Antonio Gamoneda

Lacrimal de César Vallejo

 

Anónimo: César Vallejo en Niza

 


 

Hace casi treinta años, hice mi viaje al país de César Vallejo. Nadie tema que le cuente itinerancias turísticas, sean rústicas o urbanas, que el país más cierto de César y mi viaje tuvieron poco que ver con la gran belleza nacional, terrestre y declamable, aun siendo ésta mucha y terrible. Yo viajé a la gran lágrima negra que colgó del corazón de César; a la antara y la quena que sollozan su nombre en Santiago de Chuco; a los ojos lacustres que aún guardan el rostro tallado en pómez, la sonrisa inmóvil de César Vallejo.

Vi el mar pacificado por el sufrimiento al borde de Trujillo, ante el barro labrado de Chan Chan; vi el cementerio donde debieran arder sus huesos y el cerco sangriento de las carreteras cisandinas. Vi la derrota en las calles de Lima, las herramientas podridas en las manos, las grietas habitadas por lamentos y las plazas donde la desesperación resplandece en ancianos de rostro asiático.

Vi el arqueólogo que recogía las sobras de pan para la cena vecinal; las frutas machacadas hasta empapar de dulzura el suelo gris de los mercados. Vi al muchacho gigantesco que, en la estación de Cuzco, le decía, sonriendo, a la noche: «Yo me quiero morir ahorita mismo».

Yo vi los ídolos abrasados, las camionetas de la policía y la lluvia en la Casa de la Emancipación. Vi que los asesinos y las madres invocaban a los mismos muertos y, entre los dientes mestizos del amor y la ira, las lenguas que llamaban a César.

Eso vi. Mi corazón cansado descendió al agua en que todos los nombres de la belleza se disuelven y no queda más que un silencio navegable. Hay golpes en la vida tan fuertes... ¡Yo no sé!

Golpes, ciertamente, sobre la tumba luminosa de César; la tumba llena de vivos que no quieren vivir, que claman por su aguacero, por sus huesos humanos, por la coquita que calienta el corazón.

Este es el contenido del lacrimal de César Vallejo, el ofrecido a un dios que amó la cuerda proletaria. Este es el paisaje que yo transité; la tierra donde aprendí oraciones aptas para incrédulos. Viajé cargado con una maleta de pena; una maleta que se cerró ella sola el mismo día de la muerte de César, a la misma hora, hace cincuenta años; cierto día, cierta hora hace cincuenta años contados con dedos inciertos, antes y después de mi tercera canción peruana.

Esta canción es la que quiero dejar escrita aquí, que no lo ha sido si no es traducida al francés, y se da la circunstancia de que vuelvo a Perú, que allí estaré exactamente el día que se cumplen ochenta años de la muerte de César en París. La canción decía y dice:

 

Sábana negra en la misericordia: / tu lengua en un idioma harapiento. // Mi madre está en el corazón de César Vallejo. // Sábana negra en la sustancia enferma, / la que llora en tu boca y en la mía / y, atravesando dulcemente las llagas, / ata mis huesos a tus huesos humanos. / Sal de mi lengua, piensa en la nieve y en la ira, / éntrale a Dios con tu infección y tu estruendo. // Hay mucha soledad y perros blancos / ante mis ojos. Tú eres bello en la muerte / pero hierves en mí. Sal de mi lengua. / / Dame la mano para entrar en la nieve.

 

Ésta es mi cuenta y razón viajera y peruana. Y ésta mi letrilla poética para saludar al muerto inmortal que anda por ahí cumpliendo ya todos los años. Emocionado... Emocionado...


 

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