vale? Llevas razón, me he calentado y he empezado a decir burradas. Pero es que a veces… (Mira a Leo con lástima y preocupación.) No te quedes agachado ahí, hombre, que mea todo el mundo. Anda, deja que te ayude. (Pese a que opone resistencia, logra ayudarlo a ponerse en pie de nuevo. Leo tiembla y se agarra nervioso a las rejas de la verja con las manos por detrás de la espalda. Le cuesta sostenerse.)

Leo.—Muy bien, disculpas aceptadas. Pero ahora márchate, ¿quieres? Necesito estar solo un rato.

Ramón.—Tío, no pienso dejarte aquí, de esta manera.

Leo.—Vete, por favor. Además, Silvia estará preocupada. No le gusta que llegues tarde entre semana.

Ramón.—No, no puedo irme. ¿Has visto cómo estás? Mira, ¿por qué no hacemos una cosa? Hoy es mejor que no pases la noche solo, así que te vienes a nuestro piso y puedes dormir en el sofá. Ya dormiste allí en una ocasión, ¿te acuerdas? Es bastante cómodo. (Hace una pausa para cambiar de registro.) Hay que ver la curda que llevábamos aquella vez, ¿eh? (Intenta bromear, se ríe de manera forzada para restarle hierro a lo ocurrido.)

Leo.—(En tono de advertencia.) En serio, Ramón, vete.

Ramón.—No.

Leo.—(Enfureciéndose gradualmente.) Haz el favor, te digo.

Ramón.—No, de aquí no me muevo si no vienes conmigo.

Leo.—(A punto de estallar, pero angustiado al mismo tiempo.) Mira, quiero estar solo. En mi estado no conviene irritarse y por eso te lo he dicho unas cuantas veces por las buenas, pero como tenga que repetírtelo otra más, Ramón, te juro que la tenemos. (Ramón niega con la cabeza. Leo estalla.) ¡Que te parto la cara, maldita sea! (Hace ademán de abalanzarse sobre Ramón, quien, al no esperarse el ataque, lo frena como buenamente puede.)

Ramón.—(Indignado.) ¡Muy bien, muy bien! ¡Tú ganas, capullo! Ya has demostrado lo desquiciado que estás y no pienso soportarlo. ¡Ahí te quedas! (Camina hacia la derecha, pero antes de salir de escena se detiene, se lleva las manos a la cintura, niega con la cabeza y se vuelve un momento hacia su amigo.) Haz lo que te dé la gana, pero cuando llegues a tu casa dame un toque al móvil para saber que estás bien, ¿okay?

Leo.—Sí, lo que sea, pero vete ya.

(Ramón se marcha y Leo se queda solo ante la verja del cementerio. Se le ve cada vez más angustiado, se agita nervioso y le tiembla todo el cuerpo. Pasea de un lado a otro para calmarse. Inicia un monólogo interior, por lo que se escucha su voz sin que mueva los labios.)

Tranquilo, Leo, no te va a pasar nada. Relájate. Que no cunda el pánico. (Respira hondo y echa el aire por la boca. Se toma el pulso aplicándose un par de dedos a la muñeca.) No te vas a morir así, de repente. No tendría sentido desaparecer sin más. Seguramente lleva razón Ramón y no es más que sugestión, solo eso… (Hace una pausa, como notando algo.) Pero entonces… (Se sobresalta.) ¿Por qué me duele tanto la mandíbula? (Se la toca.) ¿Y la clavícula? (Se la toca también.) ¿Y qué es esta presión terrible en el pecho? (Se aprieta con fuerza la zona del corazón. Esboza una mueca de dolor.) ¡Me muero! ¡Me muero! (Se agarra a la verja con la otra mano, pero aun así cae de rodillas. Poco a poco, la mano va resbalando.) No puede ser… Todo se acabó… Se acabó… (Pone los ojos en blanco y finalmente se desploma. Tras convulsionar unos segundos, el cuerpo queda en reposo, tendido boca abajo en medio del lúgubre escenario.)


(Oscuro.)



Miguel Egido: Escena de la obra

 


 

ESCENA SEGUNDA


Interior del cementerio, plagado de lápidas. Noche cerrada. Atmósfera sobrenatural, muy distinta a la de la primera escena. Niebla a ras de suelo. De pronto, comienzan a escucharse golpes y gritos de socorro provenientes de una de las tumbas de la izquierda. Al otro lado del escenario, un ser misterioso surge de entre la niebla y se desliza lentamente hacia el lugar de donde proceden los ruidos. Es alto, extremadamente delgado y con el rostro muy pálido, casi azulado. Se mueve de un modo extraño, danzando alrededor de las lápidas a medida que se acerca y contorsionando el cuerpo como si no tuviera huesos; o como lo haría un reptil. Cuando por fin llega a la tumba de los alaridos, levanta sin demasiado esfuerzo la losa y la tapa del ataúd y se asoma al interior, ladeando la cabeza. Habla.

Chester.—(Con un marcado acento francés.) Oh là là! ¿Quién anda por ahí? ¿Eres el nuevo? (Silencio. No obtiene respuesta.) Te has quedado sin habla, ¿eh? No importa, te ayudaré a salir. (Se acuclilla, introduce el brazo en la fosa y saca a su ocupante de un tirón, asiéndolo por la muñeca. Una vez fuera, este cae de rodillas en estado de shock.) Levanta, muchacho, levanta. No me obligues a abofetearte, detesto la violencia. (El joven se levanta, con las rodillas temblando y mirando aterrorizado a Chester, que no le suelta la muñeca. Se nota que hace esfuerzos por hablar.) Así me gusta.

Leo.—(Por fin.) ¿Do-dónde estoy?

Chester.—¿Tú qué crees?

Leo.—(Con la voz entrecortada.) No sé… Yo… Ramón se fue y después… sentí un dolor fuerte en el pecho. Y ahora estoy… (Mira a su alrededor, sin comprender.) ¿Dónde estoy?

Chester.—Cara a cara con la eternidad, évidemment. Pero por favor, no dramatices.

Leo.—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Chester.—Que no dramatices, s´il te plaît. Me harías sentir incómodo.

Leo.—No, antes de eso.

Chester.—¿Cara a cara con la eternidad?

Leo.—¡Dios mío…! No puedo estar… No puede ser que esté… (Silencio.)

Chester.—(Sonriendo con malicia.) ¿Síii?

Leo.—¡… Muerto!

Chester.—En efecto, mon ami, muerto y enterrado.

Leo.—Pero no puede ser, no es posible que ocurriese realmente. ¿De verdad estoy muerto?

Chester.—Más muerto que un clavo de puerta. La prueba, garçon, es que estás hablando conmigo.

Leo.—Tú…, tú entonces debes de ser… (No se atreve. Silencio.)

Chester.—Un espectro, naturellement. Chester Togott, para servirte. (Le suelta la muñeca y le tiende la mano. Leo se queda mirando, pero no se la estrecha. Al cabo de unos segundos, la retira.) ¡Oh! ¡Qué maleducado!

Leo.—(Reaccionando.) Lo siento, esto es demasiado. No me lo trago. Probablemente me he desmayado y estoy sufriendo una alucinación… Sí, tiene que ser eso. (Se autoconvence y trata de cambiar de actitud.)

Chester.—¡Oh! Cuánto lamento que pienses así. ¿Acaso no resulto convincente como espectro?

Leo.—Hombre, no sé muy bien qué decirte…Yo suelo tener sueños bastante raros, ¿sabes? Y ese acento tuyo es un poco… ¿De verdad eres francés?

Chester.—No he dicho que lo fuera.

Leo.—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué hablas así?

Chester.—¡Es divertido! (Señala a su alrededor.) Y aquí no es que tenga uno mucho con qué entretenerse, como podrás imaginar.

Leo.—(Aliviado.) Vale, ya puedo respirar tranquilo. Definitivamente esto es una pantomima. No tendría ni que haberme asustado. ¡Menudo espectro estás tú hecho!

Chester.—(Mirando hacia otra parte y como dejándolo caer.) Vaya, ahora andas muy sobrado para ser alguien que se ha pasado la vida cagado de miedo.

Leo.—(Sorprendido.) ¿Cómo dices?

Chester.—Oh, no he dicho nada, olvídalo. Qué descortés por mi parte.

Leo.—¿Por qué lo has dicho?

Chester.—Por nada, mon ami, por nada en absoluto.

Leo.—(Receloso.) Tú me conoces, ¿no?

Chester.—Bueno… Conozco a los seres humanos.

Leo.—Pues ahora no tengo miedo, como verás.

Chester.—No me extraña. En principio no tienes por qué. El miedo siempre suele referirse al futuro, a lo desconocido. Y para los muertos solo hay pasado.

Leo.—(Muy convencido.) Ya, pero yo no estoy muerto.

Chester.—Ah, sí, olvidaba tu teoría. De nuevo, discúlpame.

Leo.—No es ninguna teoría. Simplemente, no me creo que esto sea lo que hay después.

Chester.—¿Después de qué?

Leo.—De… la vida.

Chester.—Ah, la vie! ¿Y qué hay entonces después de ella, si me permites el atrevimiento?

Leo.—Pues absolutamente nada. El cese de la existencia; lo más terrible que le puede ocurrir a uno.

Chester.—Oh, ya entiendo. Pero eso no es ni mucho menos lo más terrible, mi ingenuo amiguito.

Leo.—¿Ah, no? ¿De verdad crees que existe algo peor?

Chester.—Pues muchas cosas, en realidad.

Leo.—¿Por ejemplo?

Chester.—Bueno, pues… (Silencio. Chester se fija en que Leo, mientras aguarda respuesta, se ha aplicado un par de dedos a la muñeca y trata de tomarse el pulso.) ¿Qué estás haciendo, mon ami? No esperarás notar latidos, supongo.

Leo.—También es verdad. Pero es más que nada un tic. Resulta difícil abandonar viejas costumbres, ¿sabes?

Chester.—(Ladeando la cabeza.) ¿Viejas costumbres?

Leo.—Antes siempre solía creer que estaba enfermo, y me tomaba el pulso con frecuencia.

Chester.—¿Antes cuándo?

Leo.—(Sarcástico.) Cuando podía estarlo, ¿no? Porque ahora estoy muerto, según me has explicado. ¡Una cosa menos de la que preocuparme, mira tú por dónde!

Chester.—(Haciendo caso omiso del sarcasmo.) Entonces, por fin has aceptado que estás muerto.

Leo.—Pues… la verdad es que no. Pero he decidido entrar en tu juego; o mejor dicho, en el juego que mi propio subconsciente me propone. Es genial cuando uno se da cuenta de que está soñando, porque puede hacer de su sueño lo que le apetezca.

Chester.—(Como distraído.) Creo que aquí es justo al revés.

Leo.—¿Cómo dices?

Chester.—Oh, nada, nada.

Leo.—Pero oye… Chester, ¿verdad? (El espectro asiente.) Dime una cosa: ¿por qué tendría que creerte?

Chester.—Los muertos no podemos mentir.

Leo.—¿Qué muertos? (Mira a su alrededor.) Yo solo te veo a ti. ¿Podría hablar con alguno más?

Chester.—Todavía es pronto.

Leo.—¿Pronto para qué?

Chester.—Todavía no se han levantado.

Leo.—¿Y tú?

Chester.—Yo soy insomne, mon ami.

Leo.—(Sarcástico de nuevo.) ¡Anda, mira qué bien! ¿Pues sabes qué te digo? Que ojalá yo también lo fuera. Así no tendría que estar aguantando estas paridas.

Chester.—¿Paridas?

Leo.—¡Sí, paridas! Y deja de repetir mis palabras en forma de pregunta. (Silencio.) Oye, mira, me estoy aburriendo. Aquí no pasa nada de nada, y tampoco le pillo la gracia a esta charlita. Te aseguro que lo que más me apetece en este momento es despertar.

Chester.—Pero no puedes.

Leo.—¿Por qué?

Chester.—Porque estás muerto.

Leo.—¡Vaya por Dios! Ese sí que es un contratiempo, ¿eh, Chester?

Chester.—Me recuerdas a mí. También yo utilizaba el sarcasmo para vencer mi inseguridad ante los demás.

Leo.—Probablemente es porque somos la misma persona. Ya lo decía Freud: uno es al mismo tiempo todos los personajes de sus sueños.

Chester.—Oh, eso es muy grosero. ¡Poner mi autonomía en tela de juicio de ese modo! ¿Cómo te atreves a…?

Leo.—(Llevándose el índice a los labios.) ¡Shhh! ¿Qué es eso que se escucha?

(Se oye un gemido en otro punto del cementerio, hacia la derecha. Poco a poco va subiendo de volumen y finalmente se transforma en llanto.)

Parece que hay alguien más levantado. ¿Nos acercamos?

Chester.—(Todavía ofendido.) Si es lo te apetece…

Leo.—Puede que se esté poniendo interesante el sueñecito.

Chester.—Yo que tú me andaría con cuidado.

(Caminan despacio sorteando las lápidas. Chester lo hace danzando, contorsionándose y enroscándose alrededor de ellas, igual que al principio, mientras que Leo se limita a andar con sigilo. Por fin, descubren entre la niebla a una mujer de blanco, sentada sobre una tumba abierta y con la cara oculta entre las manos. Su llanto resulta estremecedor. Se detienen a una cierta distancia, para que no perciba su presencia.)

Leo.—¿Quién es ella? ¿La conoces, Chester?

Chester.—(Sarcástico.) Supongo que también debes de ser toi.

Leo.—En serio.

Chester.—Creo que se llama Eva.

Leo.—¿Y por qué llora de esa forma?

Chester.—Seguramente preferiría haber hecho las cosas de otro modo, como tantos otros.

Leo.—Qué más dará eso a estas alturas.

Chester.—Más de lo que imaginas, mon ami. Más de lo que imaginas.

Leo.—Un momento… No irás a ponerte a hablarme de Dios, ¿verdad? Porque no te pega nada.

Chester.—En absoluto. Si acaso existe, yo a monsieur no lo conozco, te lo puedo asegurar.

Leo.—Vale, es que por un momento me había parecido…

(Sin que ninguno de los dos se percate, Eva se pone en pie de un salto y se abalanza súbitamente sobre Leo, quien no tiene tiempo de reaccionar. Lo agarra por las solapas con sus manos espectrales y lo sacude con una fuerza sobrehumana. En su rostro pálido como el mármol exhibe una mueca de dolor palpitante, y las negras lágrimas forman surcos en sus mejillas. Sus gritos son desgarradores.)

Eva.—¡Pobre desgraciado! ¡No se puede cambiar nada! ¡Nada! ¡La esperanza aquí no existe! ¡No te dejes engañar! ¡Lo que pasó pasará siempre y la muerte es tan horrible como la vida! ¿Me oyes? Solo que llevada al infinito. ¡Al infinito! ¿Me oyes, maldito desgraciado? ¡Al infinito! ¿Me oyes? ¡Al infinito!…

(Eva se halla fuera de control y Leo demasiado aterrado para ofrecer resistencia alguna. Las extremidades no le responden y es Chester quien interviene para liberarlo de las manos de la difunta. Cuando por fin lo consigue, Leo cae al suelo de espaldas. Chester, por su parte, intenta calmar un poco a Eva.)

Chester.—(Colocándole las manos sobre los hombros.) Vamos, madame, tranquila. Ya pasó, ya pasó. Piensa que ahora tienes toda la noche para descansar. ¿Por qué no das un buen paseo y te despejas? Yo estoy matando el rato con uno nuevo. (Señala a Leo con un gesto de cabeza.) Me lo has dejado hecho unos zorros, por cierto.

Eva.—(Algo más sosegada, intentando hablar en voz baja.) Pe-pero no se lo irás a hacer pasar mal, ¿verdad? Por favor, no permitas que crea… No permitas que ese desgraciado crea que…

Chester.—Shhh… Calma, preciosa. Tú date una vueltecita y no pienses demasiado, d´accord?

Eva.—Sí…, bueno…, haré lo que pueda.

Chester.—Hasta pronto pues, madame.

Eva.—Adiós, Chester.

(Eva da media vuelta y se aleja deslizándose hasta que su blanca mortaja se funde con la niebla y desaparece. Chester se gira entonces hacia Leo, que permanece en el suelo boca arriba, con los codos apoyados y las rodillas flexionadas. Tiembla de pies a cabeza.)

Leo.—(Muy alterado.) ¿Qué…? ¿Qué narices acaba de pasar?

Chester.—Que has conocido a Eva. Te recuerdo que fuiste tú quien quiso acercarse, en busca de emociones fuertes.

Leo.—Pero… ¿Por qué se me ha echado encima de esa forma? ¡Yo no le he hecho nada!… ¿Qué diablos quería decir con todo eso? Dios, todavía me zumban sus palabras en los oídos… (Al tiempo que habla, hace esfuerzos por ponerse en pie, pero no lo consigue.) Nada… No hay manera. Cu-cuando me entra el pánico no me responden las piernas. ¿Me-me ayudas, Chester?

Chester.—Faltaría más, mon ami. (Le agarra la muñeca izquierda y lo levanta de un tirón, como al sacarlo del ataúd.) ¡En pie, soldado!

Leo.—¡Uf! Podrías ser menos brusco la próxima vez. Casi me dislocas el hombro. (Se lleva la mano a la clavícula. Pone cara de dolor. Se tambalea.)

Chester.—Discúlpame, te lo ruego. Pero quizás sería mejor que tomaras asiento. Tu estabilidad no parece muy buena.

Leo.—(Sentándose sobre una tumba lo suficientemente alta como para estar cómodo.) ¿Sabes, Chester? Ya no aguanto más. Después de lo de tu amiga, tengo la impresión de que mi sueño se está transformando en una pesadilla. Y me quiero despertar. (Se lleva las manos a la cabeza y mueve el tronco hacia delante y hacia atrás, angustiado.) Me quiero despertar, ¿entiendes? ¡Antes de que empeore!

Chester.—Pero no puedes.

Leo.—¿Por qué? ¿Por qué no puedo?

Chester.—(Ladeando la cabeza y mirando fijamente a Leo.) Porque estás muerto.

(Se hace un silencio.)

Leo.—(Muy asustado, de repente.) No… No lo estoy, ¿verdad?

Chester.—¿Tú qué crees?

Leo.—No lo sé… Yo ya no sé nada. (Silencio. Deja caer los brazos, abatido. Mira hacia el suelo. Al cabo de unos segundos, encuentra las fuerzas y vuelve a levantar la vista.) ¿Qué significaban las palabras de esa mujer? ¿Por qué me ha dicho esas cosas?

Chester.—Te ha dicho la verdad.

Leo.—¿Pero, qué verdad? Ni siquiera he podido entenderla bien. ¿A santo de qué me atormenta con eso de que aquí no se puede cambiar nada, con que la esperanza ya no existe?

Chester.—¿Realmente quieres saberlo?

Leo.—Pues sí, sí que quiero, ¿sabes? Quizá eso me ayude… Ahora mismo me siento muy perdido.

Chester.—D´accord, como gustes. Tendré entonces que explicarte el funcionamiento del cementerio. (Hace una pausa. Mira hacia el cielo, oscuro y sin estrellas.) Como habrás deducido tú mismo, ahora es de noche. Dentro de poco, los muertos comenzarán a despertar. Eso es lo que ocurre por las noches, mon ami. Sin embargo, ¿no te has preguntado qué hacemos durante el día?

Leo.—Entiendo que dormir. Por lo que he visto, tampoco es que se pueda hacer mucho más.

Chester.—¡Oh! Es mucho más complicado de lo que piensas. Veamos…, antes has dicho que creías que esto era un sueño, ¿verdad? Pues eso es precisamente lo que hacemos los muertos durante el día, cuando los cipreses proyectan su sombra sobre nuestras tumbas. Soñamos.

Leo.—Ya, bueno, ¿y qué tiene eso de particular? Todo el mundo sueña cuando duerme.

Chester.—(Con aire enigmático.) Pero nosotros soñamos con nuestras vidas, mi joven amigo. Y mientras soñamos no sabemos que estamos muertos. ¡Porque se trata de sueños tan reales!… Mucho más reales que los que jamás hayas tenido. (Hace una pausa y clava su mirada en los ojos de Leo.) ¡Es al despertar cuando lo recordamos todo!

(Se hace un silencio. Leo reflexiona sobre las palabras del espectro.)

Leo.—Si lo que dices fuera cierto, significaría que la muerte no es tan terrible al fin y al cabo. Si se pudiera volver a la vida cada día…

Chester.—No seas ingenuo, muchacho. Eso puede ser lo peor de todo.

Leo.—No te entiendo.

Chester.—¡Claro! Porque no he terminado. (Hace una pausa antes de proseguir.) La vida que experimentamos al dormir es una síntesis demasiado fiel de nuestra existencia terrenal. ¿Y sabes lo que significa eso? Significa que no podemos cambiar nada. ¡Nada! (Se hace un silencio. Leo mira a Chester, atónito.) No me malinterpretes. No quiero decir que las situaciones o las vivencias vayan a ser idénticas, pero sí lo será la forma en que tú solías comportarte ante ellas. Los sentimientos, mon ami. Eso es lo que no se puede cambiar.

Leo.—(Todavía sin comprender.) ¿Lo-los sentimientos?

Chester.—Oui, les sentiments, ya sabes: optimismo, pesimismo (Al tiempo que habla, histriónico, trata de representar con mímica cada uno de los sentimientos.), generosidad, avaricia, fortaleza, miedo, angustia, pánico… Las personas, según su forma de ser, acostumbran a inclinarse por unos más que por otros.

Leo.—(Con urgencia.) ¿Y qué demonios pasa con todo eso? ¿Qué ocurriría conmigo si resulta que de verdad estoy muerto?

Chester.—Pues que el sentimiento dominante con el que hayas vivido tu primera vida, la terrenal, la auténtica, será el que impregne por completo las siguientes, las soñadas. (Enfatiza y se recrea en cada palabra.) A la sombra de los cipreses, el avaro —que seguirá siéndolo—, se sentirá solo y olvidado; el pesimista, sin fuerzas para cambiar de mirada; el cobarde, incapaz de dar un solo paso.

(Se hace un largo silencio.)

Leo.—(Entre indignado y temeroso.) Pero… Pero uno no es dueño de cómo se siente durante su paso por el mundo. Se puede ser muy pobre o desdichado, y no tener la culpa… Es la vida misma la que nos lleva y nos hace sentir de una forma u otra. ¿Es que eso no se entiende aquí?

Chester.—Prefieres pensar así sobre la vida, ¿eh? No me extraña. (Breve pausa. Por primera vez, hace visible su infelicidad.) Sin embargo, muy a pesar mío, tengo que decirte que esos que llamas desdichados suelen ser después los que traen aquí sentimientos más llevaderos. Los que mejores sueños tienen. Uno no elige la vida que le toca, pero por lo visto sí que elige cómo quiere vivirla. (De repente, escupe.) ¡Cuando no podemos elegir es ahora!

Leo.—(Sorprendido.) ¿Acabas de escupir? Creía que nada podía alterarte… ¿Qué es lo que se supone que sueñan esos para que les tengas tanta inquina?

Chester.—Mejor que no lo sepas, mon ami.

Leo.—(Insistiendo.) En serio… ¿Qué sueñan?

Chester.—¿Has visto alguna vez una pareja de enamorados, de esos que se miran con cara de bobos como si compartieran una burbuja de estupidez? Resultan empalagosos, ¿verdad? Sobre todo cuando uno de ellos viene y te cuenta que al abrazar al otro se sentía flotar, o algo parecido. (Escupe de nuevo.) ¡Qué asco! ¿A ti no te produce arcadas esa gentuza?

Leo.—(Poniéndose en pie con cierto esfuerzo.) Bueno, está claro que sigues con tu pataleta, pero no veo que respondas a mi pregunta.

Chester.—La gente por la que me has preguntado es de ese tipo. En el cementerio son los últimos en levantarse, poco antes de despuntar el alba. Pero cuando lo hacen se empeñan en darle a uno la paliza con sus historias, sus ilusiones y sus tonterías. No les basta haberlas vivido. Necesitan hablar de ellas. No les basta con estar muertos. (Hace una pausa. Esboza una sonrisa malévola y mira directamente a Leo, ladeando la cabeza de un modo casi sobrenatural.) Personnellement, prefiero escuchar lamentos. Es mucho más divertido.

Leo.—Por eso te levantas antes que nadie, ¿no? Para evitar a los otros.

Chester.—Yo soy insomne, mon ami.

Leo.—Es cierto, ya me lo habías dicho. (Hace una pausa. Suspira.) ¿Sabes, Chester? Ahora que te conozco un poco mejor, creo que preferiría darte asco. (Silencio.) Pero no es el caso, ¿verdad?

Chester.—¿Tú qué crees?

Leo.—Creo que das por supuesto que no soy más que otro desgraciado como tú, que no ha sabido aprovechar su vida hasta que finalmente se le ha hecho demasiado tarde.

Chester.—¿Y no es así?

Leo.—Bueno… En realidad hubo momentos muy felices. (Se pasea mientras habla.) Tuve una gran infancia, ¿sabes? Mi trabajo me gustaba… Y luego estaba Irene… Mi Irene, que me quiso como nadie en toda la vida.

Chester.—¿Te quiso? ¿En pasado?

Leo.—En fin, ya sabes lo que dicen: nada perfecto dura para siempre.

Chester.—(Muy interesado.) ¿Por qué no?

Leo.—Tarde o temprano, alguien lo echa a perder.

Chester.—¿Quién?

Leo.—Pues… Pues… (Muy sorprendido ante la única respuesta que es capaz de articular.) Yo. (Se detiene. Abre mucho los ojos.) Yo lo eché a perder. ¡No fue ella sino yo! (Silencio. Continúa en voz más baja.) Qué raro… Esa idea había rondado mi cabeza en alguna ocasión, pero nunca había querido tomarla en cuenta ni lo había reconocido ante nadie. De hecho, ni siquiera ante mí mismo. Y tampoco pensaba hacerlo ahora.

Chester.—(Muy divertido.) Ya te advertí que los muertos no podemos mentir.

Leo.—¿Por qué? ¿Por qué no podemos?

Chester.—Porque si pudiéramos, seríamos capaces también de inventar vidas que nunca tuvimos, y disfrutaríamos contándolas a los demás o imaginándolas para evadirnos de todo esto. Es por eso que se nos impide mentir. Solo somos el eco de nuestro pasado, mon ami, de nuestra verdadera existencia terrenal. No podemos forjar nada nuevo. Nada distinto.

(Se hace un silencio. Leo, reflexivo, trata de asimilar el alcance de lo que ha escuchado. Al cabo de unos segundos, esboza una sonrisa y se pronuncia por fin.)

Leo.—(Suspicaz.) Oye, Chester, ¿por qué hablas con acento francés si no lo eres?

Chester.—Creí haberte respondido antes a eso: sencillamente, me divierte.

Leo.—(Mirándolo fijamente.) Ya sé que te divierte, pero no es tu único motivo. No eres tan pueril. Me atrevería a decir que lo haces porque es lo máximo que puedes cambiar sin caer en la mentira, ¿me equivoco?

Chester.—(Comienza a aplaudir despacio, al tiempo que dibuja en su pálido rostro una espectral sonrisa.) Voilà! Realmente sagaz, mon ami, realmente sagaz. No esperaba menos. Aun así, si alguien me pregunta, no tengo más remedio que admitir que el acento es fingido.

Leo.—Un español difunto que habla todo el tiempo con un falso acento… No tiene demasiado sentido, ¿no crees? Debes de estar realmente desesperado, Chester.

Chester.—A decir verdad, mon ami… Ni siquiera soy español. Nací en Röcken, un pequeño poblado al sur de Leipzig, en el estado de Sajonia-Anhalt. Llegué a España muy joven y enseguida me hice con el idioma. En cuanto al français… Apenas lo controlo, solo algunas palabras. Pero suena hermoso, ¿verdad? El alemán y el español son tan bruscos…

Leo.—Es completamente absurdo… ¿Por qué haces esto, Chester?

Chester.—Es mi petite rébellion, muchacho. El único modo que he encontrado de pitorrearme de unas leyes que llevan mortificándome sin tregua desde el día en que vine a dar con mis huesos a este lugar.

Leo.—Debe de ser terrible tu condena si hallas consuelo en algo tan insignificante como un cambio de acento.

Chester.—Las hay peores. Pero yo al menos hago cuanto puedo para burlarme de todo esto. Según he descubierto, es el único objetivo que se me permite tener. Y ya no soy ningún principiante, ¿sabes? (Silencio.) A propósito, ¿cuál va a ser tu petite rébellion, mon ami? Quizá no te sentaría mal un acento ruso… ¿Conoces algunas palabras en ruso? O tal vez yo podría enseñarte algunas en alemán…

Leo.—(Con determinación.) No te ofendas, pero creo que mi rebelión va a ser un poco más radical que la tuya, Chester. (Aprieta fuerte los puños.) Voy a despertar. ¡Voy a largarme de aquí!

Chester.—¿Que vas a largarte?

Leo.—Eso es.

Chester.—Pero si no puedes.

Leo.—¿Por qué?

Chester.—Porque estás muerto.

Leo.—Eso lo dices tú, pero yo no lo creo.

Chester.—¿Y qué crees entonces?

Leo.—Creo que lo que está ocurriendo aquí —lo que me cuentas, lo que veo— es una especie de señal para que entienda el resto de mi vida como una segunda oportunidad. Y no pienso desaprovecharla si es así. He aprendido muchas cosas esta noche, Chester.

Chester.—Oh là là! Y las que te quedan.

Leo.—No, ya está bien. Me he pasado la vida entera obsesionado con la muerte y, curiosamente, ahora que por fin tengo una idea sobre cómo podría ser, no hago más que rememorar la vida. La angustia, el pánico, el terror al abismo…, han sido sentimientos que han marcado mi existencia, no lo niego. Yo estaba obcecado. Pero ahora, por primera vez, me siento capaz de tomar un rumbo distinto. ¡Y nada ni nadie me lo va a impedir!

Chester.—¿Seguro que podrás hacerlo? ¿Después incluso de haber mirado dentro del abismo? Ya sabes lo que dicen: que si miras en él, el abismo te devuelve la mirada.

Leo.—(Esbozando una sonrisa.) Eso es de Nietzsche.

Chester.—¿Cómo dices, mon ami?

Leo.—Digo que esa frase es de Friedrich Nietzsche, el filósofo.

Chester.—Ya veo que lo conoces. ¿Acaso estás familiarizado con su obra?

Leo.—Soy profesor de filosofía, Chester, así que estoy tan familiarizado con la obra de Nietzsche como tú mismo. O mejor dicho, exactamente igual que tú, dado que somos la misma persona.

Chester.—¿Nietzsche y tú sois la misma persona?

Leo.—Por favor, no te hagas el estúpido. Tú y yo lo somos.

Chester.—¿Ambos somos estúpidos?

Leo.—Hombre, mira, de eso no me cabe la menor duda, puesto que somos el mismo.

Chester.—¿Nietzsche y tú?

Leo.—¡Tú y yo, maldita sea!

Chester.—¡Ah! Entiendo… ¿Ya estás otra vez con eso? Creí haberte dicho que es muy ofensivo pour moi.

Leo.—A mí tampoco me hace ninguna gracia, pero es la verdad. Hay varios detalles que me lo confirman: para empezar, has citado a ese filósofo tan especial para mí; además…, dices que naciste en Röcken, ¿no? Curiosamente, él también; y por si fuera poco, lo que me has contado sobre cómo funciona este sitio me recuerda horrores a su teoría del eterno retorno. Resumiendo, yo diría que no eres más que una proyección de mi subconsciente que trata de ayudarme a cambiar para no desperdiciar la vida. Para no terminar aquí. O en algún lugar parecido.

Chester.—(Haciéndose el sorprendido.) ¿En serio crees que trato de ayudarte?

Leo.—Pues sí. En realidad hace rato que te he descubierto. Llevas todo el tiempo esforzándote en que no se note, con ese cinismo tuyo tan irritante. Pero al fin y al cabo, yo también he sido un cínico casi toda la vida. Supongo que necesitaba verme desde fuera para comprender lo patético que resulta. Gracias por ser mi espejo, Chester.

Chester.—¿Patético? ¿Tu espejo? Veo que ya no te cortas un pelo con los insultos, mon ami. Espero que el abismo te coloque donde te corresponde.

Leo.—(Revolviéndose impaciente.) Ha sido un verdadero placer a ratos, Chester, pero creo que va siendo hora de irse. Ya estoy listo.

Chester.—¿Y exactamente, cómo esperas abandonar este sitio?

Leo.—(Señala su propia tumba.) Creo que los dos sabemos dónde está la salida. (Camina hacia el lugar indicado. Chester lo sigue e intenta retenerlo sujetándolo por la muñeca.)

Chester.—Espera, mon ami. No te vayas aún. ¿No te gustaría conocer a nadie más? Ya deben de estar a punto de levantarse.

Leo.—(Deteniéndose junto a la tumba y girándose hacia Chester, con una sonrisa.) No, amigo mío. Como tú bien dijiste, todavía es demasiado pronto. Al menos para conocer espectros. Y yo ya he visto y oído cuanto necesitaba.

Chester.—Quizá tengas razón.

Leo.—Aunque parezca de locos te voy a extrañar, Chester. Sobre todo la ironía y el sarcasmo. El miedo no creo.

Chester.—(Con gesto apesadumbrado.) No tienes la menor intención de llevarme contigo, ¿verdad?

Leo.—No, amigo. Ambos sabemos que para que yo pueda cambiar y arreglar las cosas allá arriba, tú debes quedarte aquí.

Chester.—Supongo que este es mi lugar, después de todo. Pero yo también te voy a echar de menos, mon ami. Este sitio es muy aburrido. (Se hace un silencio.)

Leo.—Nunca me había despedido de mí mismo… No sé muy bien qué hacer… ¿Estaría fuera de lugar que…? (Le tiende la mano.)

Chester.—¿Ahora sí quieres estrechármela? Hace un rato la rehusaste.

Leo.—Han cambiado muchas cosas desde entonces.

Chester.—(Sonriente.) En eso no podría estar más de acuerdo. (Le da un buen apretón de manos.)

Leo.—(Retirando la mano y masajeándosela con un leve gesto de dolor.) ¡Auuu…! Pero tú sigues siendo igual de bestia.

Chester.—(Guiñándole un ojo.) ¡No todo puede cambiar! (Ambos rompen a reír.)

Leo.—Bueno… Va siendo hora de soltar amarras. (Señala la fosa con un movimiento de cabeza.) Tengo que bajar ahí. Creo que me toca dormir. (Se introduce en el agujero y desaparece a la vista del público. Chester se sienta junto a la tumba abierta con las piernas cruzadas y se asoma ladeando la cabeza.)

Chester.—¿Quieres que me quede aquí hasta que te duermas?

Leo.—Si no te importa, me gustaría.

Chester.—Faltaría más. Para mí no es molestia. (Se hace un silencio de varios segundos. Chester se queda pensativo. De pronto, se le ocurre algo.) Refréscame la memoria, mon ami: ¿qué es lo que decía aquella teoría de Nietzsche que has mencionado antes? La del… eterno retorno.

Leo.—Que la vida que vivimos la vamos a vivir una y otra vez exactamente de la misma forma durante toda la eternidad. ¡Como si no lo supieras!

Chester.—(Hacia el público.) Realmente sugestiva, sí señor. Desde luego da qué pensar.

Leo.—Oye, no creo que pueda dormirme si no dejas de cotorrear.

Chester.—Pardon, ya me callo.

Leo.—Bueno… Hay una última cosa que sí me gustaría pedirte. ¿Podrías cantarme algo para conciliar el sueño? El silencio de este sitio me altera un poco.

Chester.—¿Te refieres a una nana? Por supuesto. ¿Alguna en especial?

Leo.—No sé… ¿Cuál se te ocurre?

Chester.—Me sé una muy bonita en français.

Leo.—Esa. Cántame esa. (Silencio.) Buenas noches, Chester.

Chester.—Buenas noches, mon ami. (Se aclara la garganta y comienza a cantar, con voz susurrante y sobrecogedora entonación de nana, la canción de Luc Plamondon Le fils de Superman.)

Tout comme son père,
le petit Jean-Pierre
etait un fan,
un fan de Superman.
Il collectionnait
toutes les bandes dessinées
où il pouvait voir son héros
voler comme un oiseau.

Jean-Pierre devait
avoir huit ans hier,
et ses parents
en étaient tellement fiers
qu'ils décidèrent de faire
pour son anniversaire
un voyage éclair à New York,
la ville de Superman. 

De leur chambre d'hôtel,
au cinquantième étage du Waldorf,
la vue était si belle
que leur première soirée
ils la passèrent à regarder
les lumières de Manhattan.

Le lendemain, 
ils marchèrent sur Broadway
main dans la main,
comme dans un conte de fées.
Et dans un magasin,
où l'on vend de tout de rien,
Jean-Pierre se fit offrir par son père
un costume de Superman.

Dès ce soir-là,
il voulut le porter
comme pyjama,
pour pouvoir mieux rêver.
Mais quand ses parents
se furent endormis,
tout près de lui,
dans le grand lit,
il se leva sans bruit,
il ouvrit la fenêtre,
et quand il vit
soudain apparaître
les lumières de Manhattan,
il voulut s'envoler
dans la nuit étoilée
comme un oiseau qui plane.

C'est justement hier
qu'on a porté en terre
Jean-Pierre,
le fils de Superman.
                           
[Igual que su padre,
el pequeño Jean-Pierre
era un fan,
un fan de Superman.
Coleccionaba 
todos los cómics
donde pudiera ver a su héroe
volar como un pájaro.

Jean-Pierre debía
hacer ocho años ayer,
y sus padres
estaban tan orgullosos
que decidieron organizar
por su cumpleaños
un viaje rápido a Nueva York,
la ciudad de Superman.

Desde su habitación del hotel,
en la planta cincuenta del Waldorf,
la vista era tan bonita
que su primera noche
la pasaron mirando
las luces de Manhattan.

Al día siguiente,
pasearon por Broadway
cogidos de la mano,
como en un cuento de hadas.
Y en un almacén,
donde vendían de todo un poco,
Jean-Pierre hizo que su padre le regalara
un disfraz de Superman.

Desde esa noche,
quiso llevarlo
a modo de pijama,
para poder soñar mejor.
Mas cuando sus padres
se quedaron dormidos,
muy cerca de él,
en la cama grande,
se levantó él sin hacer ruido,
abrió la ventana,
y al ver
aparecer de pronto
las luces de Manhattan,
quiso levantar el vuelo
en la noche estrellada
como pájaro que planea.

Fue precisamente ayer
que dieron sepultura
a Jean-Pierre,
el hijo de Superman.]

(Al terminar, comprueba que Leo se ha dormido y coloca la tapa del ataúd y la losa.)

Joyeux abîme, Léonard. À bientôt!

(La niebla se hace más densa y Chester se desvanece en ella.)

(Oscuro.)



ESCENA TERCERA

Verja cerrada del cementerio al amanecer. Son alrededor de las siete y media de la mañana. El mismo lugar que en la primera escena, pero con una luz muy distinta. Ya no son las farolas sino el sol el que ilumina la calle. Al fondo, dentro del camposanto, los cipreses proyectan una tenue sombra sobre las tumbas. Fuera, a los pies de la verja, el cuerpo de Leo permanece inmóvil, tendido en el suelo boca abajo, en la misma postura que después de sufrir el ataque. De repente, se escucha la voz de Ramón gritando su nombre.

Ramón.—(Entrando por la derecha, por donde se marchó.) ¡Dios mío, está aquí! ¡Leo! ¡Leo! ¡Leo! (Se acerca al cuerpo y se arrodilla junto a él. Le da la vuelta con esfuerzo. Lo sujeta por los hombros y lo zarandea, desesperado.) ¡Leo, despierta! Por Dios, ¿qué te ha pasado? ¡Despierta! ¿Me oyes? ¡Despierta, por favor! (Por fin, Leo reacciona a las sacudidas y se mueve un poco. Abre los ojos.) Gracias a Dios, Leo. ¡Qué susto! ¡Joder, qué susto! Te juro que creía que estabas…

Leo.—Ra… Ramón… ¿De verdad eres tú?

Ramón.—(Abrazándolo.) ¡Pues claro que sí! Tú tranquilo, ¿vale? Estoy aquí, estoy aquí…

Leo.—(Emocionado, mirándose las manos por encima de los hombros de Ramón mientras este lo abraza.) No es posible… Ha ocurrido de verdad.

Ramón.—¿Cómo dices?

Leo.—Nada…, es igual. No me creerías.

Ramón.—(Sin prestar atención a Leo.) Tío, ¿estás bien? ¿Qué te ha pasado? ¡Estabas inconsciente!

Leo.—Pues la verdad es que estoy realmente bien. (Se vuelve a mirar las manos, alucinado. Mueve los dedos.) ¡Muy pero que muy bien, qué caray!

Ramón.—La madre que te parió, Leo, me tenías preocupadísimo. ¿De verdad te encuentras bien? Estabas desmayado. ¿No quieres que vayamos a urgencias?

Leo.—Ramón, ¿por qué has vuelto? Después de cómo te traté ayer…

Ramón.—Eso da igual ahora. Prometiste darme un toque y no lo hiciste. Tuve un mal presentimiento, ¿sabes? Me desperté sobresaltado a las tres de la mañana. Telefoneé a tu casa y no lo cogías. Luego te llamé al móvil. Y nada. Con el susto, hasta desperté a Silvia y todo. Al final me vestí y cogí el coche. Me he pasado toda la noche buscándote, recorriendo todos los tugurios a los que solemos ir, y en ninguno te habían visto. ¿Cómo puñetas iba a imaginarme que seguías aquí, en la puerta del cementerio?

Leo.—(Sonriendo mientras se levanta.) Ya te advertí que quería quedarme. En realidad, ni yo mismo era consciente de cuánta falta me hacía.

Ramón.—(Sin comprender.) ¿Pero qué dices? ¿Y por qué sonríes? ¡Estás rarísimo, Leo!

Leo.—Estoy bien, Ramón. (Se sacude con las manos la suciedad del pantalón.) Bien por primera vez en mucho tiempo. Eso es lo que te resulta raro.

Ramón.—¿Seguro? Te recuerdo que has estado inconsciente.

Leo.—Verás… Anoche sufrí una crisis. La mayor de todas las que he sufrido. Pensé que me estaba dando un ataque al corazón. Creí que me moría, que todo terminaba. Pero solo me desmayé.

Ramón.—Mierda, Leo, no puedes seguir así. ¿Sabes qué me dijo Silvia anoche? Que con tantísima angustia uno puede hasta provocarse un ataque de verdad. ¡No querrás que te pase a ti! A mí te juro que me metió el miedo en el cuerpo, y cuando te he visto aquí tirado… (Hace una pausa. Vuelve a fijarse en la sonrisa de su amigo.) ¿Pero por qué estás tan contento ahora? No lo entiendo. ¿Es que te has vuelto loco del todo?

Leo.—Gracias, Ramón. Gracias por preocuparte tanto por mí. A veces está uno tan centrado en mirarse el ombligo que no se da cuenta de la suerte que tiene con los que lo rodean.

Ramón.—(Emocionándose.) ¡Venga ya, hombre! Seguro que tú harías lo mismo por mí si yo estuviera… en fin, tan chiflado como estás tú. (Hace una pausa.) Pero oye, en serio, ¿qué ha cambiado tanto desde anoche para que estés así de contento?

Leo.—Nada, eso es lo de menos. Un sueño que he tenido estando inconsciente. Lo que importa es que ahora me siento con fuerzas para darle sentido a mi vida como nunca antes he sabido hacerlo. (Pausa.) No sé… Incluso puede que llame a Irene para tomar algo con ella, y ver qué pasa.

Ramón.—¿En serio estás pensándolo?

Leo.—Ya sé que te sorprende, pero sí. Quiero hacerlo.

Ramón.—Pues hablando de eso… Vas a tener que perdonarme, pero esta madrugada estaba tan asustado por ti que la he llamado, para ver si ella sabía algo. Como anoche la mencionamos y te afectó tanto…

Leo.—(Muy interesado.) ¿Que has hablado con ella? ¿Y cómo estaba? Hace meses que no tengo noticias suyas.

Ramón.—Bueno, no sé cómo estaba. Solo hablamos de ti. Aunque una cosa sí te digo: deberías aprovechar y llamarla cuanto antes, porque se quedó muy preocupada.

Leo.—¿En serio? ¿Preocupada por mí? Hombre, Ramón, gracias por facilitarme una excusa.

Ramón.—¿De verdad la vas a llamar? Vaya, no sé qué narices habrás soñado, pero me encanta verte con esos ánimos. Hacia tanto que no estabas así…

Leo.—Ya te he dicho que las cosas van a cambiar a partir de ahora. ¡Venga, te invito a desayunar! Que es sábado y no has dormido nada por mi culpa.

Ramón.—(Risueño.) Mira tú por dónde, creo que te voy a aceptar la invitación. Estoy muerto de hambre. (Rebusca en los bolsillos. Saca el paquete de Chesterfield y el mechero.) ¿Te importa que fume?

Leo.—(Observando divertido el cigarrillo que Ramón acaba de colocarse en la boca y que se dispone a encender.) Otro Chester, ¿eh? ¡Disfrútalo, amigo mío! (Le da una cordial palmada en la espalda.) Solo te pido que te lo termines antes de que lleguemos a la cafetería. No quiero que me eches todo el humo en las tostadas.

Ramón.—Lo tendré en cuenta.

(Echan a andar hacia la izquierda. Mientras caminan, Leo se lleva la mano al cuello, palpa distraído bajo una oreja, se sobresalta de repente y se detiene en seco.)

Leo.—Oye, Ramón, espera un momento. Mira esto. (Estira el cuello y señala con el dedo donde se acaba de tocar.) ¿No me notas más inflamado este ganglio de aquí?

Ramón.—(Dudando sobre si su amigo bromea.) ¿Qué ganglio? ¿Qué dices?

Leo.—Sí, hombre, este de aquí, el que hay justo debajo de la oreja. Mira, tócalo, verás cómo está inflamado. (Intenta cogerle la mano a Ramón para que le toque el cuello.)

Ramón.—(Apartando la mano con brusquedad.) Joder, Leo, ¿ya estamos otra vez? ¡Qué poco te ha durado! No sé cómo he podido tragarme lo de que ibas a cambiar.

Leo.—En serio, Ramón… Además no me duele. Porque si me doliera podría ser por una infección, pero si la inflamación es indolora he leído que puede ser un síntoma de linfoma. ¡Y eso es cáncer, Ramón! ¿Me oyes? ¡Cáncer!

Ramón.—(Hastiado.) Te oigo, Leo. Siempre te oigo, pero procuro no escucharte. Es mejor para mi salud mental. Anda, vamos a desayunar.

Leo.—Vale… Pero esta tarde no puedo olvidarme de llamar al médico para pedirle cita. Si es un linfoma habría que tratarlo cuanto antes. ¡Qué horror!… ¡A lo mejor tienen que hacerme una biopsia! ¿Tú crees que tendrán que hacerme una biopsia, Ramón? Si me la hacen es porque piensan que la cosa puede ser grave. ¿Tú crees que será grave? Madre mía, qué mal cuerpo se me está poniendo… ¡Ea, ya se me han quitado las ganas de desayunar!

(Continúan caminando. Ramón con paso firme aunque cansino y Leo angustiado y palpándose el cuello compulsivamente. Desaparecen por la izquierda y el escenario queda desierto. Al fondo, dentro del camposanto, la sombra que proyectan los cipreses sobre las tumbas se torna más negra. Luego, poco a poco, todo el escenario se va apagando y se hace el…)

(Oscuro final.)


 

Miguel Egido: Escena de la obra

 


 

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